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La Derrota escribió el día 05/11/2011 a las 12:04
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ANEXO al 06.11.11 ~ Donde dijo Diego, digo joeputa
Roces con periodistas listillos y redactores que no permiten que la realidad le estropee un buen titular ha tenido varios. Naturalmente cuando encabeza las giras promocionales de sus novelas. De esas faenas ha dejado testimonio en los dominicales.


El mensaje y la botella - 17 de agosto de 1997
El otro día me pusieron a caer de un burro. Andaba el arriba firmante que ya es raro liado por un amigo en uno de esos cursos de verano que organizan las universidades, y el redactor de un periódico se mosqueó porque no quise hacer declaraciones, ni ruedas de prensa, ni fotos, ni nada. Dije lo que digo siempre; que no tenía nada nuevo que contar salvo mi conferencia, a la que sugería asistir. Que aparte de eso, lo que tengo que decir lo digo cada semana en esta página. Y que cuando hay novedad en algo, un libro, una película, con mucho gusto dedico algún tiempo a hablar de ello, y luego me callo hasta la siguiente ocasión. La gente suele entenderlo. Pero esta vez, sintiéndose desdeñado, uno de los redactores se despachó en una quejosa columnita, lamentando, decía, que se me haya subido no sé qué a la cabeza y ya no conceda entrevistas a mis antiguos compañeros.

Pues lo siento por el doliente, pero me reafirmo en la cosa; por mucho que, a base de cursos de verano, y de conferencias, y de bolos varios, y de acudir a la tele, y de valer lo mismo para un cocido que para un estofado, algunos escritores españoles hayan mal acostumbrado a la gente en eso de largar a troche y moche. Ya sé que para algunos darle a la tecla es un acto trascendente, un arte sublime que se toman muy a pecho. Pero resulta que, entre tanto arte y tanta posturita, algunos prójimos se pasan más tiempo dando doctrina por ahí, desde cómo hacer una novela hasta definir con dos cojones las corrientes narrativas mundiales de cara al próximo milenio, en vez de limitarse a cumplir con su obligación, la principal: sentarse a escribir cosas. Que no sé a otros; pero a mi, pardiez, me lleva bastante trabajo. Y me deja poco tiempo para tournées artísticas, y ninguna gana de sentar cátedra mareando la perdiz.

Tampoco entiendo muy bien esas ansias de los lectores por conocer y de los periodistas por entrevistar. A los escritores no habría que conocerlos más que por sus folios, so pena de descubrir la verdad: que somos tan humanos como cualquiera, o sea, una pandilla de fantasmas, de bocazas, de pedantes, de autosuficientes, de envidiosos, de niños góticos, de gilipollas que se creen tocados por la gracia divina; y que justo quienes más se las marcan de no mirar al tendido y de que pasan de público y cifras de ventas, pierden literalmente el culo por firmar autógrafos y vender más libros que nadie. El arriba firmante, faltaría más, también participa de algunos de esos aspectos de la cosa; pero no voy a ser tan capullo como para darles a ustedes pistas. Para eso están los libros de cada cual.

Que me perdonen si quieren los presuntos algunos son buenos amigos pero estoy hasta la gola de ver a escritores haciendo el chorra en la tele y en las entrevistas y en las universidades de verano, sentando cátedra sobre aquello de lo que no tienen, no tenemos ni la más puta idea; en vez de hablar, si no hay otro remedio, de lo que uno escribe. Y si me apuran, ni siquiera de eso habría que hablar. Porque a un autor debe conocérsele no por lo que larga, que eso lo hace cualquier cagatintas, sino por lo que escribe. Por su obra. Por el mensaje en la botella que lanza al mar para que manos amigas o enemigas lo descifren, lo rechacen o lo incorporen a sus vidas. Les juro por mis muertos más frescos que vistos en corto, de cerca y sin páginas interpuestas, los de la tecla somos tan vulgares y miserables como cualquiera. A mí el Thomas Mann egocéntrico, frío y lleno de ángulos oscuros, o el Stendhal que sufría por ser gordito y poco galán y no seducir a mujeres hermosas, me habrían decepcionado muchísimo en persona. Lo que me importa de ellos surge cuando subo con Hans Castorp a la Montaña Mágica y escucho a madame Chauchat cerrar la vidriera de un portazo, o recorro junto a Fabrizio del Dongo el campo de batalla de Waterloo. Y para eso no necesito entrevistas en los periódicos, ni leches en vinagre. Me voy al libro, lo abro y leo. Y punto.

Se quejaba el otro día mi primo Marías, el inglés que tenía todas las almas tan blancas, del escaso eco que tuvo en la prensa española la concesión del merecidísimo premio Impac que los irlandeses imagino que sobrios le endilgaron hace unas semanas. Bueno, pues qué mas da. Tampoco pasa nada, y quizá hasta sea mejor así. Lo que importa, vecino, amigo, es que tus libros están en las librerías, que la gente va y los lee. Ese es tu premio y ese es tu territorio. Lo demás debería refanfinflártela, colega.



El ideal gallego me toca las narices - 18  de febrero de 2001
    Hoy vengo caliente, porque es de esos días en que me avergüenza haber sido del oficio; aunque cuando lo pienso llego a la conclusión de que el oficio que desempeñé durante veintiún años –alguna vez dije que yo era un mercenario honrado- nada tiene que ver con lo que hoy comento. El caso es que hace unos días estuve en La Coruña, con los alumnos de varios colegios. Hace tiempo que no doy conferencias ni charlas, salvo en caso de que me líen amigos a quienes no puedes mandar a hacer puñetas; pero con los colegios es diferente. Algunos leen tus libros y trabajan con ellos, y no puedes negarte a dar la cara ante los chicos, si dispones de tiempo. Además, te hacen la tentadora oferta económica de un bocata y una coca-cola; y ya me contarán quién se resiste a eso. El caso es que varios colegios de La Coruña habían estado trabajando con las aventuras de Alatriste; y como estoy algo mayor para andar de colegio en colegio, decidieron juntarse todos los alumnos en un mismo sitio, y someterme a un tercer grado sobre el asunto. Acudí, charlamos hora y media, y yo aprendía más que ellos. Lo de siempre.

    Hablé de libros y de lectores, claro. Respondía a sus preguntas lo mejor que pude, e insistí en lo que insisto a menudo: en la cultura como antídoto frente a la estupidez y el fanatismo. Una cuestión delicada la planteó un jovencito al preguntar cuáles son los valores que más admiro. Tengan en cuenta que el problema cuando hablas con chicos es que el más tonto navega por Internet, y con ellos no puedes pasarte ni quedarte corto. Así que dije la verdad. Tras advertirles de que podía estar tan equivocado como cualquiera, hablé un rato sobre el valor, la dignidad y la consecuencia del que lucha por aquello en lo que cree. El problema con eso, dije, es que a veces te lleva a contradicciones y terrenos peligrosos; porque al final, según ese razonamiento, puedes terminar respetando más a un terrorista que mata que aun político tramposo y sin escrúpulos. Y dicho aquello, siendo obvio que no pueden dejarse así las cosas ante chicos de quince a diecisiete años, añadí que, naturalmente, hasta la coherencia personal tiene una frontera que no se puede traspasar: «Por eso quiero dejar claro que hay un límite: el fanatismo y la estupidez. La consecuencia debe llevar hasta el límite que te dé el sentido común. Por eso, para evitar el fanatismo y la estupidez es tan necesaria la Cultura».

   Todo parecía estar claro, pero había periodistas en la sala. O para ser precisos, había algunos que recogieron con exactitud lo que allí se dijo. Y también habla un redactor de El Ideal Gallego. Su información, según comprobé con el fax que un amigo me hizo llegar al día siguiente, era razonable. Pero en los periódicos, ya se sabe. El redactor resume y a veces titula, el jefe de sección corrige el título, y al final el redactor jefe o el director, según los casos, sacan a portada tal o cual titular, modificándolo si lo creen conveniente. De ese modo, pese a que mis palabras estaban recogidas en cinta magnetofónica –de ahí las acabo de reproducir- y pese a que el texto de la información reflejaba más o menos lo dicho, el titular que salió en páginas interiores era una peligrosa simplificación: Pérez-Reverte: «Prefiero un terrorista convencido que a un político tramposo». Lo que, convendrán ustedes conmigo, es una forma subjetiva y sobre todo incompleta de plantear el asunto. Sin embargo, el redactor jefe, subdirector o tonto del haba cualquiera que estuviese de guardia esa noche en el Ideal, decidido a honrar mi visita a los colegios coruñeses con honores de portada, la cosa debió de parecerle excesivamente larga, o con poca garra; pues, fiel al viejo principio periodístico de que la realidad nunca debe estropearnos un titular, decidió anunciar en primera página: «Pérez-Reverte dice que prefiere a un terrorista que a un político». Con dos cojones. Y con lo cual, supongo, si yo fuera padre de un joven gallego o de cualquier otra variante de joven, lo primero que haría sería pedir que prohíban, no ya los textos, sino la entrada del mentado Pérez-Reverte en cualquier centro escolar decente, amén de exigir que quienes llevaron a sus alumnos para que el antedicho les soltara tamañas barbaridades fueran expulsados para siempre de la enseñanza y, a ser posible, fusilados por la espalda al amanecer.

   No hay moraleja, o que la ponga cada cual. He sido del gremio y sé cómo se cuecen estas cosas, y también sé lo que pasa cuando intervienen la irresponsabilidad o la mala fe. Son gajes del oficio; lances a los que está expuesto quien abre la boca en público. Pero resulta que a veces las cosas llegan demasiado lejos, y entonces tú vas y te dices, pardiez, por qué voy a dejar que estos tíos se vayan de rositas, si puedo responder, o matizar. Así que ustedes dispensarán si utilizo –creo que por primera vez en ocho años- esta página para esa clase de asuntos particulares. Pero hoy necesitaba decir que en El Ideal Gallego trabajan dos o tres soplapollas.



Mejorando a Shakespeare - 07 de julio de 2002
    Escribir novelas no tiene un punto final exacto, porque luego hay que acompañarlas un trecho por el mundo de la publicidad, y el mercado, y todas esas cosas que ayudan a que un libro se conozca y se lea más. Eso incluye giras artístico-taurino-musicales en plan Bombero Torero, donde a menudo uno se lo pasa bien, charla con los amigos, escucha a los lectores y demás. Pero no todo el monte es orégano. A veces pierdes demasiado tiempo explicándole a un fotógrafo que, aunque otros traguen, no estás dispuesto a dejarte retratar con sombrero mejicano. O pasa lo del otro día en una conferencia de prensa, cuando comenté que un autor o crítico, cuyo nombre no recuerdo, afirmó que los autores masculinos, incluso los mejores, fueron siempre torpes con el alma femenina, y que Ofelia, madame Bovary y Ana Karenina son, de algún modo, versiones travestidas de Shakespeare, Flaubert y Tolstoi, quienes proyectaron en ellas su punto de vista masculino. Tal vez sea cierto, dije. Y, consciente de ello, a la hora de trabajar en la protagonista de mi última novela hice cuanto pude por no caer en esa trampa. Que supongo, maticé, acecha a todo autor masculino cuando deambula por el complejo mundo de la mujer, donde las cosas nunca consisten en sota, caballo y rey. Al lector corresponderá decidir, concluí, hasta qué punto lo he conseguido o no.

    Eso fue lo que dije. Soy perro viejo en el oficio, y sé que ciertas cosas conviene detallarlas, porque el de enfrente, aunque -sólo en ocasiones, que esa es otra- tenga una grabadora, tiende a simplificar, y a buscar frases que valgan para el titular, y a veces no capta las ironías o los matices, o -cada vez con más lamentable frecuencia- es una mula analfabeta que no siempre tiene la certeza absoluta de si Flaubert se hizo famoso tirándose a María José en Gran Hermano o cantando con Chenoa en Operación Triunfo. Pues bueno. Les doy mi palabra de honor de que, aunque el comentario se interpretó correctamente en casi todos los periódicos locales, una de las crónicas simplificaba en corto y por derecho, afirmando: «Pérez-Reverte dice que Ofelia y Ana Karenina eran hombres travestidos».

    No me enfadé mucho, la verdad. Pa qué les digo que sí, si no. A estas alturas de la feria, y tras haber sido veintiún años miembro activo de uno de los oficios más canallas que conozco -las famosas tres pés: putas, policías y periodistas- uno sabe a qué se expone cuando abre la boca. Pero si la cierras te llaman arrogante y chulito, y se preguntan de qué va el asocial éste, que sólo se relaciona con el Washington Post. Pregúnten a mi vecino el perro inglés, que lo vivió en su negra espalda hace mucho tiempo. De qué vas, te dicen. Que publicas pero luego andas de estrecho por la vida. Resulta que en tinglado de ahora eso de largar es inevitable, y uno juega con lo que hay; poniendo cuando quiere, eso sí, ciertos límites. Pero tampoco es cosa de elegir todo el rato con quién hablas y con quién no, a este le doy una entrevista y a este que le vayan dando. La gente se ofende, con razón o sin ella. De modo que intentas atender los requerimientos de tu editor, promoción, conferencias de prensa y canutazos de la tele incluidos -que esa es otra: resúmame en treinta segundos su puta novela-. Resignado de antemano, claro, a los inevitables daños colaterales, en manos de quien, a veces, pregunta dos chorradas y luego opina alegremente sobre una novela que a ti te llevó cincuenta años de tu vida, y que él ni ha leído ni la piensa leer nunca.

    Total, me dije. Que la próxima vez lo de Shakespeare y Karenina y la pava esa de la Bovary voy a dejarlo más claro si puedo. Y en la siguiente ocasión me amarré los machos cuanto dije hola, a la hora de contar lo del alma femenina y me apresuré a matizar. Hubo un tonto del culo en otro sitio dije, que cuando conté esto interpretó lo otro. Y yo quería decir exactamente tal y cual. Lo juro. Lejos de mi ánimo enmendarle la plana, o soñarlo siquiera, a los grandes de la literatura universal. Insisto. Mucho ojito. Sólo digo, fija bien, que conocer esa opinión, lo de autores masculinos travestidos y tal, me tuvo veintinueve meses obsesionado por caer en una posible trampa, que a Flaubert, que era un genio inmenso, tal vez se la traía bastante floja; pero que a mí podía hacerme polvo el personaje y la novela, etcétera. ¿Está claro?... Parecía estarlo. Incluso algunos redactores y redactoras conmovidos por mi inquietud, asentían con sosegantes movimientos de cabeza. Tranquilo, chaval. Nos hacemos cargo. Flaubert y todo eso. Estás en buenas manos. Por la tarde presenté la novela y me fui a dormir con la satisfacción del deber cumplido. Esta bien; tienen claro, pensaba. No voy a quedar otra vez como un imbécil. Pero me equivocaba, por supuesto. A la mañana siguiente, con el café, abrí un periódico local por la sección de Cultura. Titular: PérezReverte presentó su novela. Texto: «No he caído en el error en que cayó Shakespeare. A diferencia, Ofelia, Madame Bovary y otros personajes de Tolstoi, mi personaje sí es una mujer auténtica>>.




PATENTE DE CORSO 30.03.03 Matando periodistas
Qué país. Abrir la loca es moverte por un campo de minas. El otro día fui a Córdoba y a Huelva a hablar del capitán Alatriste con chicos de colegios de allí; y de paso planteé un asunto que me preocupa, con lo de Iraq y toda la parafernalia bélica: la manipulación infame a que están siendo sometidos los medios de comunicación en todo el mundo. En un tiempo como éste -dije- en que la gente es cada vez más vulnerable, por menos culta, el poder recurre cada vez más al periodista y al periodismo como arma de manipulación y arma de guerra. Eso ocurrió siempre; pero nunca tan descarada e intensamente como ahora. Han contaminado la profesión y han convertido al reportero en un soldado más de la guerra moderna. Ahora hasta el combatiente más analfabeto sabe que una cámara de televisión puede ser usada en su contra. Que el periodista puede trabajar para su enemigo. Por eso, si yo fuera soldado -añadí- ahora mataría periodistas. Y eso es terrible, porque de informadores objetivos han convertido ahora a los periodistas en soldados forzosos. En víctimas potenciales de guerras que no son suyas.

Eso fue lo que dije; y después de veintiún años de oficio y de haber enterrado a unos cuantos amigos, nadie puede decir que no sé de qué carajo estoy hablando. O sea, que lo dije y lo sostengo. El comentario fue recogido por muy pocos periódicos y agencias -tampoco era noticia relevante, ni mucho menos-, y en casi todos los casos salió bastante ajustado a su sentido. Excepto en ABC. Allí, esa noche, un redactor de guardia, o un redactor jefe, o quien fuera, decidió ser fiel al viejo principio periodístico de que nunca hay que permitir que la verdad estricta estropee un buen titular. Así que en la sección de las frases del día, figuró a palo seco: «Pérez-Reverte: Si fuera soldado, mataría periodistas». Sin nada más. Sin contexto ni más información. Pero eso sí, con un breve comentario editorial anónimo -opinión del diario, según los usos y costumbres del oficio- diciendo que, claro, como ahora el fulano es académico y ya no va a la guerra, y la ve desde el café Gijón, pues se ha olvidado de los sufrimientos y penalidades de cuando era reportero, y le da igual que maten a sus antiguos camaradas, el hijoputa.

Y luego, lo de siempre. Esos tertulianos de radio que viven de comentar titulares de periódicos y de todo saben y todo lo captan. Esa lectura de la prensa de la mañana. Esa frase del cabrón del Reverte. Esa glosa del asunto, sin que nadie se moleste en averiguar, mirando un teletipo, qué más ha dicho, aparte de la frase a palo seco., Yo iba oyendo la radio, de vuelta del viaje, y alucinaba en colores. Algo más habrá dicho, decía uno, con cierta sensatez. Igual está fuera de contexto. Nada, nada, decía otro. Como ahora ya no va a la guerra, le da lo mismo que maten periodistas o no. Los odia. Parece mentira, apuntaba un tercero. Qué aburguesado y qué traidor. Cómo se le ha subido la Real Academia a la cabeza. Yo siempre pensé, apostillaba un cuarto, que ese tío nunca fue trigo limpio.

Me cabreé, lo confieso. No demasiado, porque son muchos años y mucha mili, y conozco a mis clásicos. Al principio pensé en llamar a alguien de ABC, para ciscarme en su puta madre. Pero qué más da, dije. En dos días no se acuerda nadie. Se olvidan cosas peores en España -ahí sigue Álvarez Chapapote Cascos, por ejemplo: de ministro de Fomento, con dos cojones-. Sin embargo, fastidia que, pese a que cuando abres la boca lo haces con mucho tiento, porque sabes dónde te la juegas, toda esa cautela se vaya al carajo porque a un imbécil le apetece un titular con garra. Así que me dije: qué diablos. Yo también tengo dónde poner cosas en su sitio. Y del mismo modo que ocurrió hace exactamente ciento siete patentes de corso -cómo pasa el tiempo, rediós-, cuando dije que, a veces, puedes terminar respetando más a un terrorista que mata que al político tramposo y sin escrúpulos que se aprovecha de ello, y un cretino gallego tituló: «Pérez-Reverte prefiere a un terrorista que a un político» (El Semanal, 18-2-01), decidí dedicar la patente de hoy a este pequeño ajuste privado de cuentas. Dos veces en diez años no es mucho, así que confío en que me disculpen. Además, hasta puede ser útil como referencia. No se fíen siempre -y si pueden, no se fíen nunca- de los titulares de los periódicos, de las radios o de los telediarios. Aparte la estupidez, la torpeza o la ignorancia del redactor o tertuliano de turno, también a ustedes -como a los periodistas en general, como a mí mismo- nos utilizan de soldados en guerras ajenas.



Gracias don Arturo, gracias Salva, gracias tribuletes.


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