“Viejo tango, viejo ladrón, viejos amantes” |
Lunes,
3 de Diciembre de 2012
FRANCISCO GARCÍA PÉREZ
El tango de la
guardia vieja, lo último de Arturo Pérez-Reverte para quien guste de leer por
leer
Con algunas
novelas de Arturo Pérez-Reverte, sobre todo con las que no pertenecen a la
serie Alatriste, suele ocurrirme el mismo caso que
con las estancias de pocas jornadas en una ciudad desconocida y lejana. Hago
amigos, conocidos y saludados, lo paso muy bien en su compañía, me sorprenden y
divierten tantas veces, me enojan poco o nada (si hay punto de irritación solo
se debe a mi mal carácter), pero luego me alejo de ellos al retornar a casa
para, acaso, no volver a tratarlos apenas y recordarlos vagamente: se me van
sus nombres con el tiempo, se me desdibujan sus caras, conservo un par de
anécdotas... Es decir, soy consciente de que me cargo con futuras aunque leves
nostalgias cada vez que emprendo un viaje o la lectura de una novela, que es un
viaje, sin duda. Así, recuerdo que La tabla de Flandes va sobre una partida de
ajedrez endiablada (y bien que la defendí en su momento, hasta en la tele,
cuando hablar bien de Reverte era excomunión); que El club Dumas es un libro
sobre libros y aventuras; que La piel del tambor es la novela de Sevilla como
El asedio lo es de Cádiz o La carta esférica de la mar o La reina del sur de la
droga. Todas esas (y las demás también y las de Alatriste
lo mismo) me hicieron pasarlo muy bien en su compañía y (en su momento) me
sorprendieron y divirtieron, me enojaron poco o nada, y guardo de ellas un
recuerdo vago y una leve nostalgia. ¿No será todo ello bastante y sobrado para
lo que pretende un adicto a la lectura como un servidor? Pedir más (recuerdos
imborrables, páginas arrebatadoras, lágrimas del espíritu o conmociones psicológicas
quizá ya pertenezcan al terreno de la adolescencia, de las primeras lecturas).
De modo que El tango de la guardia vieja, esa novela preñada de subnovelas (como parece ser la moda hoy), me ha llenado
tres tardes otoñales, la he leído sin dificultad ni diccionario ni presa de
abismos cognitivo- conductuales psicoanalíticos, y no tengo el menor empacho en
recomendarla a quien lea por leer, a cualquiera que me pregunte por una novela
para volar un poco a Buenos Aires, a Niza, a Italia, a saber de tangos, espías,
robos, amores o Amor, y, sobre todo, a quien no se corte cuando ve escrito que
el tiempo pasa y pasa que se las pela y barre con todo: como a Max Costa y a
Mecha Inzunza, la pareja protagonista, les ocurre en
sus tres encuentros, desde que eran jóvenes y arrebatados hasta que son mayores
aunque sigan arrebatados. Me temo que no otra cosa pretende su autor.
Max Costa es
bailarín mundano o acompañante en su Buenos Aires natal, años 20 del XX. Allí
conoce a Mecha Inzunza, hermosísima esposa de un fatuo
músico que pretende componer el tango más tango de todos los tangos, para darle
en las narices a su amigo Ravel y a su dichoso bolero. Barrio, barrio, malevos,
facones, fanales, conventillos, putas, alcohol devastador y baile de tangos a
lo clásico, a la verdad. Un collar de perlas por el medio, el amor que nace
entre ambos, la separación. Se volverán a ver en
Como soy algo
aficionado al ajedrez, mucho a los tangos, todo a las novelas de espías, mala
tendría que ser la cosa para no haber disfrutado con El tango de la guardia
vieja. Pero, como escribí al comienzo, mi mal carácter hace saltar un punto de
indignación en estos viajes. Así, llevé con poca paciencia algún párrafo,
digamos, erótico: «En el Negresco, mientras arreciaba
la lluvia, repiqueteando con fuerza en los cristales, los dos se acometieron
con una pasión desesperada e intensa parecida a un combate: avidez silenciosa
excepto para gruñir, golpear o gemir, hecha de carne encendida y tensa, de
saliva cálida, alternada con imprecaciones súbitas, procaces?».
Podía haberse hecho mejor, seguro. Y, como soy un tiquismiquis, ¿no se podía
haber citado bien el poema de la página 325? ¡Ay, las menudencias, cómo el paso
del tiempo hace que uno repare en ellas! Qué más darán.