La bofetada






    Notó que había llegado el momento crucial de su vida; había estado jugando durante años con la mentira y ésta en un instante se había vuelto contra él.

    Al encontrarse ante aquella montaña de carne y músculos que le miraba provocador después del insulto inferido a su desmedrada figura, comprendió que el momento había llegado; la aureola que él mismo forjara en torno a sí para mantener a su pequeño hijo en el disculpable engaño de que él, su padre, era el más valiente, el más atrevido y forzudo de los hombres con el que nadie osara medirse a menos de tener muy poco aprecio a la integridad de su físico, había concluido.

    Las más portentosas hazañas, los actos más heroicos junto con los inauditos hechos de valor y fuerza relatados diariamente con abundancia de detalles y gestos, habían levantado en la mente infantil y en el pequeño corazón de su hijito un altar con el que rendía emocionado y admirativo culto a los portentosos hechos y figura excelsa de su padre.

    Todos los días al volver de la oficina había dejado en la esquina tres o cuatro gigantes con las tripas fuera, amén de un rinoceronte y media docena de lobos ¡y todo ello con sólo una navajita! ¿Que había tenido que aguantar amedrentado el chaparrón de injurias y denuestos de su poco comprensivo jefe? pues ese día doblaba la ración de “víctimas”.

    ¿Que además de la bronca había soportado las bromas nada caritativas y bastante cínicas de sus compañeros de trabajo, disimulando su enojo y su pena con una frase amable y una mueca alegre?, pues ese día...... ese día hasta le dibujaba a todo color, para que resaltara más, las manchas de sangre, los momentos cumbre de la batalla sostenida contra una partida de malhechores que le esperaban emboscados en la puerta del trabajo.

    Y así año tras año, hasta seis, había ido enjugando las amarguras de hombre fracasado, tímido y débil, desquitándose con tan portentosas narraciones de los fracasos de toda una vida de limitadísimos horizontes y más limitadísimas oportunidades. Y aún había llegado a creerse un poco que la raída vestimenta que llevaba era por austeridad y virilidad en contraste con afeminamientos y depravaciones de las costumbres imperantes.

    Pero aquel malhadado tropezón había echado a un tiempo por tierra el paquete que llevaba el hombre que tenía delante y sus quimeras, precisamente cuando iba con su hijito, para que de una vez y para siempre quedara roto su corazoncito al ver derrumbarse a su ídolo junto con su padre.

    Porque una cosa era cierta: en los ojos de aquel matón de barrio no había piedad ni misericordia. La ira y el desprecio le cegaban y las frases más insultantes y soeces brotaban con rabia de sus labios y la gente se arremolinaba a su alrededor y aunque algunos tímidamente insinuaban que quedara zanjado el asunto, nadie se atrevió a separarlos; lo más algunas frases de conmiseración para el infeliz que iban a ver  triturar ante sus miradas, pero de eso no pasaban.

    El niño, expectante, con una fe sin límites en su progenitor le miraba con ojos brillantes esperando de un momento a otro que el contrario cayera fulminado ante su poderoso brazo porque su padre no podía soportar esos insultos tan tremendos ¡y de un hombre solo!

    El pobre hombre sufría la amargura y la ironía del momento. Nunca sabría decir lo que pensó y padeció en esos breves segundos que mediaron entre las vibraciones del insulto y la respuesta que dio.

    Sabía lo que le esperaba pero era lo único que debía hacer. Con el brazo levantado para llegar al rostro de su contrincante, avanzó unos pasos con el alma puesta en los ojos en una mirada indefinible, de muda súplica y angustia que quería decir ¡tantas cosas!

    Y aquel achulado matón de barrio de corazón endurecido, que jamás tuvo compasión de nadie, sintió en el fondo de sus alma toda la inmensa tragedia de aquel pobre hombre que le miraba con una mirada envuelta en muda súplica.

    Y aguantó la sonora bofetada sin moverse ni hacer el menor movimiento u ademán de defensa. Bajó la cabeza, enrojecido el carrillo donde se marcaban los cinco dedos y dando media vuelta se abrió paso entre la asombrada multitud que despertando de su estupor le despedían con chacotas y sarcasmos. Su reinado en el barrio había concluido.

    Y mientras el asombrado y estremecido hombrecillo recibía indiferente los plácemes de la concurrencia, el destronado rey se alejaba apresuradamente con los ojos humedecidos, no por la vergüenza, sino de una alegría inmensa y tierna como jamás había sentido y que brotando desde muy hondo le decía que aquella era la más gloriosa victoria que jamás consiguiera.
 
 

Diciembre de 2000, Juan Otero.