MADRID DE CAPA Y ESPADA
(Artículo publicado en el suplemento "El
País Semanal" el 9 de noviembre de 2003)
Lope de Vega,
Quevedo, Calderón de la Barca... La quinta entrega de las aventuras
del capitán Alatriste, El caballero del jubón amarillo (Alfaguara),
se desarrolla en el corazón del teatro clásico. Recorremos
los escenarios históricos y sentimentales de la nueva novela de Pérez-Reverte.
Un paseo por un Madrid de hoy, lleno de sorpresas y vestigios del Siglo de
Oro.
Un paseo por el Madrid del capitán Alatriste nos reserva algunas
sorpresas. Exceptuando el alcázar real, una docena de iglesias y
conventos y alguna que otra casona palaciega, el caserío de la capital
se compone de casuchas de tapial y tablas que dan a la ciudad un aspecto
pobre. Las casas de un solo piso no pagan contribución o regalía
de aposento. Por eso se las llama "casas de malicia", para distinguirlas
de las restantes, que son las "de aposento".
En Madrid hay algunas calles y plazas empedradas, pero la mayoría
tiene el piso de barro en invierno y de polvo en verano, y un arroyuelo central
al que van a parar las inmundicias. En el Madrid de Alatriste (como en el
resto de Europa, por cierto) no hay servicio de recogida de basuras ni alcantarillado
que evacue aguas fecales.
A las deposiciones y meadas de las caballerías que transitan por
la calle se suman los desperdicios de las cocinas y las aguas sucias que
los vecinos arrojan a la vía pública. Todo ello se pudre al
sol y apesta, especialmente en verano. Además, los cementerios están
en las iglesias y algunas tumbas mal selladas exhalan la fetidez de los cadáveres
en descomposición. A ello hay que agregar las costumbres antihigiénicas
del vecindario: a falta de retretes públicos, los transeúntes
orinan en cualquier rincón. Un bando municipal de 1639 advierte que
las aguas se deben vaciar por las puertas y no por las ventanas, pero los
criados y las amas de casa siguen vaciando los orinales por la ventana al
tiempo que gritan "¡agua va!", una advertencia que a veces llega cuando
ya se ha recibido la rociada.
Al amparo de la corte existe una numerosa población flotante de
forasteros llegados de las provincias para arreglar sus asuntos en los consejos
(ministerios) o tribunales. Entre los que se ven obligados a residir en Madrid
durante meses, e incluso años, abundan los antiguos soldados que buscan
un retiro honroso después de servir en Flandes o en las Indias. Están
también los numerosos funcionarios de la burocracia estatal, que
requieren cantidad de criados, servicios, hosteleros, tabernas…, lo cual
conforma un mundo abigarrado donde florecen la picaresca y diversos oficios
viles: los ganapanes (criados eventuales), los esportilleros (mandaderos
que ayudan a llevar la compra a casa), los mozos de silla (que llevan al cliente
en silla de manos, antecesores de los taxistas) y los mendigos profesionales.
De estos últimos, en el Madrid de Alatriste hay más de 3.000
censados, que ejercen su oficio en las iglesias, mentideros y mercados. Algunos
se fingen ciegos, otros se abren llagas que refrescan a diario para que no
se cierren o simulan amputaciones inexistentes.
Las mujeres decentes sólo salen a la calle (generalmente a una
iglesia o convento vecino) acompañadas por un caballero, por criados
o por damas de edad. La actitud natural del hombre ante la mujer es el acoso
sexual, disimulado como galantería. "No es considerado hombre cabal",
escribe Bertaut, "quien no acosa y persigue a la mujer que encuentra a su
paso, excepto si va acompañada de hombres".
Durante el día, las calles y plazas principales -la Puerta del
Sol, la plaza Mayor, la plazuela de Herradores- están llenas de gente
en movimiento: los pudientes, en carroza o a caballo; las damas, en silla
de mano cubierta; los pobres, a pie.
La calle es muy ruidosa. Los conversadores tienen que levantar la voz
para hacerse oír por encima de los pregones de los vendedores ambulantes.
Parte de esta animación se traslada, al caer la tarde, al paseo del
Prado, donde los madrileños acuden a lucir sus coches, a ver y a que
los vean.
Cuando anochece, la ciudad se recoge y queda desierta. La gente se acuesta
pronto, pues la iluminación interior es bastante deficiente: en las
casas de los pobres, alguna vela de sebo que da un humazo desagradable, o
simplemente la escasa luz de la chimenea, que hace de cocina y de calefacción;
en las viviendas de los ricos se usan velas de cera o lámparas de
aceite. En la calle no hay más iluminación que la que brindan
algunas lamparillas votivas encendidas a los pies de imágenes de santos
en esquinas y portadas de conventos. A pesar de la cuadrilla de alguaciles
que patrulla las calles principales, las personas juiciosas evitan salir de
noche.
VIVIENDAS.
¿Cómo son las casas por dentro? Las pudientes tienen, en
la planta baja, la cocina y la sala de estar; los dormitorios, arriba, y
bajo el tejado, un altillo donde almacenan las reservas de harina, aceite,
garbanzos, manzanas, etcétera. El suelo está pavimentado con
ladrillos, a veces pintados y barnizados, y cubierto de alfombras. Se comienzan
a usar cristales en las ventanas. En verano se vive en la planta baja, más
fresca, y en invierno, en la alta. La vivienda se compone de salones sucesivos
comunicados entre ellos o, a veces, por un amplio corredor que da a un patio
interior. Las habitaciones principales, con tapices en las paredes, están
en el primer piso y dan a la fachada. El primer estrado, o habitación
de respeto, es un lugar de paso. En el segundo estrado, o de cumplimiento,
se recibe a las visitas: está decorado con espejos y bargueños,
y tiene una tarima, con almohadones, para las mujeres, y una parte sin tarima,
con sillas, para los hombres. El tercer estrado es el del cariño,
o dormitorio de la señora, donde sólo entra la familia.
Para muestra de una casa acomodada se puede visitar la que fue de Lope
de Vega en la calle de Cervantes (antes calle de Francos), hoy restaurada
y convertida en museo del escritor. Es un inmueble de ladrillo y piedra, de
dos plantas y altillo, con ventanas emplomadas. Detrás, el jardincillo
donde Lope de Vega hacía tertulia con los amigos y cuidaba él
mismo un naranjo mientras veía pasar la vida, sin perder su pasión
por ella: "Yo he nacido con los dos extremos, que son amar y aborrecer; no
he tenido medio jamás". En esos tiempos, los de Lope, también
había una mancebía de lujo, Las Soleras, a la que acudía
la gente bien. Las de los pobres, o berreaderos, estaban en otros sectores
de la ciudad.
En la casa del Madrid de los Austrias, incluso si pertenece a personas
acomodadas, no hay cuarto de baño. El retrete es un agujero en el
corral o junto al zaguán, sobre un pozo negro que los poceros vacían
cada pocos años. No hay mucha costumbre de bañarse. Algunos
creen que el baño es propio de moros y, por tanto, sospechoso. Naturalmente
apestan. A veces se queman hierbas olorosas en los braseros (alhucema) o incienso
en las iglesias. También hay sahumerios (humos perfumados que impregnan
cuerpo y ropa) que sahumadores profesionales aplican por una propina.
En las ventas y en los mesones baratos, huéspedes comparten cama.
La costumbre es solicitar "media con limpio", o sea, cama compartida con
alguien que sea limpio, que no contagie de pulgas, piojos, sarna o cualquier
otra enfermedad infecciosa.
Muchas personas viven en casas alquiladas y cambian de vivienda cada año
el día de San Juan, cuando se renuevan los alquileres. Una mudanza
no es trabajosa porque tienen pocos muebles: las camas, un arcón,
alguna silla… Hay arcones para la ropa y para el grano, y un baúl donde
se guardan ropas, documentos, alimentos… Los más ricos tienen bargueños
para las cartas y los documentos.
En la casa del pobre, los muros son de adobe o tapial o de ladrillos partidos
rebuscados entre los escombros de otras casas; los tabiques, de cañas
y yeso; el suelo, de tierra pisada mezclada con cal, que forma una costra
dura. A veces lo tiñen de rojo con almagre.
Existen corrales de vecinos en los que cada familia ocupa una o dos habitaciones
que dan a la galería común. En el patio están los servicios
que todos comparten: un retrete con pozo negro, lavaderos, hornillos para
cocinar… En las ventanas de los pobres no hay cristales: sólo postigos,
que apenas dejan pasar la luz, y lienzos o papel encerado. Las paredes se
blanquean con cal. Las rejas y las puertas se pintan de azul o se barnizan
con aceite usado.
CONVENTOS.
Una buena parte de la población de Madrid (y de España)
ha profesado en religión, en muchos casos para asegurarse techo y
comida a cambio de un trabajo fácil. En los conventos de monjas hay
algunas mujeres devotas, pero también residen, contra su voluntad,
muchachas de padres insolventes que las hacen ingresar en religión
porque no pueden casarlas pagando una dote proporcional a su categoría
social. Felipe IV suele meter en conventos a sus antiguas amantes para asegurarse
de que no tendrán relaciones íntimas con otros hombres. El
convento más famoso -y más pijo- de Madrid es el de las Descalzas
Reales, donde los nobles mandan a sus hijas, con dote, ajuar y criados, para
que vivan con arreglo a su rango y condición y sin incordiar mucho.
Más modesto es el convento trinitario de las Descalzas, fundado
en 1609 en la calle de las Huertas, en el que profesaron una hija de Cervantes,
Isabel, y otra de Lope de Vega, Marcela. En 1629, el joven Calderón
de la Barca violó, espada en mano, esta clausura persiguiendo a un
tal Villegas, que acababa de apuñalar a su hermano en el mentidero
de la calle del León. En su arrebato, Calderón levantó
los velos a varias religiosas para comprobar que ninguna de ellas era Villegas
disfrazado, un incidente por el que Lope de Vega, ya anciano, protestó
enérgicamente.
Las monjas tienen locutorio público, a través de una tupida
celosía, dos veces por semana. Los enamorados o libertinos, los galanes
de monjas, acuden a requebrarlas con regalos y promesas. En algunos conventos
se representan bailes y entremeses, y hasta se practica el sexo con la complicidad
de la autoridad, que hace la vista gorda.
TALENTO Y FAMA.
A lo largo de la calle de las Huertas se extiende el barrio literario
por excelencia. "Nunca diose en otro lugar del mundo", leemos en la quinta
entrega de Alatriste, "semejante concentración de talento y fama;
pues sólo por mencionar los nombres ilustres diré que allí
vivían, en apenas doscientos pasos a la redonda, Lope de Vega en
su casa de la calle Francos y don Francisco de Quevedo en la del Niño;
calle esta última donde había morado varios años don
Luis de Góngora hasta que Quevedo, enemigo encarnizado, compró
la vivienda y puso al cisne de Córdoba en la calle". El racionero
cordobés, que era ludópata irrecuperable, convirtió
su vivienda en casa de conversación, manera fina de designar un garito;
pero la industria no debió de prosperar, dado que estaba sin blanca
cuando Quevedo la compró y se dio el gustazo de ponerle los muebles
en la calle.
Es en la antigua calle de Cantarranas, hoy de Lope de Vega, por donde
se entra a la casa de Cervantes. En la esquina, la ortopedia El Pie de Oro
anuncia remedios para pies planos, juanetes, dedos martillos, espolones,
además de siliconas, un establecimiento que hubiera venido muy a propósito
en los tiempos que evocamos, puesto que Cervantes era manco; Quevedo, cojo,
y el comediógrafo Ruiz de Alarcón, jorobado (sus rivales,
todos gente piadosa, le apodaban Corcovilla y "hombre entre dos platos").
Cerca de la calle del León está la iglesia de San Sebastián
y su capilla de la Novena, venerada por las actrices y que se llenaba de
falsos devotos deseosos de ojear a los famosos.
LANCES DE HONOR.
En el Madrid de Alatriste, el honor se valora por encima de todas las
cosas. El honor es sumamente delicado. Cualquier gesto despreciativo o situación
humillante bastan para que un hombre se sienta deshonrado y exija la inmediata
reparación de la ofensa. No importa que el gesto del ofensor haya
sido involuntario o que el ofendido lo haya imaginado. Los testigos también
han podido imaginarlo y, al hacerlo, lo han convertido en real. El honor
nace de la dignidad propia, pero depende enteramente de la opinión
de los demás. Son ellos quienes dan y quitan el honor. Es sólo
un concepto, pero pocos hombres dudan en matar o morir por él.
Las ofensas manchan el honor del que las recibe y solamente pueden lavarse
con sangre, es decir, con la sangre del que ofendió. La única
reparación posible es la venganza, secreta o pública, porque
sólo el derramamiento de sangre permitirá al ofendido recuperar
su honor. Los contemporáneos de Alatriste son muy celosos y perfectamente
capaces de asesinar a sus esposas por simples sospechas de traición.
También se dan casos en que es la mujer la que agrede al marido infiel.
Barrionuevo cuenta de una esposa celosa que sorprendió a su marido
con otra mujer y "lo asió de las partes bajas, y primero que lo soltó,
dio con él muerto en tierra (…) saliéndose con las criadillas
en la mano".
En Madrid abundan los matones, jaques, matachines y valentones que viven
del negocio de la violencia. Son, por lo general, soldados licenciados sin
fortuna, como el propio Alatriste, o desertores que se buscan la vida actuando
como guardaespaldas o asesinos. Cuando uno de estos jaques topa con la justicia
se acoge a la inmunidad territorial de una iglesia, a salvo de la policía.
La iglesia más solicitada es la de San Ginés, rodeada por un
callejón al que por la noche salen los acogidos a tomar el fresco
y a encontrarse con sus coimas, mientras dos compadres vigilan los accesos
y dan la alarma si se presenta la pasma. En este barrio, en una de las casas
galdosianas, vivía y daba sus clases el maestro de esgrima don Jaime
de Astarola, el memorable personaje de Pérez-Reverte.
En el Madrid apasionado y violento de los tiempos de Alatriste, lo natural
es salir de casa armado -los pudientes, con espada, y los pobres, con un
cuchillo o una navaja- por si llega el caso de tener que defender la vida
o el honor. Los caballeros, además de enormes sombreros o chapeos que
les protegen de las inclemencias del tiempo y de los azares de la vida en
la ciudad -como los rociones de aguas sucias que las gentes arrojan a la
vía pública-, suelen vestir, sobre los jubones, las ropillas
y los sayos, una especie de chaleco llamado coleto que guarda de las heridas
de arma blanca.
BODEGONES DE PUNTAPIÉ.
Junto con el vestido, el gran signo de diferenciación social es
la comida. Los ricos comen carne de carnero, de vaca, de gallina o de cerdo
asada o guisada: una acumulación de carnes con las mismas o parecidas
salsas agridulces excesivamente especiadas con ajo, azafrán, pimienta,
nuez moscada y, casi siempre, canela, azúcar y vinagre. El resultado
son platos pesados y excesivamente picantes para el gusto actual. Las especias
proceden de Oriente y son muy caras, por eso el pobre se conforma con añadir
ajo, perejil y yerbabuena a sus guisos.
Los pobres comen muchas sopas de manteca añeja, ajo y hortalizas
en las que migan el pan. Apenas comen carne, fuera de las vísceras
(corazón, tripas, hígado, pulmones, pancreas). También
completan su dieta con gatos, conejos, animales menores y, a veces, perros:
es sorprendente la cantidad de huesos de perro que aparece en los basureros
de la época. Los mendigos se alimentan de las sobras de los conventos.
Los campesinos hacen dos comidas básicas: migas al amanecer y olla
por la noche; en estío, vinagrillo o salmorejo. Además comen
bellotas, altramuces y algarrobas.
En Madrid hay restaurantes elegantes, llamados figones, y bodegones, o
casas de la gula, más populares. Gozan de justa fama el mesón
de Paredes; el figón de Lepre, donde come Quevedo; los mesones de la
Miel y del Caballero de Gracia, ambos en la Cava Baja de San Francisco; el
mesón de la Herradura, en la calle de la Montera; el de la Media Luna,
en la calle de Alcalá, y el mesón del Peine, en la calle de
Postas. Este último, fundado en 1610, perduró hasta el siglo
XX.
Los madrileños conocen la especialidad de cada establecimiento.
Para degustar una buena empanada de carne picada, especias picantes y almendras
van al mesón de Paredes; para un buen buñuelo, en la plazuela
de Herradores, junto a la taberna. Cerca de allí, en la puentecilla
de San Ginés, hay un despacho donde hacen el mejor manjar blanco de
la Villa y Corte. Este manjar es la perla de las pastelerías, una
pasta de pechugas de gallina, harina de arroz, azúcar y leche. En
cuaresma sustituyen la carne por pescado cecial.
Para economías más débiles están los bodegones
de puntapié, como llaman a los puestos ambulantes de comida y bebida
que se instalan a ciertas horas en las esquinas más transitadas de
la ciudad. En estos bodegones se puede adquirir, dependiendo de la hora,
aguardiente y confitura de naranja, desayuno típico de la corte, o,
si ha llegado el momento de almorzar, alguna olla sobre trébedes con
sopa o guiso de habas, cebollas, carnes hervidas, tocino, callos, refrescos…
Todo el día se pueden degustar los populares buñuelos o empanadas
no tan buenas como las del mesón de Paredes, pero mucho más
baratas: unas empanadas rociadas de pimienta para disimular el hedor de la
carne podrida. Con tanta comida en establecimientos públicos es inevitable
que abunden los gorrones, los que Quevedo llama "susto de los banquetes y
cáncer de las ollas", y más aún las gorronas, las damas
pedigüeñas, que en el paseo o en el teatro sangran a sus galanes
con peticiones de pasteles, empanadas, ciruelas de Génova y jarabes
que pregonan vendedores ambulantes.
El vino se considera un alimento básico, del que se consume generalmente
un cuarto de litro al día por persona, aunque los pobres suelen beber
el aguapié (sucedáneo resultante de regar con agua el orujo
del vino y exprimirlo nuevamente).
Al madrileño le encantan las bebidas exóticas. La más
popular es la aloja, agua con miel y especias (clavo, jengibre, pimienta,
nuez moscada) que suele acompañarse con barquillos y galletas. También
gusta el hipocrás, un compuesto de vino, azúcar, canela, ámbar
y almizcle (a veces incluso con pimienta y clavo) que fabrican confiteros,
buñoleros y hasta los tintoreros. Los menos pudientes toman garnacha,
un sucedáneo del hipocrás que supuestamente se hace con vino,
azúcar, canela, pimienta y especias, pero la verdad es que esta bebida
se presta tanto a las adulteraciones que al final la autoridad la prohibirá.
Hay además agua de canela, invención del francés Jean
Baillaque, y diversas aguas refrescantes que se adquieren en tiendas o en
el paseo: limonada, agua de guinda, agua de cebada…
EL TEATRO.
El teatro es la gran pasión de los madrileños. El programa
cambia cada semana. A la hora de la función, a media tarde, los artesanos
cierran la tienda, se visten de caballeros -espada al cinto, sombrero calado-
y se van al teatro a encontrarse con los amigos y a ojear a las amigas. Los
hombres se sitúan en el patio: los comerciantes pudientes, delante
del escenario, en bancos de madera; los menos pudientes (llamados mosqueteros),
detrás de ellos, de pie. Las autoridades y las mujeres se acomodan
en la cazuela, una especie de gran palco situado sobre la puerta de entrada.
Los nobles y los ricos alquilan para sus familias los aposentos, en las fachadas
laterales. Un aposento vale 12 reales, mientras que la entrada de un mosquetero,
sólo un real o menos. En la sala hay vendedores ambulantes de aloja,
lima y tablillas (pastas de harina, huevo y canela).
El teatro más antiguo de Madrid, en la plaza de Santa Ana, es el
corral de la Pacheca (1583), que en tiempos de Alatriste, cuando triunfaba
en él Lope de Vega, se llamaba corral del Príncipe. Hoy, reedificado
en el siglo XIX, se llama teatro Español.
El escenario está situado frente a la puerta de entrada, sobre
un tablado, y los vestuarios y los corredores con las tramoyas están
detrás. Además de actores tan famosos como Juan Rana o La Calderona
(amante del rey y de Alatriste en la quinta entrega de la serie), el corral
dispone de hábiles tramoyistas capaces de cambiar el escenario en un
santiamén, fingiendo tormentas, mares, desiertos y toda clase de trucos
y efectos especiales, cuya importancia en el conjunto del espectáculo
crece de día en día: ascensos al cielo, rocas que se abren,
paisajes en perspectiva, ríos, fieras… Los actores entran y salen por
los escotillones, orificios practicados en el tablado.
Cuando la obra gusta, los espectadores aplauden. A veces el entusiasmo
es fingido porque los autores sobornan a algunos mosqueteros para que aplaudan.
Si la obra decepciona, los mosqueteros prorrumpen en pateos o silbidos y
arrojan a los actores huevos, frutas o verduras en mal estado, e incluso edificio
(es decir, cascotes de yeso). Puede ocurrir que la bronca resulte más
teatral que la propia representación. Existen camorristas profesionales
contratados para hundir las obras de ciertos autores.
La gente del teatro se reúne en el mentidero de Representantes,
en un ensanchamiento empedrado en la confluencia de la calle del León
con las de Cantarranas y Francos.
CÁRCEL REAL.
En la plaza de la Provincia encontramos el palacio de Santa Cruz, un sólido
y bello edificio de piedra y ladrillo en el que se alojó Alatriste
cuando funcionaba como cárcel de la corte y albergaba al mismo tiempo
los juzgados. En esta plaza de la Cárcel tenían sus covachuelas
muchos letrados, leguleyos y procuradores que pescaban ganancia a pie de
obra como en almadraba. En aquellos tiempos se compraba y se sobornaba, y
el cohecho circulaba como la calderilla: "Ya sabe voacé", nos recuerda
Alatriste, "que en España no hay más justicia que la que uno
compra".
El corazón de Madrid era su plaza Mayor, cuyas losas recorrían,
en plácido paseo, Alatriste y su amigo el alguacil Saldaña.
Hacía pocos años que se había inaugurado, en 1620, con
la beatificación de san Isidro Labrador: "La plaza, con sus casas
altas entejadas de rombos de plomo y reluciendo al sol los hierros dorados
de la Panadería, hervía de regatonas, esportilleros y público
que deambulaba entre carros y cajones de fruta y verdura, redes para proteger
el pan de los ladrones, toneles de vino, tenderos a la puerta de sus comercios
y puestos ambulantes bajo los arcos".
Para eventos importantes, la plaza Mayor se convierte en el gran teatro
de la monarquía, el escaparate de su grandeza y de sus obsesiones.
Los vecinos están obligados a ceder balcones a autoridades y barandas
designados por los alcaldes cuando se celebran los autos de fe, las ceremonias
penitenciales de la Inquisición: fastuosas escenografías barrocas,
a mitad de camino entre acto religioso y jurídico, en las que se decide
la suerte de los reos. También se celebran las corridas de toros,
todavía no profesionales -más rejoneo que otra cosa-, con aristócratas
luciendo caballo, músculo y arrojo.
Más allá de la plaza Mayor y del Arco de Cuchilleros, por
la Cava Baja, se suceden calles y callejas del barrio de Alatriste, del
boticario Fadrique y Juan Vicuña. Por la calle de Toledo suben los
carros de viandas al mercado de San Miguel. Alatriste vive en la calle del
Arcabuz (hoy Bruno), cerca de la bodega del Turco, donde tiene abiertas taberna,
posada y voluntad Caridad la Lebrijana, su amiga y amante.
Por estas callejas, el visitante llega a la plaza de la Villa, quizá
el más bello conjunto del Madrid de los Austrias. De un lado, el Ayuntamiento:
ladrillo, granito y piedra blanca. Del otro, la casa y torre de los Lujanes,
el edificio más antiguo de Madrid, del siglo XV, y la plateresca
Casa de Cisneros, del XVI, que fue residencia del general Narváez,
el más firme sostén de la reina Isabel II, aquel espadón
que, en su lecho de muerte, al ser amonestado por el confesor para que perdonara
a sus enemigos, alzó una ceja, abrió un ojo y le espetó:
"¿Enemigos dice, padre? ¡Yo no tengo enemigos, los he fusilado
a todos!". Respuesta de un bravo que no hubiera desentonado en el entorno
de Alatriste, cuyo fantasma madrileño nos acompaña en este
paseo.
JUAN ESLAVA GALAN