“Siempre desconfío de quienes dicen no tener
obsesiones” |
Jueves,
9 de Mayo de 2013
SILVINA FRIERA
Un buscavidas de buenos modales, argentino hijo de un asturiano, que sobrevive seduciendo mujeres en un transatlántico, es el protagonista de la novela que al escritor español le surgió de los tangos que cantaba su padre y del recuerdo de su madre sacándose un guante
“Yo adivino el
parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno...” En otro
tiempo, en Cartagena, ciudad al sureste de la península ibérica junto al mar
Mediterráneo, un hombre alto y elegante cantaba “Volver”, uno de sus tangos
preferidos, cuando se afeitaba por las mañanas. Su hijo contemplaba la escena y
oía anonadado frases como “la frente marchita”. O “sola, fané y descangayada” –¿de qué se trataría ese comienzo?–, si el padre cambiaba el
repertorio y arremetía con “Esta noche me emborracho”. Muchas letras corrieron
por el río de esas vidas. La genealogía del “bailarín mundano” Max Costa, el
protagonista argentino de la última novela de Arturo Pérez-Reverte, El tango de
Si veinte años
no es nada, veintidós –lo que le llevó escribir El tango de
–¿Por qué el tango y el ajedrez aparecen
profundamente imbricados?
–El tango es
ajedrez también. Siempre he pensado que el ajedrez, que para mí es la
disciplina maestra, casi una religión, simboliza todo. Vale para el amor, para
la guerra, para el trabajo y las relaciones sociales. El de Max y Mecha no es
un amor de tipo sentimental. Es un amor de tipo físico, más carnal, vinculado
con la presencia. Es un amor hecho de movimientos, de acercamientos y
alejamientos, y eso tiene mucho que ver con el ajedrez. Y con el tango. He
pasado muchas horas en Buenos Aires mirando bailar tango. Al ver moverse a
hombres y mujeres y el trazado sobre el suelo, me di cuenta de que el tango es
ajedrez. He oído miles de tangos. Y he leído otra vez a mi escritor argentino
favorito, Roberto Arlt, que es realmente un tango.
–¿Fue deliberado que en una primera instancia
sea Max el gran manipulador hasta que en un momento el eje se desplaza hacia
Mercedes?
–Sí, es una
buena apreciación. Es deliberado porque es como el tango. Uno cree que es el
hombre el que está mandando y cuando se fija bien se da cuenta de que es la
mujer la que está tejiendo la telaraña alrededor del hombre. Lo que dices es
exactamente lo que yo quería hacer: presento a Max como un seductor y después
resulta que está en el centro de una telaraña demasiado compleja.
–Max es un personaje con misterio; muchos
aspectos que cuenta sobre su vida no resultan fiables. ¿Qué opina usted?
–Lo que Max dice
de su vida no es fiable.
–¿Es cierto que fue legionario?
–Sí, eso es
cierto. Hay gente a la que se le ve la biografía en la forma de mirar. Hay
estragos que sólo la guerra puede causar, hay inocencias que desaparecen. Si
Max fue soldado en
–Esa indiferencia queda clara en Niza,
cuando le da lo mismo trabajar para los fascistas italianos o los republicanos.
–He conocido
mucha gente así. He pasado la mitad de mi vida en países en guerra. Y la mayor
parte de la gente lo que quería era que terminase todo de una vez y seguir
viviendo. La indiferencia de Max es estoica. Pero no es un estoicismo culto. No
le viene de haber leído a los estoicos o a Séneca. La vida le ha ido demostrando,
desde muy joven, que no hay causas que merezcan la pena. Max es un hombre
descolgado a quien ese mundo no tiene ninguna idea que ofrecerle.
–Cuando recuerda a su padre asturiano, Max
dice que fue “un hombre con mala suerte, de esos que nacen con la marca de la
derrota y nunca logra quitársela de encima”. ¿El hijo no escapa a esa ley?
–No escapa, es
cierto. Max sabe que el fracaso llega al final. Por eso es tan importante que
sea argentino. Max sólo podía ser argentino por la manera de ver el mundo, por
su trayectoria vital, por su despojo ideológico, por su desarraigo. Un español
habría tenido una visceralidad mayor, impulsos
diferentes a los de Max. La argentinidad, que es muy peligrosa para muchas
cosas, también consuela de muchas otras. Permite montarte un mundo quizá no
siempre real, un refugio analgésico adecuado para sobrevivir.
–Los personajes femeninos están trabajados
por contraste. Hay una mujer que traiciona, Irina, que les vende información a
los rusos; Mecha, en cambio, nunca denuncia a Max...
–Ojo: Irina no
traiciona, ella está jugando su propio ajedrez. Todos luchamos y morimos solos.
La compañía es un espejismo. Eso de que el ser humano está acompañado es
mentira. Una mujer tiene una experiencia mucho más larga e intensa que el
hombre en pelear sola. Lo que en un hombre podría ser deslealtad en una mujer
es otra cosa. Por eso es tan complejo juzgar a una mujer. No es verdad que
seamos iguales; la mujer responde a mecanismos mucho más complejos. El hombre
es un reloj de cuarzo; la mujer es un reloj de ruedecillas que requiere de una
ingeniería minuciosa. Y eso hace que la traición de Irina sea mucho más difícil
de condenar que si Max traicionara.
–En un momento de la novela se afirma que
la peor obsesión de un ajedrecista es la partida aplazada. Para un novelista,
¿una novela aplazada, que no termina de escribir, se convierte también en la
peor obsesión?
–Un novelista es
una obsesión andante (risas). He tardado mucho en escribir esta novela porque
la empecé demasiado joven y me di cuenta de que no funcionaba. Que me faltaba
perspectiva, conocimiento de los personajes y sus conflictos. Entonces tuve la
prudencia profesional de decir “cuando puedas, la harás”. Un novelista es
alguien que camina por la vida con una mochila llena de obsesiones. Tengo la
impresión de que la gente que no tiene obsesiones carece de estímulos. Una obsesión
es un estímulo que te obliga a estar vivo. Siempre desconfío de aquellos que
dicen no tener obsesiones: o mienten o son estúpidos.
–En las primeras páginas de la novela, en
la parte de la excursión arrabalera por Barracas, aparece sutilmente una crítica
al esnobismo de las clases adineradas que se meten en los bajos fondos para
luego ufanarse por haber estado en un lugar peligroso.
–Esa atracción
snob por lo peligroso existe todavía. Pero no es una crítica. No estoy
criticando a esa clase social, estoy describiendo sus costumbres. Le pongo un
ejemplo más radical que el de la novela. Fui reportero de guerra durante
veintiún años, estuve cuatro en Sarajevo. Y recuerdo a varios amigos que iban a
Sarajevo unos días y me pedían: “Oye, llévanos a un lugar peligroso”. Yo los
llevaba a su lugar peligroso y notaba que estaban excitados por el episodio
“casi” turístico que estaban viviendo.
–Uno de los temas de la novela es la
paternidad, pero queda en penumbras, ¿no?
–Hay lectores
que todavía no saben si Max es el padre real o no.
–Mercedes es un personaje ambiguo. No se
sabe si lo de la paternidad es una estrategia para movilizar a Max, ¿no?
–Puede ser,
queda en un territorio ambiguo. Esta novela, paradójicamente, está llena de
precisiones en cuanto a la moda, la ropa, los perfumes. Sin embargo es muy
ambigua en los sentimientos. ¿Se aman de verdad? ¿Es el hijo de él o no? Una
novela, desde el policial más elemental hasta la novela más compleja de Thomas
Mann, debe dejar un montón de territorios ambiguos donde el lector tiene que
moverse; un espacio vacío que tiene que completar con sus intuiciones.
–Si hubiera que resumir metafóricamente El
tango de
–Sí. Esta novela
nace de los tangos que cantaba mi padre y de un guante de mi madre. En aquellos
tiempos las señoras llevaban unos guantes muy bonitos. Mi madre era una mujer
muy guapa y lo sigue siendo. Ahora tiene 90 años y como mi padre murió hace
diez años todos los abuelitos amigos de mi padre la llaman para decirle que
siguen enamorados de ella. Siempre recuerdo un gesto de mi madre, quitándose un
guante. Y me quedó el guante como símbolo, dejar un guante y recuperarlo como
forma de crear un vínculo. En el Diario de los hermanos Goncourt, leí algo que
me hizo acordar de esto: dos guantes se olvidan, pero uno se deja a propósito
(risas).
–¿Por qué un hombre como Max, a pesar de la
edad que tiene hacia el final de la novela, trepa por las paredes y se arriesga
tanto en lo que será su último robo?
–Ni siquiera es por Mecha ni por su hijo. Es su última oportunidad de ser lo que fue. Quiere volver de nuevo a sentir la adrenalina. Por eso cuento en paralelo las dos acciones: cuando él está entrando a la casa de Niza y cuando está entrando a la habitación del hotel de Sorrento. Son dos Max diferentes: uno más ágil y otro más temeroso, cansado, que se agita. Cuando terminé la novela, escribí que camina por el pasillo, silbando “El hombre que desbancó Montecarlo”. Y al corregir añadí las palabras “hacia la nada”. A Max no lo he querido hasta que lo he hecho caminar “hacia la nada”, con esa dignidad tan argentina en el fracaso.