“Enamorarse de Mecha”

 

Lunes, 10  de Diciembre  de 2012

 

VIRGINA MENDOZA

 

Si alguien es capaz de enamorarse de su personaje y de traerlo a la realidad para contagiar al lector de ese amor, Arturo Pérez-Reverte, que lleva tiempo haciéndolo de manera sucinta pero prometedora, ha conseguido, en ‘El tango de la Guardia Vieja’ (Alfaguara, 2012), recrear a la musa definitiva: una mujer con nombre de detonante y personalidad de polvorín que enamorará a lectores y lectoras independientemente de su orientación sexual. Mecha Inzunza es una diosa reciente que, a medida que envejece, pasa de estar a la altura de la Maga de Julio Cortázar a la de la Elisabeth Costello de JM Coetzee.

 

Lo que sí podemos reprochar al autor en lo que a la creación de personajes respecta, es que, si bien Mecha es una mujer inusual, misteriosa y, en definitiva, un personaje generalmente rico, Max Costa la supera. Si la idea de crear una protagonista de esas que, según Pérez-Reverte, serán la protagonista por antonomasia de la literatura que viene, como él mismo comentó en alguna entrevista, ha caído en la trampa de enriquecer con mayor profusión a quien pretendía ser su sombra, su amante eventual convertido en amor que, triste o acertadamente, según el gusto, la eclipsa.

 

Pérez-Reverte recrea la vida de un pícaro entrañable, un ladrón de alcoba, y de una mujer bien y mujer fatal convertida en madre incondicional y obsesiva. Sus diálogos brillan en tres momentos y en tres lugares del siglo XX y del mundo (Buenos Aires, Sorrento y Niza). Tres destellos de un amor imposible e improbable, de ese que marca la vida con cuentagotas y deja un poso de los que no se van. Sin seguir un orden lineal y con descripciones visuales, ‘El tango de la Guardia Vieja’ es una de esas novelas cinematográficamente fáciles a las que su autor nos tiene acostumbrados y firme candidata a convertirse en película. O en tango. Se trata, en definitiva, de una metáfora de las relaciones entre hombres y mujeres y de una reflexión sobre cómo han cambiado en los últimos tiempos: el tango o la relación sentimental como ese resorte de la sociedad en el que la mujer es sujeto pasivo que se deja llevar en apariencia, pero que en realidad no suelta las riendas.

 

El tango de la guardia vieja evoca la nostalgia de casi todos los autores que superan los sesenta, cuyos protagonistas reflexionan sobre la vejez, sobre el tiempo perdido, miran su propia juventud con más pena que envidia, tienen más certezas que dudas y, sobre todo, saben lo que es el amor. La nueva novela de Pérez-Reverte no es ni más ni menos que una historia de amor, impropia de su autor pero narrada con gran tino. Se ha enfrentado a la peligrosa barrera que separa lo cursi de lo vulgar cuando de contar una historia de amor (y sexo, claro) se trata.

 

Pérez-Reverte sigue demostrando que es un gran contador de historias, aunque la manera de contarlas pueda convertirle en un autor de best-sellers cinematográficamente viables. En ‘El tango de la Guardia Vieja’, apenas hay frases que subrayar, que digan algo por sí mismas sin depender del todo, sin formar parte de una trama que engancha y punto. Algo así pensé hasta casi la mitad del libro, donde los diálogos se tornan gradualmente sublimes. Entonces cambié de idea y cuando cerré el libro, supe que era la mejor novela que he leído de su autor. Un ejemplo de cómo me convenció de esta idea que, tras más de una semana de asimilación, mantengo:

 

-Vivías en territorio enemigo -añade al fin-. En plena y continua guerra: sólo había que ver tus ojos. En tales situaciones, las mujeres advertimos que los hombres sois mortales y vais de paso, camino de un frente cualquiera. Y nos sentimos dispuestas a enamorarnos de vosotros un poquito más.

-Nunca me gustaron las guerras. Los tipos como yo suelen perderlas.

-Ahora ya da lo mismo -ella asiente con frialdad-. Pero me gusta que no hayas estropeado tu sonrisa de buen muchacho…Esa elegancia que mantienes como el último cuadro en Waterloo. Me recuerdas mucho al hombre que olvidé. Has envejecido, y no hablo del físico. Supongo que les ocurre a todos los que alcanzan alguna clase de certidumbre…¿Tienes muchas certidumbres, Max?

-Pocas. Sólo que los hombres dudan, recuerdan y mueren.

-Debe de ser eso. Es la duda la que mantiene joven a la gente. La certeza es como un virus maligno. Te contagia de vejez.