“Enamorarse de Mecha” |
Lunes,
10 de Diciembre de 2012
VIRGINA MENDOZA
Si alguien es
capaz de enamorarse de su personaje y de traerlo a la realidad para contagiar al
lector de ese amor, Arturo Pérez-Reverte, que lleva tiempo
haciéndolo de manera sucinta pero prometedora, ha conseguido, en
‘El tango de
Lo que sí podemos reprochar al autor en lo que a la creación de personajes respecta, es que, si bien Mecha es una mujer inusual, misteriosa y, en definitiva, un personaje generalmente rico, Max Costa la supera. Si la idea de crear una protagonista de esas que, según Pérez-Reverte, serán la protagonista por antonomasia de la literatura que viene, como él mismo comentó en alguna entrevista, ha caído en la trampa de enriquecer con mayor profusión a quien pretendía ser su sombra, su amante eventual convertido en amor que, triste o acertadamente, según el gusto, la eclipsa.
Pérez-Reverte
recrea la vida de un pícaro entrañable, un ladrón de
alcoba, y de una mujer bien y mujer fatal convertida en madre incondicional y
obsesiva. Sus diálogos brillan en tres momentos y en tres lugares del
siglo XX y del mundo (Buenos Aires, Sorrento y Niza). Tres destellos de un amor
imposible e improbable, de ese que marca la vida con cuentagotas y deja un poso
de los que no se van. Sin seguir un orden lineal y con descripciones visuales,
‘El tango de
El tango de la guardia vieja evoca la nostalgia de casi todos los autores que superan los sesenta, cuyos protagonistas reflexionan sobre la vejez, sobre el tiempo perdido, miran su propia juventud con más pena que envidia, tienen más certezas que dudas y, sobre todo, saben lo que es el amor. La nueva novela de Pérez-Reverte no es ni más ni menos que una historia de amor, impropia de su autor pero narrada con gran tino. Se ha enfrentado a la peligrosa barrera que separa lo cursi de lo vulgar cuando de contar una historia de amor (y sexo, claro) se trata.
Pérez-Reverte
sigue demostrando que es un gran contador de historias, aunque la manera de
contarlas pueda convertirle en un autor de best-sellers
cinematográficamente viables. En ‘El tango de
-Vivías en territorio enemigo -añade al fin-. En plena y continua guerra: sólo había que ver tus ojos. En tales situaciones, las mujeres advertimos que los hombres sois mortales y vais de paso, camino de un frente cualquiera. Y nos sentimos dispuestas a enamorarnos de vosotros un poquito más.
-Nunca me gustaron las guerras. Los tipos como yo suelen perderlas.
-Ahora ya da lo mismo -ella asiente con frialdad-. Pero me gusta que no hayas estropeado tu sonrisa de buen muchacho…Esa elegancia que mantienes como el último cuadro en Waterloo. Me recuerdas mucho al hombre que olvidé. Has envejecido, y no hablo del físico. Supongo que les ocurre a todos los que alcanzan alguna clase de certidumbre…¿Tienes muchas certidumbres, Max?
-Pocas. Sólo que los hombres dudan, recuerdan y mueren.
-Debe de ser eso. Es la duda la que mantiene joven a la gente. La certeza es como un virus maligno. Te contagia de vejez.