“El fracaso elegante” |
Sábado,
24 de Noviembre de 2012
JOSÉ
BELMONTE
El inolvidable Francis Scott Fitzgerald,
autor de 'El gran Gatsby' y 'Suave es la noche',
definió la generación a la que él pertenecía -la denominada, no sin argumentos,
'Lost Generation'- como
aquella que, a su llegada, había encontrado todos los dioses muertos, todas las
guerras combatidas y la fe en el hombre destruida. La mejor narrativa
occidental del siglo XXI bebe, sin duda, en esas aguas turbulentas. De ahí la
publicación de novelas que se mueven entre el sueño y el desencanto, que
reivindican, de manera categórica, una estética de la derrota.
Max Costa y
Mecha Inzunza son los personajes que más hondamente
llegan al lector de esta novela. Como Lucas Corso o Teresa Mendoza en obras
precedentes. Solo que ya han pasado algunos años y Arturo Pérez-Reverte parece
más curtido, menos piadoso, más exigente. Pero no conviene dejar en el olvido a
aquellos otros personajes que, desde su condición de secundarios, están
construidos con apenas unas cuantas y certeras pinceladas. Nos vienen a la
memoria, si hacemos un rápido recorrido por toda su narrativa, el inolvidable
Agapito Cárceles, de 'El maestro de esgrima', Muñoz, de 'La tabla de Flandes',
el padre Ferro, de 'La piel del tambor', el Piloto, en 'La carta esférica', y
tantos otros. En 'El tango de la guardia vieja' podríamos destacar a Armando de
Troeye, que pertenece a esa clase de individuos «que
se comportaban como anfitriones incluso en mesas ajenas». De Troeye, como Astarloa con su
estocada, convierte en su Santo Grial la búsqueda del tango perfecto en su
vertiginoso descenso a los infiernos de Buenos Aires, acompañado por su
particular Virgilio y su Beatrice.
Sorel, Rastignac
y el Pijoaparte
Pero prefiero a
un personaje mucho más gris, que apenas aparece en la novela y, sin embargo,
llena con su sombra estas páginas: un tipo que lleva implícita la
incomprensible locura de la que se nutrió
Max y Mecha son
dos creaciones genuinamente revertianas. A la altura
de Corso, Alatriste, Macarena Bruner
o Teresa Mendoza. El uno, con tanta inteligencia que es capaz de disfrazar de
artificio las propias emociones. Un tipo diestro en colocar apuntes ajenos para
improvisar palabras. Un lobo solitario que, a pesar de haber perdido sus
colmillos, explota lo que sabe y lo aplica en el momento preciso. Max es un Pijoaparte refinado y posmoderno. Y también la alargada
sombra del Rastignac zolesco y el Julián Sorel stendhaliano. Se vale de su portentoso físico para llegar a
lugares donde ningún ser humano podría imaginar. La otra, Mecha, es una de esas
mujeres que ayudan a comprender el tiempo en que nos ha tocado vivir. Una de
esas damas en apariencia inalcanzables, «con las que se soñaba en los sollados
de los barcos y en las trincheras de los frentes de batalla». Entre ambos,
entre Max y Mecha, queda resumido el mundo. El origen y el destino del ser
humano. Y también la belleza, la ternura, la sagacidad, el glamur,
el fracaso, la ambición y la derrota.
Jirones de vidas tristes
Como el ya
citado Scott Fitzgerald, Arturo Pérez-Reverte, que ha llegado a la plenitud de
su arte narrativo, se decanta, en estas páginas que ahora nos lega, por la
construcción elegante, por el diálogo chispeante, sin dejar de lado esas frases
lapidarias, sentenciosas, categóricas, a las que nos tiene acostumbrados: «Un
hombre debe saber cuándo se acerca el momento de dejar el tabaco, el alcohol o
la vida». Suenan, asimismo, los ecos de su viejo oficio de reportero, de sus
artículos semanales. Es el Pérez-Reverte más divertido y sorprendente: «El
ambiente era artificial, deliberado, entre apache tardío y surrealista rancio».
Pero, junto a ello, destacan ciertas imágenes, tan comprimidas, tan originales,
tan repletas de vida, que se asemejan a las greguerías del celebrado Gómez de
Se trata, en cualquier caso, de un relato de extremado riesgo, en el que el autor ha jugado con distintos espacios y diferentes tiempos, unidos artesanalmente, con pericia y sagacidad, a través de ciertas técnicas cinematográficas de fundidos y encadenados, que resultan incluso divertidos para el lector, a quien, desde las primeras páginas, exige su colaboración para desentrañar los misterios de esta novela casi interactiva: el significado de una película, el origen de una cita, el título de una canción. Una obra, en fin, marca de la casa. Cien por cien revertiana. Con sus obsesiones de siempre. Esas que lleva en su mochila a donde quiera vaya: Troya y la vida, resumida en un tablero de ajedrez. Y la inútil lucha contra el tiempo.