Leyendo esto "El francotirador paciente es también una original reflexión sobre el papel del arte y su valor en nuestros días" me he acordado de esta Patente
La soledad del huevo frito.
Hace unos días se clausuró la última feria de arte de Basilea, que como saben ustedes es el tinglado más importante del mundo en la materia. Y en la edición de este año hubo de todo, como siempre. Genio y filfa. Desde Matisse a las últimas tendencias. Eso incluye obras maestras y bazofias innumerables, pues con lo del arte plástico pasa como con la literatura y con la música y como con tantas otras cosas. Hay quien tiene algo que decir o sugerir, y lo demuestra de forma más o menos evidente, echándole imaginación, talento y trabajo, y hay quien disfraza su mediocridad bajo la farfolla del símbolo vacuo y el supuesto mensaje a desentrañar si uno sintoniza, y se fija, y sabe, y realiza su propia performance, como dicen ahora algunos críticos de arte, subiéndose a un columpio colgado del techo -no es coña, la obra la firmaba Han Baracz-, o reflexionando profundamente sobre la apropiación de la naturaleza por la ciencia ante el bisonte disecado de Mark Dion, o dejando las huellas de frenazos de una moto sobre una plataforma como Lori Hersberger. Con un par.
Tampoco vamos a ponernos apocalípticos. La cosa no es de ahora. Lo que ocurre es que nunca, como en el tiempo en que vivimos, fue tan difusa la frontera entre el arte y la gilipollez, alentada esta última por los caraduras y los cantamañanas que viven del cuento o se tiran el pegote consagrando esto o negando aquello, engañando a niños de colegio y timando a los memos, en una especie de onanismo virtual que nada tiene que ver con la realidad ni con el gusto de nadie, y ni siquiera con el arte en el sentido más amplio y generoso de la palabra. Y así, entre galeristas, críticos y público que babea ante lo que le echen, se alienta a cualquier mangante a montárselo por el morro, fabricando inmensos camelos que encima, para que no se diga de Fulano o de Mengano que son retrógrados, o incultos, o poco inteligentes, van éstos y los aplauden, y los pagan, y además los exhiben orgullosos como si acabaran de adquirir La batalla de San Romano de Paolo Ucello o La mujer agachada de Maillol. Y es así como las casas particulares, y los jardines públicos, y los edificios, se decoran con engendros que te dejan boquiabierto de estupor mientras te preguntas quién tiene el cuajo de sostener que eso es arte. Salvo que aceptemos, yéndonos a otro terreno peliagudo, que ahora la palabra arte pueda mezclarlo todo sin remilgos: una tabla de Robert Campin, una escultura de Lehmbruck, un cuadro de Seurat o de Hopper, con una lata de cocacola puesta en el suelo -recuerden aquella exposición reciente, cuando las mozas de la limpieza se cargaron una obra expuesta pensando que era basura de los visitantes- o con un huevo estrellado sobre patatas fritas de casa Lucio: la soledad del huevo invitándote a reflexionar sobre el tempus fugit y las propiedades emergentes de la vida.
No sé. A lo mejor es que no sé hacer mis propias performances. O que soy un reaccionario y un cabrón, y cuando me dicen que tan artista es Duane Hanson como Boticelli, o que un bosque envuelto en papel albal por Christo es tan fundamental en la historia de la cultura como el pórtico de la catedral de Reims, me da la risa locuela. En mis modestas limitaciones, Andy Warhol, por ejemplo, me parece sólo un ilustrador aceptable de magazine dominical; y, en otro orden artístico, lo que de verdad me conmueve del edificio Guggenheim de Bilbao es el perro de la puerta. Que sólo le falta ladrar. Será por eso que cuando en la feria de Basilea de este año vi expuesta una obra que consistía en el propio artista en carne mortal, completamente desnudo y boca abajo en un foso casi a ras del suelo, con un cristal por encima para que pisaran los visitantes, lamenté muchísimo que el artista no estuviera boca arriba y sin cristal para que los visitantes pudieran pisarle directamente los huevos.
Y lo que son las cosas. Acabando de teclear este artículo, hago una pausa para tomar café mientras hojeo los diarios, y hete aquí que me salta a la cara un titular a toda página: «Hice la escultura de mi hijo con su placenta». Chachi, me digo. Ni a propósito. A ver quién es este soplapollas, que me viene perfecto. El fulano se llama Marc Quinn, y la entradilla de la entrevista informa, como aval, que es un auténtico Ybas de pata negra -young british artist, precisa el rendido informador que le dedica toda la página- que se hospeda en hoteles de lujo, que se permite acudir borracho a los mejores programas de la BBC, y que ahora expone en Barcelona entre el delirio del mundo artístico local. «Esculpí un molde de arcilla con la cabeza del bebé -cuenta el Ybas-. Luego metí la placenta de su madre en una batidora, rellené el molde con la mezcla y la congelé. Representa la separación de la identidad madre-hijo». Y acto seguido añade el hijoputa: «Cuando encendí la batidora salía humo. Resulta que el cordón umbilical se había enganchado en las aspas. Fue algo muy simbólico de la fortaleza de la conexión entre un bebé y su madre».
Hay días, ya ven, en que esta página me la dan hecha.
14-07-2002
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"Todo el mundo es como Dios lo hizo, y con frecuencia, peor". Cervantes |