Hacía tiempo que no despertaba con la cantinela del afilador. No sé si ustedes han tenido la suerte y el privilegio de escuchar al afilador hacer sonar su flauta al compás de su paso lento. Melodía melancólica para melancólica estampa. Pues bien, curiosidades de la vida, esa cancioncilla pegadiza me trajo a la memoria recuerdos de niñez. Recuerdos que olían a mar, sonaban a flauta y sabían dulces como palotes de caramelo. Recuerdos que, como la vida misma, acaban, a veces, teñidos de nostalgia. Esta es la historia:
Cuando era pequeño solía viajar con mis padres, en época de vacaciones, a un tranquilo pueblo pesquero de Málaga. Fue allí donde me enamoré del mar, y del pescador, y de la mañana, y del ocaso...Cada tarde bajaba a la playa a mirar la mar, a sentir la brisa y, como niño que era, a devorar los caramelos y dulces que Pedro, un viejo vendedor ambulante, me regalaba. Mi padre solía llamarlo Perico el de los Palotes.
Aún puedo verlo pasear las arenas cálidas de la orilla tirando de su bicicleta, cargado de bolsas de golosinas y baratijas, y pregonando su mercancía con aquella voz ronca, aguardientosa, mientras hacía sonar con su carcomida flauta la dulce melodía del afilador. Vestía de beig y chaleco blanco, sombrero de ala corta, sandalias negras y unas enormes gafas de montura color pastel. Su mirada era cansina pero amable. Poseía los ojos de quien ha llorado mil veces, ha caído otras mil y ha sabido alzarse de nuevo. Magullado, pesaroso, pero en pie. No recuerdo cómo Pedro y yo llegamos a forjar esa relación de cariño. Tal vez, por aquel entonces, yo era más ingenuo, más inocente, más niño... y él leía en mis ojos la admiración y el respeto, la ilusión del niño que sabe va a recibir un premio, un regalo. Parecía un ritual. Yo me acercaba, tímido como era, y le daba las buenas tardes.
Hablábamos muy poquito del mar,
de las olas y de lo grandes que eran, de veleros en la distancia... É!
l me hablaba de cómo un día vio pasar muy
cerca de la orilla un grupo de delfines saltando, de barcos piratas y tesoros
hundidos. Después, con aquella sonrisa triste y cariñosa,
me mostraba una golosina sobre la vieja palma de su callosa mano Una sirena
me lo dio anoche para ti, nenín. Y me dijo que si te portas bien
mañana habrá más-. Yo le preguntaba que si no podía
ver a la sirena. Él miraba a mi padre, y mi padre, cómplice,
le devolvía la sonrisa. Alguna noche te saco en mi barca a ver a
la sirena, nenín. Alguna noche...- Y así, sin más,
marchaba cargado de arrugas y cansancio, como el viejo velero se aleja
de puerto surcando las olas.
Pedro, mi amigo Pedro, Perico el de los Palotes se marchó hace mucho tiempo. Al parecer, un mal día, decidió que ya era hora de dejar atrás el cansancio y las arrugas, las sacas de dulces y su amargura, su paso cansino y su oxidada bicicleta. A Pedro le vencieron los fantasmas de su vida y marchó sin fama ni gloria, en silencio, ese silencio que llevaba por dentro, en procesión, como su paso sobre la arena de la playa. Pero a mí me dejó un tesoro, a lo mejor aquél mítico tesoro del que me hablaba, quién sabe. Han pasado muchos años y aún las lágrimas pugnan por salir cada vez que lo recuerdo. Al menos, amigo Pedro, mientras yo viva habrá un nenín que te recuerde como eras...
Hace un año volví por mi cuenta al mismo lugar, a la misma orilla, y me senté, en aquella arena que le vio pasar, a mirar la mar. A lo lejos, en la línea del horizonte, había un velero alejándose de puerto, surcando suavemente las aguas. Pedro no estaba, pero sé que si hubiera podido entender el lenguaje de las olas, ellas me habrían dicho que en algún lugar del mar un viejo triste, vestido de beig y chaleco blanco con sombrero de ala corta, andaba recogiendo dulces de manos de una sirena, y que algún día, él vendría a por mí para llevarme en su barca. Ese día navegaremos juntos, lentamente, mientras él hace sonar en su flauta la triste cantinela del afilador...
A Perico el de los Palotes, donde quiera
que navegues...