El Infierno ha de ser, sin duda,un laberinto. Porque el Infierno es eterno y, por tanto, vacío, y no hay nada más eterno y más vacío que un laberinto.Y éste en concreto está habitado por aquellos seres, acaso hombres, que se atrevieron a soñar con el infinito (en cualqueira de sus acepciones) y están allí, uno en cada tramo del laberinto, trazando con sus mentes malditas aún más enigmas para los sentidos, con toda la eternidad por delante, inextricables quizás para los que seguimos en la otra orilla del Leteo, y que aún no conocemos el infinito.
Al entrar nos encontraríamos con tres angloparlantes que se ganaron el Infierno a pulso, a fuerza de perseguir lo prohibido hasta llegar a la genialidad, Jimmy Hendrix, Jim Morrison, y John Lennon, quienes, aún después de murteos ,o quizás gracias a eso, siguen buscando y creando nuevos sonidos (imposibles en el mundo material) y nuevas provocaciones (para algo estaban en el Infierno)
En otra parte, armando jaleo como buenos españoles, había un don Quijote modernista y un Sancho Panza anarquista, Ramón del Valle-Inclán y Pío Baroja. ¿Sus pecados? El de Valle es el de tomarse la molestia de ser católico para tener el placer de ser sacrílego y blasfemo ¡Barrocos pecados! El de Baroja, ser laísta.Y le pedían que se uniera a su fiesta a otro español, de aristocrática e intelectual barba blanca, don Miguel de Unamuno, quien les respondía desabrido ¡Silencio, estoy dudando! ¿De qué? ¡De que exista el infierno! Al oír estas palabras se les acercaría el gabacho bizco, Jean-Paul Sartre, quien le preguntaría cortésmente "Perdón, señor ¿Está usted dudando? ¿Le importaría que dudáramos juntos? Es que un infierno sin otros no es infierno."
Pero también había solitarios, atrapados por sus propios laberintos: el marqués de Sade, tumbado boca arriba, sonreía imaginándose el Cielo, con todas aquellas vírgenes, y su mente rococó desarrollaba puntillosamente nuevos pecados y antiguas blasfemias.
Borges jugaba al ajedrez, solo, luego su partida era eterna, y su tablero eran las Mil y Una Noches, y cada noche era una casilla y cada sueño, un alfil; Borges era demasiado argentino, demasiado Borges, como para jugar con otra figura que no fuera un alfil.
De espaldas, siempre de espaldas, Napoleón Bonaparte soñaba batallas y estrategias, diminutos batallones azules avanzando y rodeando, y lloraba (en el Infierno está prohibido llorar, pero también está prohibido prohibir) por haber acabado tan pronto,y porque aquel cenutrio de Grouchy había llegado tan tarde. Después, ceñudo y corso, aceptaba fatalista y mediterráneo el destino que su padre Marte le había impuesto.
Ya llegamos al final del laberinto (bendita
ilusión de un escritor mortal con prisas, llegar al final de algo),
y un trío genial medita: el ciego Homero, Dante y Goethe, intentando
finalizar (pues nada en infierno se consigue acabar, he aquí lo
diabólico del asunto) nuevos viajes hacia otros laberintos y hacia
otros Paraísos (a despecho del guardián)