“Del héroe cansado al héroe melancólico” |
Martes,
11 de Diciembre de 2012
BURNEL
Terminar el
libro y volver a empezarlo. Sentir esa zozobra en el cuerpo de que el libro te ha hecho pensar, te ha
tocado en tus rincones, en tus sentimientos, en tus secretos…
Del héroe
cansado al héroe melancólico. De Macarena Bruner (La
piel del tambor) a Mecha Inzunza, pasando por la
inigualable Teresa Mendoza (La reina del Sur). De Lucas Corso (El club Dumas),
joven, audaz, atrevido, a Manuel Coy (La carta
esférica), al que a veces te daban ganas de abofetear, por el simple hecho de
seguirla como un perro. Ahora estamos ante Max Costa. A Max hay que quererlo. Hay que enamorarse
hasta las cachas y disfrutarlo, aunque sea, una vez en la vida: en esta primera
y virgen lectura del libro. “Tan limpio siempre, pese a sus canalladas. Tan
sano. Tan leal y recto en sus mentiras y traiciones. Un buen soldado”.
Max es el héroe
cansado, indudablemente, pero con la vista puesta en los años, en la melancolía
tan profunda que te acompaña a lo largo de toda la lectura. Max es mundano, quizá asuma el papel que, en
otras obras, asume la mujer superviviente. En eso se parece a Teresa Mendoza. Y
a Pepe Lobo (El asedio), pero con maneras. Por eso la reiteración de mundano
como calificativo al bailarín. Porque Max es un superviviente del mundo y de
sus circunstancias. Allá en su Argentina natal, en el episodio crucial el del
Hotel Ritz de Barcelona, con apenas dieciséis años, que solo es capaz de recordar
desde el cuajo y la tranquilidad de los años. Envuelto en la turbia historia
del tango de De Troeye, mezclado con Mecha, cuando es
la mujer de su vida aunque ella se niegue a escucharlo. “Ni se te ocurra Max.
Si dices que fui el gran amor de tu vida, me levanto y me voy“.
Esa especie de
tristeza lánguida, que nos contagia el Jefe: ese pasar del tiempo, a veces tan garcilasiano —“como se viene la vida, como se pasa la
muerte, tan callando”—. Ya no contamos pecas sobre la piel de Tánger Soto;
ahora nos miramos el dorso de las manos convulsivamente, para ver cuántas
manchas de vejez han aparecido en ellas.
El libro está
hecho de silencios. Silencios que hemos aprendido a interpretar desde que Adela
de Otero (El maestro de esgrima) intentaba su estocada perfecta. Silencios de
Teresa Mendoza —para mí, el héroe cansado por excelencia— y la mujer mejor
modelada y a la que más se le ha abierto los rincones, con diferencia, de todas las mujeres revertianas. Teresa le ha prestado muchos matices a Max
Costa.
También es
verdad que Mecha Inzunza, en la primera parte del
libro, es superviviente de su propio mundo: es guapa y lista, y tiene dinero.
Punto. Muy Lolita Palma, pero sin pegar sello. “Te asombraría lo que tener
dinero simplifica las cosas”. Pertenece a una sociedad de la que tampoco quiere
salir. Se adapta a lo que hay. Luego, en Sorrento, se hace más humana. Descubre
secretos, no tan turbios, que la hacen más mujer. Y sobre todo, sorprende, que
es la primera vez que vemos la dependencia de la mujer a su propio útero. Las
tramas, tan bien estructuradas que cuando estás en Niza quieres volver a
Sorrento, y cuando estás en Sorrento quieres ir de nuevo a Niza: esas
estructuras paralelas solo las consigue el maestro. El derroche de detalles.
Esas frases lapidarias, cortas, precisas como pequeñas puñaladas en nuestra
propia conciencia y en nuestra propia memoria: “la única libertad posible es la
indiferencia”.
”Soy un viejo
como cualquier otro, que ha conocido el amor y el fracaso”. Y a partir de ahí,
todos hemos envejecido. Por todos han pasado los veintidós años. Unos los
llevamos mejor y otros peor. Todos conocíamos las reglas, las maneras, el
tablero de ajedrez, el peón en su casilla, el sable y el caballo, el cazador,
la mochila, la fiel infantería… Pero nunca nos imaginábamos que nos darían un
revolcón en nuestras propias vidas, a través de la vida, tan distinta
probablemente, de Mecha y Max. “Has envejecido, y no hablo del físico. Supongo
que les ocurre a todos los que alcanzan alguna clase de certidumbre…”
Y ahora decidme
blanda: el remite de la carta con los nombres de Barbaresco
y Tignanello, después de haberles cogido cariño de
secundarios, me humedecieron los ojos;
pero el collar y el guante son de una intensidad brutal: tan real, tan
romántica, tan nostálgica, tan llena de dignidad de quien se sabe sin futuro y
solo con pasado y presente, que ahí me dije, suelta trapo. Y vaya si lo solté.
Esas tres
últimas páginas de la novela, son el resumen de una vida. De todas las vidas. Y
yo me he quedado colgada de Max. Supongo que ser lector revertiano
imprime carácter, como el sacerdocio o la prostitución.
“Es agradable
ser feliz, pensó. Y saberlo mientras lo eres“. Y yo me he sentido inmensamente
feliz estos últimos veintitantos días. Solo me queda volver al Buenos Aires de 1928, embarcarme de nuevo
y volver a soñar con ese tango sin música en la sala de palmeras del Cap
Polonio.