La literatura me ayuda a estar en paz
La lucidez es su virus, la dignidad su valor, la consecuencia su virtud y el escepticismo su refugio. Suena a las divisas del héroe por lo rotundo y ambicioso y, desde luego, lo son. Son las características de los héroes que Arturo Pérez-Reverte describe en su particular gesta literaria, pero también es la parte de su vida que se transparenta en sus novelas. Periodista y reportero de guerra durante más de veinte años, el autor de La carta esférica ha depurado su propia ética y la fidelidad a esos pocos valores es su seña de identidad. Cuando en 1994 se despidió del periodismo con la publicación de Territorio comanche, cerró una etapa de su vida para dedicarse de lleno a la literatura. Para entonces ya había escrito algunas de las novelas El maestro de esgrima, La tabla de Flandes y El club Dumas que le han dado fama mundial y con las que ha cosechado buena parte de los premios literarios internacionales más prestigiosos. Pero sus comienzos en esta España cuya memoria él se empeña en recuperar no fueron precisamente fáciles. Hoy es el escritor español más vendido dentro y fuera de su país, pero quizá deba mucho a la crítica y a la comunidad literaria española, que le recibieron con beligerancia y, en el mejor de los casos, con indiferencia. Ése fue su punto de apoyo para estimular su orgullo y su tenacidad inmensas. Ése fue el acicate para dar su lección de solvencia narrativa y de rigor histórico con una obra que hoy ya es inatacable. Basta contemplar su enorme biblioteca, ordenada como la ordenan los buenos lectores, por asociaciones y referencias privadas, para comprender todo lo que hay detrás de esas novelas, cuya única ambición, por otra parte, es la de divertir al que las escribe y con las que ha atrapado a millones de lectores, a quienes ha convertido en cómplices, y gracias a los cuales ha conquistado su libertad. Menos insolente de lo que se le supone, y mucho más cordial de lo que se le concede, Pérez-Reverte es hoy como su capitán Alatriste, un héroe melancólico que vive a espaldas de la fama porque, como el que realmente ha vivido, sabe que de lo primero que hay que protegerse es de falsas vanidades.
- Alatriste nació con la voluntad de ser una novela juvenil. ¿Lo ha conseguido?
- Alatriste empezó como un divertimento, como un capricho personal. Me dije: «Bueno, para desengrasar y para jugar, voy a hacer una novela de aventuras». El éxito que ha tenido me ha obligado a replanteármelo, pero lo que no quiero es volverlo serio. Quiero mantener su tono lúdico. Personalmente fue un pretexto para releer otra vez a los clásicos del siglo XVII y jugar con los estereotipos de la época. Tenía esa voluntad de ser una novela juvenil, pero ha entrado todo tipo de público, el de doce años y el adulto. Lo que nació como una diversión se ha convertido en una obligación y, aunque lo hago con mucho gusto, hay que tener en cuenta que mis novelas son las otras. Esto sigue siendo un divertimento desbordado por la expectativa.
- Lo más difícil de elaborar en Alatriste es su lenguaje. ¿Por qué se esmera tanto en recrear el lenguaje del XVII?
- Hacer una novela con lenguaje del siglo XVII sería anacrónico. La cuestión era encontrar un lenguaje híbrido, que tuviese el aroma de lo clásico pero que fuese accesible. Esa aparente facilidad no lo es: he tardado mucho en llegar a ese lenguaje, recuperando palabras antiguas que se entiendan en el contexto sin tener que ir al diccionario. Ha sido un desafío complicado pero divertido.
- Si el objetivo es aproximar los clásicos a los lectores jóvenes, ¿ese lenguaje no actúa como disuasorio?
- Era un riesgo. Pero lo que no puedes hacer es un libro absolutamente fácil; el lector tiene que poner de su parte. Ésa es mi dignidad como autor: mantener un nivel. Yo quiero escribirlo así y que el lector haga un esfuerzo; que juegue según las reglas.
- Creo que, más que lectores, usted busca cómplices.
- Básicamente es eso. Te gustan los mosqueteros y toda la literatura importada que nos ha nutrido de niños, pero, además, tenemos nuestro propio mundo. Mi teoría es que el teatro del siglo XVII fue tan intenso que los temas de capa y espada quedaron machacados y casi nadie los retomó después. Los héroes de ficción siempre eran de otros países los mosqueteros, Perceval, etc., pero nadie hablaba de mitos españoles, cuando nuestra cantera de aventureros y de peripecias es riquísima y, además, tienen un entronque clásico: ahí están Quevedo, Lope o Calderón. Se trataba de meterse de lleno en la cultura y la lengua española del siglo XVII.
- ¿Y no es mejor recomendar directamente a los clásicos?
- Alatriste lleva a ellos. Con él pretendo acercar el mundo de la aventura al mundo de la cultura sin que resulte erudito ni cargante. Que el culto lo lea con un guiño cómplice y el lector inocente como un libro de aventuras, y que al mismo tiempo le queden cosas en la cabeza. Éste no es un proyecto improvisado, sino muy calculado. Si uno lee despacio estas novelas aparentemente fáciles, se da cuenta de que hay en ellas una cantidad de información tremenda.
- Desde el punto de vista del rigor documental son inatacables, desde luego. Aunque no sé si es tan lícito alterar los versos de Quevedo...
- No los altero, juego con ellos. Nadie sabe en realidad si Quevedo los escribió para Alatriste o no. La cosa es jugar con la realidad y con la ficción.
- En éste como en otros de sus libros hay una reivindicación romántica, incluso de la muerte, tal y como se mataba en el siglo XVII.
- Entonces morirse era muy fácil. En aquella España se mataba mucho y lo políticamente correcto no tiene nada que ver con lo de hoy. El peligro era caer en la tentación imperial. Los de Alatriste son libros durísimos: hay en ellos una crítica tremenda al clero, a la aristocracia... Pero creo que ayudan a entender la España de ahora. Alatriste recorre el siglo XVII. Cada volumen se ocupa de un aspecto: la guerra de Flandes, la Inquisición, la Monarquía... y éste último es sobre la economía y el oro de América. Así, como sin querer, el lector llega a tener un conocimiento de la época, se divierte y además le queda un poso. Ése era el reto. El franquismo lo contaminó todo. Y la reacción fue: «Borrémoslo todo». Pero hay que mirar atrás con lucidez.
- Son libros millonarios en ventas. ¿Puede dar cifras?
- No suelo darlas, porque como todo el mundo miente con las cifras, me da mucha vergüenza que piensen que yo también miento. Por eso he prohibido a mi editorial que dé las cifras de venta.
- Entre aquella época y la actual, ¿cuál sale beneficiada en el balance?
- Yo no prefiero aquella época a ésta, que quede muy claro. Prefiero ésta, evidentemente. Lo que pasa es que entonces hasta en la vileza había unos valores. Somos peores o, mejor, somos más limitados, más torpes y superficiales. Hasta en la vileza somos más vulgares. Pizarro, Cortés, toda esta gente son unos necios, y lo que hacen en México es una barbaridad; pero esa barbaridad tiene grandeza. Son cuatro desesperados que no quieren estar aquí, lamiéndoles las botas a los reyes, ni a los aristócratas, ni a los curas, y dicen: «Me voy a América, y reviento o vuelvo rico»; y se hacen ricos, y arrastran una epopeya. Ahora somos igual de ambiciosos, igual de viles y de crueles, pero no tenemos grandeza. No tengo nostalgia de esos tiempos; era una época muy dura, oscura y sucia, y la Iglesia, como la monarquía y la aristocracia, dañó mucho a este país, pero no puedo menos que lamentar la ausencia de grandeza. Y lo que hago es decir: «Éramos igual de hijos de puta, pero había una diferencia». España se desangra en guerras estúpidas, pero por ideas. Tenía una idea - imperial, europea, religiosa. España hace barbaridades en el mundo, pero, al mismo tiempo, hace cosas grandes. Ahora la única idea es el dinero.
- ¿Qué valores reivindica?
- Cuando palabras como «patria», «honor», «bandera», «religión»..., que nos enseñaban a escribir con mayúsculas, se escriben con minúsculas; cuando los grandes valores y las grandes ideas no valen, ya no hay consuelos. Antes morías e ibas al cielo. Morías por la patria y eras un héroe. Ahora eso ya nadie se lo cree, porque es un engaño. ¿Qué ocurre? Que el ser humano necesita algo para consolarse, y ese algo, para mí, es la dignidad, la única virtud que todavía consuela . Por eso los únicos valores que en Alatriste se defienden realmente son el coraje y la dignidad.
- Alatriste es un héroe muy melancólico.
- Todos mis héroes están cansados.
- ¿Lo único que nos protege es el escepticismo?
- No me gusta citar, pero decía Steiner que el escépticismo es una verdad cansada. Y Alatriste es un estereotipo, tiene el virus de la lucidez. Tú contraes la lucidez como contraes el sida o la gonorrea y hay cosas que ya no te valen, palabras que dejan de tener sentido, y te dices: «A cambio de eso, ¿qué me queda? ¿Qué me ayuda a seguir viviendo cada día con la cabeza alta?» El valor y la dignidad..., las virtudes de mi héroe.
- ¿Dónde cifra usted su dignidad?
- La cuestión es que, tengas razón o no, sea cierto o no lo que estás defendiendo, seas consecuente con lo que eres y crees. La mayor vileza es renegar de aquello en lo que crees; aceptar o transigir por la foto en el suplemento literario de turno, porque el presidente del Gobierno te lleve a
cenar, o por lo que sea. Doblegarte y aceptar aquello humillante que crees que no debes hacer. Por eso miro tanto el ser consecuente con el trabajo bien hecho. Creo que es el único valor que tiene importancia de verdad: la consecuencia. Ser fiel a lo que eres, aunque seas un hijo de puta. Prefiero un asesino consecuente que un ambiguo oportunista.
- Tiene una atracción fatal por lo mercenario.
- Es que tengo algo de mercenario. Yo quería ser un reportero. Salgo al mundo con veinte años creyéndome que mis reportajes pueden ayudar al mundo y luego me doy cuenta de que no, de que mi trabajo es hacerlo lo mejor posible; contar lo que hay y que los demás saquen sus conclusiones. Voy a la guerra por ambición, por la aventura y por ideas, y después me meto en la guerra porque es mi trabajo y me interesa hacerlo lo mejor que puedo. Admiro mucho a aquél que, sin fe, cumple con su trabajo; porque si tienes fe está chupado. Si tienes fe puedes ser mártir, héroe; no hay ningún problema: cualquier imbécil puede ser héroe. Si tienes fe, ¿qué mérito tiene? El mérito está en, sin creer en lo que estás haciendo, hacerlo porque es tu deber. Ésa es la verdadera virtud, la única posible en este mundo. Cuando eres lúcido no puedes tener fe. La lucidez te la arranca. Y te quedan esas cuatro o cinco palabras.
- Eso es ser fiel a uno mismo.
- No sólo a uno mismo sino incluso a la idea que te has hecho de ti mismo. Fiel a tus amigos, a tu mundo, a tu territorio. Eso no quiere decir que no evoluciones, pero vuelvo a la idea de ser consecuente, y ésa es la gran virtud que doy a mis personajes.
- Ha sido un escritor muy atacado.
- Atacado en España. Si coge el suplemento literario del New York Times o de cualquier otro país...
- Pero usted vive aquí. Defiéndase de esos ataques.
- Nunca me he defendido de esas cosas. La única cosa que hago es que, cuando me atacan, contesto.
- Se le ha acusado de altanero, de aliterario, de mercantilista, de trivial. Hay una serie de tópicos que funcionan en torno a su figura.
- Eso ocurre sólo en España. Yo publico en veintitantos países y en treinta lenguas, con lo cual, si tenía algún complejo al principio, ya se me ha quitado. ¿El porqué de esos ataques? Soy periodista; empecé como periodista. Nunca he formado parte del mundo literario. Y nunca he estado en grupos, ni he tenido amigos escritores, ni amigos editores, ni asisto a mesas redondas... He sido siempre un forajido, en el sentido literal del término. Un intruso. Empiezo a escribir mis novelas El húsar, El maestro de esgrima cuando todos los críticos propugnan que hay que escribir como Benet, como Ferlosio, como Faulkner. Y yo, que he leído a todos esos autores con muchísimo gusto, digo: «Señores, hay una literatura que no tiene que ver con eso, que es tan digna como ésa y que es perfectamente compatible». ¿Por qué debo renegar de Agatha Christie, si he sido feliz con ella y me ha dado mecanismos narrativos tan importantes como los que me ha dado Dostoievski? Para mí, el concepto de literatura nunca ha sido de habitaciones separadas. El mundo es una biblioteca enorme en la cual hay un lector que conecta todos esos libros. Tan decisivo ha sido leer La isla del tesoro como La cartuja de Parma o La montaña mágica. Y eso lo decía cuando llegué a la literatura y empecé a escribir: «¿Por qué puñetas tengo que escribir como Benet? ¡Pues no, señor!» El grupo Herralde Marías, Azúa era lo que estaba en aquel momento en boga. Jamás he atacado a ningún escritor español, salvo que me ataquen. Pero me obligaban a elegir. La presión de los foros culturales me obligaba a posicionarme. «¿Tú eres benetiano o eres de literatura barata?», preguntaban. Y yo: «Bueno, si hay que elegir, me voy a la literatura barata». Era una cuestión de dignidad personal. «Todo es compatible, pero si queréis que elija, me cago en Benet»..., aunque como lector me ha gustado mucho siempre. Digamos que lo que hice fue que cargué el argumento por ese lado. Pero cualquiera que lea un libro mío sabe que ahí hay todo tipo de lecturas. Me limité a defender una casilla en el tablero de ajedrez de la literatura en España. Para mí tan digno era el Mendoza de El laberinto de las aceitunas como Benet.
Todo ese esnobismo literario hizo que el lector desertara. Cuando se vio que ese canon no funcionaba, hubo cantidad de críticos que se pasaron de bando, y ahora aceptan que eso también es literatura; pero hace quince años no. Cuando hace quince años comienzo a escribir, defiendo un territorio, y eso hace que me posicione frente a una tendencia. Pero todo esto es teoría... Yo estoy aquí, ahí están mis libros, y ahí está todo
- Ahora el momento es distinto. Aquello podía ser un esnobismo, pero ahora la literatura, la poesía o el pensamiento necesitan ser defendidos.
- Eso siempre ha estado ahí. Siempre ha habido buena literatura. La literatura está ahí y el lector va y lee. En los años veinte está El caballero audaz, que era auténtica bazofia, pero también Felipe Trigo, Alfau... El momento no es peor que antes; ahora todo el mundo tiene su oportunidad, lo que pasa es que luego está el mercado, pero ése es un terreno que no es el mío y además me importa un carajo. Que se publiquen libros no es malo. Si doña María, que trabaja todo el día, por la noche se lee una novela de Ana Rosa Quintana..., quizás sea un mal ejemplo..., de Isabel Allende, pues bendito sea Dios: también tiene derecho a leer. ¡Cómo doña María va a leer a Proust si no tiene estudios y está todo el día trabajando como una mula! Gracias que tiene una telenovela con la cual se evade. Mejor que doña María tenga una educación, pero si no la tiene, bendita sea Isabel Allende.
- Isabel Allende la puede llevar a Proust, pero si no tiene el hábito de la lectura no la puede llevar a nada.
- Como Agatha Christie y Dumas me llevaron a mí a otros. Pero entonces nadie protegía a estos escritores que abogaban por el entretenimiento en la literatura. Yo era uno de ellos y te venían las hostias por todos los sitios.
- ¿Usted cree en la libertad de los lectores? A veces no se lee a los clásicos por desconocimiento.
- Es cuestión de educación. Una cosa es que haya un mercado manipulado y envilecido, como lo está, y otra que el lector tenga criterios. Son cosas distintas. A un lector que tenga criterio le pones a Ana Rosa Quintana y a Marsé, y lee a Marsé.
- Pero hay que crear esos lectores.
- El problema es de educación, de colegio. Si hay un lector educado, da igual el mercado que haya: el lector elegirá lo que tenga que elegir. Un libro de Sándor Márai el lector educado lo descubre, lo lee y lo difunde, aunque haya siete mil basuras alrededor. El problema no es que se publiquen muchos libros, sino que el lector está siendo cada vez menos educado culturalmente, desde el colegio. Yo no le echo la culpa al mercado. El mercado es una basura, evidente. Eso lo dice quien lo conoce muy bien. Pero insisto en que eso no es lo malo: siempre ha habido literatura basura. Incluso en el siglo XVI. Mi comienzo fue difícil, porque al principio lo que yo escribía no tenía derecho a existir según los que en ese momento controlaban el mundo editorial. De hecho, Herralde me rechazó El maestro de esgrima. Luego lo ha lamentado, y me lo ha dicho, pero entonces esa novela no estaba de moda. Pero yo no escribía para estar de moda sino porque a mí me apetecía contar esas historias. Y las sigo contando. He tenido la suerte de que el mercado me ha aceptado. Estupendo. ¿Que fue en un buen momento? Magnífico... Pero le aseguro que seguiría escribiendo lo mismo aunque mis libros no se vendieran.
- Su éxito radica precisamente en estar convencido de lo que hace; en seguir su propio camino.
- Lo sigo estando. ¿Y sabe qué pasa? Cuando mis novelas empezaron a publicarse fuera y a aparecer las críticas, me dije: «No es un problema mío, es un problema de España. De los críticos». Nadie discutió nunca en Estados Unidos que yo fuese escritor. Ni en Francia. Ni en Italia. Ni en Alemania. Nadie dijo que eso no fuera literatura.
- ¿Cómo se produce su paso del periodismo a la literatura?
- No hay un paso. La gente piensa que soy un periodista que después se ha hecho escritor. Pero mire mi biblioteca. Yo leo desde pequeño. Aparte de estudiar latín y griego, y de tener un bachillerato clásico. Siempre digo que soy un lector que accidentalmente escribe. Sobre todo, lo que soy es un lector. Un lector que, por cosas de la vida, escribe novelas. Un escritor accidental. Salgo al mundo y sigo leyendo. Y un día, cuando se termina el periodismo para mí, vuelvo al lugar de donde procedo, pero vuelvo con la mochila cargada con mis cosas, con mi propio punto de vista, que aplico a la literatura, y empiezo a escribir novelas. Soy un escritor tardío. No quería escribir, quería vivir. Pero esa vida, ese pasado y esa memoria estaban ahí como lector. Lo que he hecho ha sido replegarme, volver al lugar de donde procedo.
- ¿Cómo se da ese repliegue?
- Yo era un reportero, un mercenario que contaba la guerra por dinero. Para mí el lenguaje era un mecanismo profesional, como la televisión o la cámara de fotos. Nunca le di más importancia. Cuando era reportero no hacía literatura, ni se me hubiera ocurrido. Habría sido un pésimo reportero si se notara la literatura detrás de mis reportajes. Sí era bueno que conociera a Homero porque ello me permitía contar la guerra no como un analfabeto, sino con una memoria y un poso cultural. Termino con el periodismo y voy a otra cosa que no tiene nada que ver. Es una
etapa de mi vida que se cierra en sí misma y me deja conocimiento, lucidez, amarguras, inocencias perdidas. Me hace adulto; me da densidad personal, para ser escritor o para la vida normal. Y esa densidad la aplico a la literatura, más los libros que leí. No hay una transición. No es el periodismo el que me lleva a la literatura. Yo no paso de una cosa a otra: escribo Territorio comanche y con eso me despido del periodismo y vuelvo con voz propia como escritor.
- ¿Y por qué deja el periodismo?
- Porque dejo de creer en él; me doy cuenta de que ya he hecho lo que quería hacer, que todas las guerras son las mismas; que la televisión en la que empecé a trabajar es otra y que empiezo a detestar a la audiencia y se nota en mis crónicas. Con veinte años me hubiera matado por defender la causa palestina o la mozambiqueña, pero si ahora me matan en Sarajevo todo se reduce a que la audiencia suba un punto, y no me sale de las narices que la audiencia suba ese punto.
- Luego son las condiciones exteriores las que le obligan a abandonar, no el periodismo en sí.
- No, en absoluto. Yo evoluciono, tengo cuarenta y tantos años y hay cosas que quiero hacer y cosas que no voy a hacer. Quiero navegar, que es mi pasión de siempre; tener mi velero y dejar de tener jefes. Mi vida ha sido muy desordenada, muy complicada, con muchas cosas malas y muchos horrores - digamos sin comillas; horrores de verdad. Todo el mundo habla de El corazón de las tinieblas, pero a mí no me lo han contado: el horror lo he conocido personalmente. Necesito tiempo y serenidad para ordenarlo todo. Son veintiún años de fantasmas que necesitaban reflexión, y el periodismo no me dejaba tiempo.
- ¿La experiencia de la guerra es definitiva en su trayectoria vital?
- Son veintiún años viviendo en la guerra continuamente, y eso te deja una serie de cosas... No quiero envejecer enloquecido en un bar; quiero pensar, mirar atrás y ver lo que he hecho bueno y lo que he hecho malo; que todos los fantasmas se calmen. Quiero comprender y asumir; envejecer con una visión serena no desgarrada del mundo. La literatura me ayuda a todo esto sin hacer grandes aspavientos. Ahora leo más, estoy más tranquilo, navego, tengo tiempo para mí..., la literatura es una necesidad personal.
- Territorio comanche es un libro periodístico espléndido. ¿No es una pérdida el que como escritor haya abandonado ese camino?
- Es que yo no quiero contar mi vida. Me dicen: «Con la vida que has llevado, ¿por qué no haces una biografía?» Porque no, porque eso es mi vida. En mis novelas se transparenta mi vida, pero no quiero hablar de mí; eso ya lo he vivido. Con Territorio comanche me libro de eso, ya está escrito. Sé que escribo porque me siento feliz inventando, contándome historias a mí mismo, y si hay gente que las lee, pues estupendo. Soy escritor egoísta: escribo para mí porque me permite vivir durante dos años metido en un velero buscando un tesoro hundido, como en La carta esférica, o vivir otros dos años buscando el misterio de un cuadro. En mi caso escribir no es un hecho trascendente. Escribo como podía construir maquetas de veleros o tocar el violín. El acto creativo no es agobiante ni trascendente, no sufro escribiendo. Si lo pasara mal no escribiría, se lo aseguro. Me levanto a las siete de la mañana, hago un poco de ejercicio, tomo un café, trabajo diez horas diarias y es una situación personal tan placentera que por eso lo hago. Estoy feliz así. Yo cuento historias y ya está. Puedo ser el tío más arrogante y chulo del mundo si me ponen en la tesitura, pero todavía está por ver que alguien me diga que yo he dado, una sola vez, importancia a mi trabajo.
- Ésa es la máxima soberbia. Situarse por encima de todo.
- Pues llámelo como quiera. Nunca he hecho de eso un acto trascendente. Hay gente que aprieta tornillos en la Volkswagen, y yo cuento historias; y al igual que la gente se sube a los coches de la Volkswagen, pues la gente se lee mis historias. Sobre todo soy un lector.
- Y a pesar de su escepticismo, ¿qué satisfacciones le ha dado el periodismo y cuáles la literatura?
- El periodismo me dio cien vidas que no hubiera vivido de tener una vida normal. En mi vida pasaron cosas que hacen falta varias vidas para que le pasen a uno juntas, y eso es un privilegio; y además lo puedo contar. Me dio una visión del mundo, una forma de entender la vida y de aceptar que la vida es lo que es, que aquí estamos y es un periodo muy cortito; y me enseñó a jugar con mis cartas y a no ambicionar otras... Me enseñó a despreciar muchas cosas, y a apreciar otras. Y la vida como escritor no es más que una puesta en orden; es decir: yo voy a morir dentro de quince, diez, seis años..., no sé cuántos... La literatura me ayuda a organizar el tiempo que me queda a mi gusto, a elegir el territorio en el cual me voy a mover, a organizar las cosas que tengo en la cabeza, los libros que voy a leer..., y sobre todo me ayuda a estar en paz. Hay muchas cosas que he hecho mal en la vida, como todo el mundo, y por la vida que llevé hay cosas de las que no estoy nada orgulloso. Sentarme ante un hecho narrativo, pensar en él, construir mis personajes, seguir su evolución..., me ayuda a reflexionar sobre mí mismo, a ver el mundo como a través de una ventana que te diese una claridad o una definición especial; y entonces me acepto como soy y acepto el mundo como es; desprecio lo que tengo que despreciar con más criterio, tengo claro lo que hago y lo que no hago, me ordeno la casa. Pero éstas son cosas muy personales..., no soy muy de contar sentimientos.
- Es importante intentar comunicar los sentimientos.
- Justamente es lo que estoy intentando... Como decía, la literatura me ayuda a morirme en paz; me ayuda a prepararme porque un día ya nadie me sonreirá, nadie me tocará, no podré tocar a nadie, ni podré leer una historia bonita. Seré viejo, egoísta, o estaré muerto. Todo lo que estoy haciendo ahora es dotarme de una memoria, y de una compañía: mis personajes. Me estoy creando un entorno en el cual podré envejecer a gusto. He vivido en un mundo que no me ha gustado, que he detestado muchas veces y en el cual me he sentido asqueado. La náusea la he sentido con mucha intensidad; todavía la siento como cualquier ser humano. ¿Ha leído El guardián entre el centeno? ¿Se acuerda del problema que tiene el chico? ¿Esa angustia que tenía...? Yo la he tenido... ¿Se acuerda de que el chico no tenía nada? Cuando pensaba: «Bueno, ¿y qué es lo que quieres?» No sabía... Pues yo combato ese vacío que todos tenemos con la creación de este mundo de aventuras, de viajes, de sueños, de imaginación, de tesoros, de libros perdidos que recupero y los hago otra vez vivos; y eso hace que el hecho de envejecer y de vivir sea soportable, placentero, pleno y grato. Escribiendo detesto menos el mundo, me detesto menos a mí mismo, me reconcilio con las cosas buenas porque yo recreo el mundo a mi manera. Descubrir la aventura, la ilusión, el amor; cosas que ya como ser humano me son imposibles de poseer, porque ha pasado la etapa. Únicamente con la literatura vuelvo otra vez a tenerlas, sigo estando vivo, sigo teniendo ilusiones, sigo teniendo fe, sigo teniendo dignidad, teniendo cosas que como ser humano no tendría. Eso es lo que me hace un escritor feliz, porque no hay angustia y no persigo escribir La montaña mágica.
- Por cierto, es una de sus lecturas favoritas, y me sorprende.
- Yo he elegido un territorio narrativo podría optar por otro en el que estoy a gusto. ¿Por qué funcionan los libros? Porque detrás de ellos hay un montón de cosas que los sostienen. Cualquier lector lúcido se da cuenta de que detrás hay muchas otras cosas, pero no asoman porque no tienen por qué asomar; ésa es mi vida personal. He elegido una punta del iceberg, pero debajo hay otras cosas. La montaña mágica es un libro capital; el libro que más he leído en mi vida. Lo he leído en Sarajevo, en todas partes; lo interrumpía en un sitio y en la siguiente guerra lo retomaba y seguía otra vez. Podría contarle diálogos enteros, personajes, todo.
- Uno de los objetivos de Alatriste es precisamente recuperar la memoria histórica ¿Cree de verdad que el conocimiento de la Historia proteje de los errores del presente?
- El problema fundamental que veo en eso es de educación general. Es decir: si te pones a mirar los planes de estudio que se han hecho en España en los últimos veinte años, te das cuenta de que los han hecho psicólogos, no humanistas. Ha habido además una serie de prejuicios políticos que ha llevado a una manipulación del pasado histórico. Aquí no se ha enseñado Historia de forma objetiva nunca. Pero yo sólo soy un tío que escribe..., no estoy aquí para dar soluciones. Que cada palo aguante su vela.
- Usted tiene una intervención muy importante. Tiene millones delectores.
- Pero yo no teorizo, yo escribo. Ahí están mis libros. Quien quiera, que los lea; quien no... Me he pasado la vida oyendo a apóstoles, a profetas y a hijos de puta que llevan a la gente al huerto, y estoy tan harto y tan asqueado que me da auténtico horror que me confundan con uno de ellos. Por eso procuro no dar teoría jamás. Yo escribo, y lo que tengo que decir está en mis libros; pero que no me pidan que, fuera de los libros, interprete lo que ya está escrito.
- Como escritor, ¿se siente satisfecho o tiene alguna aspiración que aún no ha conseguido?
- No tengo ninguna aspiración. Estoy tan satisfecho de la primera novela como de la última. Cada novela responde a la ilusión, a la imaginación, al estado de ánimo y al punto de vista de ese momento. Yo evoluciono con los años y tus libros evolucionan contigo. Me dicen: «Es que tu última novela es mucho más profunda». No, sólo que en este momento me interesan más los temas profundos que hace unos años. Hace diez años me interesaba más contar una peripecia de un húsar en una batalla. Ahora me interesan otro tipo de reflexiones.
- ¿No cree que lo que ha hecho hasta ahora como escritor ya está superado para usted?
- Voy a serle franco: yo voy a seguir escribiendo toda mi vida la misma novela. En realidad, siempre estoy escribiendo la misma novela. Hay una serie de temas en mis novelas que están en todas; ideas, personajes, puntos de vista que se mantienen. Como voy evolucionando con la vida, el punto de vista va cambiando. Lo divertido, para mí como escritor como escritor egoísta que soy, es ir escribiendo los mismos temas a medida que el punto de vista va cambiando. Es muy divertido ver esa evolución. Mi pregunta es: «¿Cómo veré el mundo dentro de cinco años?, ¿cómo lo veré cuando tenga sesenta, cuando haya cosas que ya no sienta y sienta cosas nuevas; cuando tenga más pasado que futuro...?» Pero eso no es una aspiración, es una curiosidad personal. Es el acicate para seguir escribiendo.
- Stephen King declaraba recientemente que no puede dejar de escribir, que es como una enfermedad.
- En mi caso no hay patología. Yo mañana podría dejar de escribir, se lo aseguro. Con los libros y con el velero tengo suficiente. Pero como todavía tengo cosas que me apetece contar contarme, me las cuento. No es una necesidad sino un acto de vida; es un acto más de una vida que intento que sea lo más rica, variada e intensa posible. Quiero sacarle a la vida todo el partido que puedo en todos los sentidos; y la literatura me da unas posibilidades inmensas. Con la literatura multiplico la vida por cien mil y hago cosas que ya no puedo hacer o que nunca haría: puedo asesinar, puedo ser banquero, puedo ser buscador de tesoros, puedo ser mujer... Jugar con todos esos elementos es para mí tan divertido que suelo decir que puedo ser homo sapiens u homo faber, pero sobre todo lo que soy es homo ludens. Y el juego incluye ser pirata, navegante, marino, amante..., tener horror, no creer, o creer... Es tan hermoso y es tan fácil. Leer me lo permitiría, pero como tengo la suerte de que puedo juntar ambas cosas de una forma coherente, resulta que, además de leer, puedo hacer yo mismo mis propias historias. Es un acto natural, fluido, tranquilo, sereno, no un acto agónico ni de sufrimiento. Es, supongo, otra cosa por la que algunos me detestan.
- ¿Le ha hecho daño la crítica?
- ¿Daño? No, ninguno. Si yo fuese un escritor depresivo, si fuese uno de esos escritores que sale una crítica negativa o tibia y están un mes hundidos... Pero yo ni por carácter ni por nada. También es verdad que la vida me ha enseñado que tanto el fracaso como la gloria son muy relativos, y que el que es como debe ser lo encaja todo igual; es igual de chulo con lo bueno que con lo malo. No soy nada depresivo. Nunca he tenido depresiones en mi vida, ni con esto ni con ninguna otra cosa. Al contrario: me gusta estar solo. Es difícil de explicar... La crítica me gusta porque sé que no puedo cometer errores. Que si una novela es mala...
- ¿Es un estímulo para su trabajo?
- Claro. Es como navegar. El mar es muy hijo de puta. El mar bonito es el de las vacaciones, y durante quince días. Pero el mar, cuando navegas de verdad, es muy perro, muy traidor. Sobre todo el Mediterráneo. Tienes que estar siempre vigilando; siempre atento a aquella nube, al viento, al barómetro... y no puedes dormir; y eso te mantiene vivo, y además de vivo, te mantiene higienizado. No te duermes... Y eso es lo que me pasaba con la crítica. Ahora ya, desgraciadamente, no; como me tratan mejor... Pero la crítica me mantenía despierto. Yo decía: «Bueno, la siguiente novela me tiene que gustar, tiene que estar bien». Y eso me ha mantenido siempre despierto, lúcido. Creo que le debo mucho a la crítica. Si me hubieran aplaudido al principio... Le aseguro que le debo mucho.
- Porque usted es orgulloso.
- Sí, soy muy orgulloso. Pero, ¡ojo!, ser orgulloso no es negativo. Te da fuerzas. Cuando todo está mal, lo único que te queda es el orgullo. Y yo lo único que sé es que nunca he perdido la compostura; nunca. El único elogio que me hago es ése: que nunca he perdido la compostura. Ni en la guerra, ni aquí.
- Ha conquistado su isla y está muy a gusto en ella.
- Me gusta no deberle nada a nadie. Cuando ahora algún crítico que antes me denostaba se desdice, me fastidia. Yo soy muy de códigos.
- He leído críticas de libros suyos terribles, pero predominan las positivas sobre las negativas.
- La crítica ha cambiado. Desde hace dos o tres años; desde que empecé a salir en el New York Times; desde que el New York Times y Le Monde me dedicaron la primera página, aquí todo cambió. ¡Es que es la leche esto!
- De todas formas, usted ha madurado mucho como escritor.
- ¿Y quién no madura? ¿Marías no ha madurado? ¿Luis Mateo Díez no ha madurado? Claro que he madurado, pero esto no tiene nada que ver con la madurez.
- La escritura sí.
- El maestro de esgrima ha salido en Estados Unidos y ha estado en la lista de más vendidos, en las librerías..., todo muy bien. He tenido críticas magníficas. En España, en cambio, no hubo ni una sola crítica positiva de este libro. ¿Qué pasa, que en Estados Unidos tienen más criterio, o menos? ¿Que les he engañado?
- ¿Y ahora? ¿Está escribiendo otra novela?
- El nuevo Alatriste sale en diciembre y ahora tengo una novela que empiezo en enero, y estoy con ella en la cabeza. Estoy documentándola, preparando los esquemas. Creo que voy a escribirla. De aquí a un año más o menos me decidiré. Será una novela larga. Me llevará un par de años, supongo. Saldrá para 2002 o 2003. Pero como siempre que hago una novela, voy muy despacio, leo todo lo que puedo sobre el tema, me documento, tomo notas, hago esquemas, pienso personajes posibles, hasta los nombres...
- ¿No lastra tanta documentación una novela?
- No. Para un Alatriste puedo manejar..., no sé: quinientos libros. Para La carta esférica ponga que manejara unos trescientos. Bueno, está la tentación de enseñar lo que sabes, ¿no? Pero yo no escribo para eso. Hay una cosa que es personal. A mí me gusta jugar con la carta náutica, y con la cartografía, y con las coordenadas... Es mi placer. O sea: yo soy el lector principal. Escribo para mí. Si eso lastra a veces, pues lo siento por el lector: que juegue o que no juegue. Utilizo una milésima parte del material que manejo. Mis novelas no son tratados de nada. En La carta esférica hay astronomía, navegación, historia, los jesuitas, arqueología subacuática, mil cosas; y no es un tratado de eso. Lo que ocurre es que, cuando viene a cuento y cuando tiene que ver con la historia, utilizo esos elementos. Pero no cargo. Yo utilizo aquello que me da placer o que es útil. Hay un momento en el cual, cuando consigues tener un territorio tuyo, un mundo literario tuyo y lectores que juegan a ese juego, salvo que te equivoques, salvo que cambies, salvo que te vuelvas gilipollas o se te agote la fuente..., es muy difícil que eso cambie.
- Pero usted no querrá repetir la misma fórmula.
- Es que no hay una fórmula. ¿Cuál es la fórmula para hacer un libro?
- Alatriste es una fórmula.
- Pero Alatriste es Alatriste. Es como Patrick OBrian. Alatriste es un personaje que me divierte, y mientras me apetezca... Pero no es una fórmula. A mí lo que me interesa es eso: el enigma, el misterio, el recorrido, la aventura, el viaje, el héroe..., lo de siempre. Yo no me he inventado nada: estaba ahí. Me limito a tomar aquello que como lector he amado de los libros que he leído durante toda mi vida; me limito a proyectarlo en mis novelas, a la luz de mi imaginación, de mi punto de vista. Nadie inventa nada. Uno lee la Poética de Aristóteles o el teatro de Eurípides y ya está todo escrito ahí: el adulterio, el tesoro, la venganza, la muerte, el enigma. Lo que he hecho es retomar una tradición literaria en el territorio que a mí me interesa. No pretendo hacer una obra maestra ni nada importante: pretendo jugar con ese mundo y prolongar el placer que, como lector, he tenido toda mi vida. Insisto: todo está escrito ya. Todo estaba escrito incluso con los griegos. El grave problema de un escritor es decir: «Voy a ver si hago una obra maestra». Ahí es donde se acaba cualquier posibilidad. Salvo que seas un genio. Porque la obligación del escritor es hacer una obra digna según su capacidad y según su punto de vista y según su contexto personal. Ésa es su obligación: ser consecuente con su mundo narrativo y con su mundo como ser humano. Si es una obra maestra, ¡magnífico! Pero si usted se da cuenta, las grandes obras maestras de la literatura no han sido hechas buscando serlo. Dostoievski, Tolstoi, Thomas Mann... lo que hacen es contar en sus novelas un mundo, y de repente consiguen dar el campanazo. Lo importante de un escritor es ser consecuente, ser honrado. Decir: «Éste es mi mundo, y en él trabajo». No querer complacer al crítico de la esquina, no querer ganar el dinero fácil y rápido. Ése es el envilecimiento.
- Creo que el escritor debe dedicar su tiempo a perseguir esa obra maestra, que lo consiga o no es otra cosa.
- El problema es que en España tenemos escritores que están más dedicados a hablar de literatura que a escribirla; pasan más tiempo en mesas redondas que escribiendo, y claro, no tienen tiempo. Mi ventaja es que, como no participo en mesas redondas, tengo mucho tiempo para escribir. Y para escribir hay que tener dos cosas fundamentales: lecturas y vida. Y si lees te das cuenta de que cantidad de los booms que nos están vendiendo los suplementos literarios, incluido a veces el de ABC, son tíos que no han leído. Y te dices: «El mundo cultural de este tío empieza en Faulkner». Te das cuenta de que faltan mecanismos narrativos, recursos expresivos; falta un montón de cosas que debía estar ahí. Y falta vida. Hay gente que no ha hecho más que tomarse dos copas y jugar a la literatura. Ese tío, ¿qué ha vivido?, ¿qué ha sufrido?, ¿qué ha amado?, ¿qué ha llorado?, ¿qué le ha pasado en la vida?, ¿qué contacto ha tenido con el horror? Nada. Cero.
- La mujer aparece en sus novelas como un ser misterioso y único. Hasta el héroe más valiente o más bravucón se rinde ante ella. ¿Es para usted un enigma?
- Digamos que hay muchos tipos de mujer, y hay un tipo que me interesa literariamente. En mis novelas trabajo con esa mujer. No digo que la mujer sea exclusivamente así, pero utilizo ese tipo de mujer porque me interesa a mí en lo personal, y como tal la traslado al libro. Supongo que desde que leí Los tres mostequeros. Milady me marcó. Pero hay otras cosas, y justamente La carta esférica es una novela que habla sobre la mujer exclusivamente. Tengo la certeza de que hay un tipo de mujer que por decantación genética, por muchos siglos de acumulación social, histórica, posee una lucidez especial, aunque a veces sin saberlo; no hablo de que sea consciente. Y cuando te acercas a ella con la humildad profesional adecuada, dispuesto no a seducir, ni a imponer, ni a demostrar lo machote que eres, ni a apuntarte un trofeo, sino sólo intentando comprender cómo ve ella el mundo, descubres cosas que los hombres ignoramos por completo. El día que descubrí eso lo descubrí con mi hija me di cuenta de que el único enigma que de verdad será siempre impenetrable es la mujer. Hay un rincón, una parte de la mujer, un espacio de soledad personal, que hasta la más feliz, la más realizada, mantiene y necesita. Podría resumirlo diciendo que, ante el horror de la vida, el varón ha generado históricamente una serie de mecanismos de autoengaño, de consuelo, ya que él es quien ha trazado las normas de la sociedad, que le permiten mantener a raya el horror: la guerra, el fútbol, el sexo, los amigos... Pero la mujer tiene una capacidad de autoengaño menor. Hablo de la mujer lúcida. La mujer estúpida es estúpida; pero incluso la estúpida, sin saberlo, tiene un instinto, como un detector..., quizá por el hecho de que la vida pasa por la mujer, y eso hace que sea mucho más consciente de lo que es la vida. Creo que la mujer está más cerca de la verdad de la vida que el hombre.
En mis novelas intento plantear ese enigma que está ahí y la incapacidad del hombre de llegar hasta el final; la impotencia; la espalda silenciosa. Esa noche en la cual hay una espalda silenciosa, y te dices: «Qué hice, qué no hice; qué dije, qué no dije. Qué he debido hacer y no hice»... y jamás lo vas a saber. Esa espalda silenciosa en la cual se resume todo para mí siempre ha sido un enigma. ¿Qué hay al otro lado de esa espalda? ¿Qué hay en ese momento en la cabeza de esa mujer? Ningún hombre y el que diga que lo sabe miente como un estúpido es capaz de saber lo que hay en esa cabeza. A lo mejor es mentira. A lo mejor es sólo un mito más, pero creo que allí hay respuestas a cosas que ignoro; que me gustaría saber; que necesito saber como ser humano.
Ulises vuelve a Ítaca. Está veinte años en Troya y, ¿qué esperaba? ¿Que Penélope fuera la misma? Han pasado muchas cosas por su cabeza; por su vida; por su telar. Ni ella es la misma ni él es el mismo. Ella está tan lejos que él ya no puede alcanzarla. La impotencia de Ulises es algo de lo que soy muy consciente. Y creo que, además, ahí está toda la clave de la relación del hombre y la mujer; la relación de la vida. Es estremecedor. Te asomas y te da mareo, porque te das cuenta de que nunca posees eso. Cuando mi hija tenía siete o diez años, yo hablaba con ella y me decía: «No puede ser, no ha tenido tiempo: aún no le han mentido, aún no le han engañado, aún no ha vivido, aún no ha sufrido, aún no ha amado... y ya sabe que los hombres somos despreciables más a menudo que apreciables». Y eso no se aprende, está en los genes. ¿De dónde le venía esa lucidez? Yo la miraba, y la oía moverse. Y la veo crecer. Y veo a mi madre, y a mi mujer... y te das cuenta de que ahí hay un mundo que nunca podrás controlar. En mis novelas procuro acercarme sabiendo que no voy a resolver el misterio. Jamás he pretendido resolverlo. Pero lo que sí quiero es manifestarlo, porque es mi propia inquietud, mi propia curiosidad. Tampoco me agobia, ni me angustia. Me voy a morir, y antes de morirme quisiera irme conociendo lo más que pueda del fragmento de vida en el cual me ha tocado vivir. Intento aclarar, y hay cosas que sé que puedo irme sin aclarar nunca, y me produce frustración. Tengo la certeza de que la mujer está ahí, y el hombre pasa. En Puerto Rico, Mayra Santos, una estupenda escritora amiga mía, me dijo: «¿Sabes por qué somos tan cariñosas las negras? Porque nuestras abuelas eran esclavas, y estábamos siempre en el mismo sitio. Al hombre lo vendían; nunca sabías cuánto tiempo iba a estar contigo. Llegaba, lo vendían; tú estabas ahí, te dejaba hijos que a su vez eran vendidos... Tú estabas ahí y el hombre pasaba». Y eso se me quedó grabado. Y es verdad.
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