Foro sobre Arturo Pérez-Reverte
Un lugar de encuentro donde "discutir" sobre la obra del escritor Arturo Pérez Reverte

La Derrota escribió el día 11/11/2025 a las 10:20
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«Marcará para siempre la vida de cuantos la lean.»
Tengo la impresión que el Jefe escribiendo estas líneas ha disfrutado más que un gorrino en una charca, que un tahúr repartiendo cartas a pardillos y que Angélica en brazos de Iñigo.
Gracias, ¡oh afortunado Salva!



TRES MOSQUETEROS Y UNO MÁS
ARTURO PÉREZ-REVERTE

Aquel París del año de 1625, reinando su cristianísima majestad Luis XIII, no olía a rosas, ni a perfumes, ni a gloria. Olía a inmundicia, barro, ropa mojada y espadas oxidadas por la sangre seca. Y allí, entre el bullicio de una taberna cercana al Louvre, sentado con la capa en los hombros, el sombrero calado hasta los ojos y el mostacho húmedo por el vino barato, estaba Diego Alatriste y Tenorio, veterano de Flandes, espadachín a sueldo y español hasta el tuétano, observando con curiosidad al joven de la mesa contigua.
El muchacho –cabellos oscuros, piel morena, pluma rápida, ojos vivos como los de un raposo avispado– escribía con pasión impropia de aquella hora y lugar. Preguntaba cosas en voz alta y discutía consigo mismo como un loco o un poeta. A ratos musitaba extraños nombres: Athos, Porthos, Aramis, DArtagnan... Y hacía reír a las mozas de la taberna con arrebatos de espadachines, malvados sicarios y reinas atribuladas.
—¿Qué diablos hará un francés hablando de mosqueteros como si fueran soldados de los tercios? –murmuró Alatriste, amostazado, sin dejar de mirar.
Respondió a media voz don Francisco de Quevedo, que acompañaba al capitán en su viaje. Ambos traían órdenes secretas y peligrosas, de las que se despachan entre sombras y se sellan con sangre, no con tinta.
—Es Alejandro Dumas, hijo de un general mulato y bastante dado a la fantasía.
—Qué extraño, pardiez, verlo aquí –se sorprendió Alatriste–. Según mis cálculos no debería nacer hasta dentro de dos siglos.
Sonrió el poeta.
—Son las ventaja de las letras, querido capitán, Nos permiten poner zancadillas a la vida real. En nuestro mundo de ficción, todo es posible. Incluso esto.
—Ya lo veo.
—Disfrutemos por tanto, de lo imposible hecho posible por la magia de la escritura.
Conversaban así los dos españoles, entre miradas a la mesa contigua, y eso acabó llamando la atención del joven Dumas, que acabó por dirigirse a Alatriste.
—Puedo, monsieur? –dijo con ese aire, entre tímido y audaz, que tienen los jovenes que aún no han peleado ninguna vez por su vida.
Alatriste lo miró de soslayo. Se quitó el sombrero, por comodidad más que por cortesía, y dio un sorbo al vino sin decir palabra.
Se despidió entretanto Quevedo, alegando que debía regresar a su posada para pulir un soneto contra Góngora.
—He oído que sois español y soldado veterano –le dijo el joven a Alatriste– Busco inspiración, como veis. ¿Ha conocido vuestra merced duelos, traiciones, pasiones de capa y espada?
—He vivido lo bastante para no tener que inventarlas —repuso el capitán, escueto y seco.
El llamado Dumas sonrió como un niño que encuentra un tesoro. Afiló la pluma, pidió más vino, y allí, en esa taberna cuyo nombre no retuvo la Historia, surgió una conversación cuyos detalles el tiempo arrastraría consigo, pero que la Literatura nunca olvidó. Porque quizá –sólo quizá– fue esa noche cuando Dumas comprendió que, para escribir sobre hombres que ponen la vida al filo de una espada, es necesario mirar a los ojos a uno de ellos. Y Alatriste, mientras asentía con un punto de diversión en la mirada, intuyó que aquel muchacho que no sabía nada de la muerte y de la guerra quizá sí sabría contarlas.
Fue de ese modo como ocurrió. Dumas, entusiasmado por la aprobación tácita del capitán, se inclinó hacia delante con los ojos brillantes. Aquel español taciturno de rostro afilado y ojos que parecían haber visto el fin del mundo demasiadas veces como para que lo impresionaran, le despertaba algo extraordinario. Cual si los libros que aún no había escrito, los muchos que se proponía escribir estuvieran ya presentes, anunciados en la sombra que proyectaba ese hombre sobre la mesa.
—Tengo en la cabeza una historia, monsieur... Una historia de aventura, acero y lealtad —dijo Dumas con voz contenida, como quien revela un secreto precioso—. Tres hombres que visten casaca azul, mosqueteros del rey, valientes, un poco pendencieros, y un cuarto que se les une… Un chico más joven, más ingenuo, pero con el suficiente coraje.
Se pasó dos dedos Alatriste por el mostacho, no del todo burlón, más bien curioso:
—¿Tres mosqueteros y uno más..? Eso suena a problemas, creo.
A duelos, emboscadas y alguna traición de por medio.
Asintió Dumas, eufórico.
—Exactamente: uno, bebedor para ahogar sus propios fantasmas; otro, refinado mujeriego; el terceto, generoso y torpe... Y el joven, DArtagnan, con la osadía de quien aún no ha aprendido a tener miedo.
El capitán dejó el vaso en la mesa con un golpe suave. La mirada se le endureció. Lo que escuchaba le era demasiado familiar. Le traía ecos de cosas vistas en los campos de batalla, en las costas de Levante o en las callejuelas de Nápoles y Madrid.
—Conozco hombres así... Pocos viven para contarlo.
—Pero ¿no es eso la gloria, monsieur? –insistió Dumas–. Vivir intensamente, hacer cosas extraordinarias, ser recordado siglos después aunque sólo sea por una novela.
—La gloria es una prostituta que sonríe al que no la conoce –repuso Alatriste–. Pero hay nobleza en la amistad, eso no lo niego. En los hombres leales a otros hombres.
El joven autor se recostó en su asiento, imaginando las páginas que aún no había escrito. Había algo en su expresión, un anhelo casi infantil.
—¿Y si alguna vez esos cuatro mosqueteros míos se cruzaran en París con vos, capitán? ¿Y si vuestras espadas lucharan codo con coda quizá contra el cardenal, o en defensa de la reina? ¿O entre vuestra merced y ellos, como adversarios...? Sería una historia inolvidable.
Mientras decía esto, Dumas, ya con la pluma en la mano y el vino en la cabeza, miraba fijamente la llama de la vela que oscilaba sobre la mesa. Se mezclaban en su tono el entusiasmo juvenil y la gravedad literaria.
Habrá también una mujer –dijo de pronto–. Bella, letal, más peligra que un ejército. Con la mirada de un ángel y el corazón de un verdugo. La llamaré… Milady.
Alatriste se quedó inmóvil al escuchar ese nombre. No porque conociera a ninguna Milady –todavía no existía fuera de la mente del joven francés–, sino por lo que evocaba. Mujeres así había conocido el capitán: sonrisa amable, piel suave y puñal escondido. Capaces de dar un cálido beso antes de clavar la traición entre las costillas.
—Mucho cuidado con eso señor Dumas –repuso con una sombra amarga en el rostro–. Las mujeres de esa clase no se vencen con la espada. Sólo se las sobrevive, a duras penas, si uno tiene suerte.
Dumas asintió como si esa advertencia confirmara su instinto. Anotó el nombre, «Milady», con una floritura, y lo rodeó con un círculo de tinta como si encerrara a un demonio en un conjuro.
—Será la enemiga más temible. Seductora, implacable..., y con una cuenta pendiente con los mosqueteros. Marcará para siempre la vida de cuantos la lean.
Bebió más vino Alatriste, y por un momento, en su silencio. creyó ver la sombra de esa mujer entretejida con las de su memoria. Pensó en María de Castro, en Livia Tagliapietra, en Caridad la Lebrijana, en la jovencísima Angélica de Alquézar, en la duquesa de Chevreuse, en aquella bella española, doña Ana de Sanlúcar... En tantas mujeres singulares, nobles o plebeyas, víctimas o verdugos, crueles o perdidas, y en cómo todas dejaban marcas que ni el tiempo ni las estocadas podían borrar.
—Entonces –dijo con mucha calma–, aseguraos de que vuestros personajes sepan cuándo y cómo mirar a esa mujer; pero, sobre todo, cuándo mirar hacia otro lado para no convertirse en estatuas de piedra.
Sonrió Dumas.
—Oh, vaya… Parece un consejo ganado con sangre.
—Lo es.
El joven miraba fascinado al extranjero. Tenla ante sí, concluyó, al verdadero espíritu de un auténtico mosquetero francés, aunque fuese español y no obedeciera a Luis XIII, ni tal vez a su propio rey. Un hombre que hablaba poco, pero cada palabra suya era una historia de fondo, un duelo vivido, una cicatriz sin mostrar.
—Quizás un día –repitió casi con reverencia– mis cuatro mosqueteros y vuestra merced se encuentren. Y quizá Milady, de forma directa o indirecta, tenga algo que ver.
Replicó Alatriste con una sonrisa torcida:
—Si llega ese día, aconsejad a vuestros héroes, incluso a vuestra
heroína que tengan cuidado conmigo. –Rozó levemente la cazoleta
de la espada que llevaba al cinto–. No me gustan los finales ambiguos.
Dumas sonrió con la felicidad de quien ya tiene en la pluma y en la tinta el próximo capítulo. Apuró Alatriste su vaso de vino y miró una vez más al joven escritor.
—Escríbelo bien, muchacho –lo tuteó por primera vez–. Los libros duran más que los hombres. Y, a veces, más que la verdad.
Lentamente, se levantó, puso unas monedas sobre la mesa y salió a perderse en la noche, dejando a Dumas con una pluma en la mano y una historia extraordinaria bullendo en su cabeza. Fuera, como en el resto del planeta, París seguía siendo una trampa húmeda y traicionera. Pero, en aquella taberna anónima, durante una hora se habían cruzado dos mundos: el de la leyenda escrita y el de la leyenda viva.




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