El último día que veía amanecer en París resultó aún más lento de lo que nunca pude imaginar.
Los copos de nieve se agolpaban impacientes contra el cristal helado de la ventana, aquella que nada más llegar nos pareció tan horrenda, aquella que después fue testigo de tantas lágrimas, esta que ahora me contemplaba en su muda y gélida compasión. Esta que tanto echaría de menos.
Era posible aprovechar aquellos últimos instantes de amarga despedida, aquellos infinitos momentos de agonía; pero el simple hecho de dejar el tiempo correr era mucho más acorde con la quietud del amanecer.
Sabía que después extrañaría el frío aliento de la mañana sobre mí. Lo sabía e intentaba, aferrada al hecho de que el dolor de aquellos días era como un tesoro, conservar la caricia del aire sobre mi piel.
París, cuánto dolor encierra mi alma ( o
quizá sólo mi mente) tras tu nombre. Y, sin embargo, cuánto
extraño tu respiración de hielo cada despertar...