De certámenes y piratas
Así pues, y cuando por deferencia hacia las mentes más susceptibles me disponía a cuidar mi línea -literaria, se entiende-, va y resulta que ya no hay vuelta de hoja, que uno ha creado escuela, y que visto lo visto, tan peligroso es renegar del estilo habitual como seguir escribiendo lo que me salga de las pelotas. Tiene cojones la cosa. Les explico.
Como puede que ustedes ya sepan, éste que les entretiene, cansado a veces de surcar los anchos mares con su barco, prefiere refugiarse en la comodidad de su hogar y navegar por otras superficies, véase internet, y como los antiguos bucaneros, tomar al asalto las web de otros cyberpiratas, para disfrutar con las cicatrices de sus historias. Una de mis favoritas, ya lo he comentado en estas mismas líneas, es la que tiene por patrón al camarada Corso, en la cual me cuelo sin previo aviso muy de tarde en tarde, con nocturnidad, alevosía y un poco de mala leche, para ver que se comenta acerca del hijoputa del Reverte. Y en esas estaba hace un par de días, cuando –hay que joderse, Arturín, me dije- voy y me encuentro de bruces con un concurso de imitadores del estilo literario del arriba firmante, propugnado por un tal Filemón. Así, con un par.
Y en medio de un morrocotudo ataque de risa, tuve la feliz ocurrencia de asomar la napia por el certamen, a ver que cocían por allí los cuatro hijos de mala madre que suponía yo se habrían prestado al juego. Casi pierdo las gafas de la sorpresa al comprobar in situ que no solo eran multitud los allí congregados, sino que incluso gran número de erizas estaban apuntadas al putiferio, y voto a bríos, que se manejaban con destreza entre tanto intrépido corsario. No leí todos los artículos ni maldita la falta que me hace, pero les juro por mis muertos que a esos desalmados de la pluma les va la carnaza, lo que a un etíope un solomillo. Manda huevos –me dije- aquí estaba yo, planteándome el arrojar la toalla mientras semejante pifostio se preparaba en la retaguardia. Y no se a ustedes, pero a servidor, al ver como estaba de sembrado el huerto y verse de abanderado de toda aquella tropa de rufianes malaslenguas, se le encoge el corazón y al borde de soltar la lagrimita, recuerda que todos esos bravos camaradas han gastado su tiempo y sus cuartos para dedicarle un rincón de la red de redes a su memoria, y a ver quien coño es él para llevarles la contraria. Y ya puestos a defraudar a alguien, uno se pregunta sino será mejor dar la estocada final a tanta sufrida damisela –aunque entre ellas se halle la que me parió- que a renegar de los que, a fin de cuentas, arriman contigo el hombro en la batalla. Y en compañía de tan sanguinarios y fieles mercenarios -comprendí-, a todo ese atajo de caraduras hipócritas y ladrones que mangonean esta patria que no se la merecen, les vamos a dar las suyas y las del pulpo.
Aunque
debo reconocer, en honor a la verdad, que antes de la lagrimita, visto
que dejaba descendencia sobrada y numerosa, me planteé por un momento
apropiarme como buen pirata, del botín que suponían los tropecientos
artículos allí recopilados, y desaparecer sin más,
de vacaciones a las Seychelles, con el trabajo semanal de los próximos
tres años realizado. Y a ver quien era el guapo, pardiéz,
que asomaba el morro para protestar lo más mínimo por semejante
usurpación, cuando ellos me levantaron mi último libro por
el forro, distribuyéndolo ilegalmente sin el más leve reproche
por mi parte. Gesta que incluso aplaudí públicamente. Pero
luego, pensándolo más detenidamente, me dije, no, mejor no,
que para vengar la afrenta del libro no se me ocurre nada mejor que sacar
el guante blanco y sacudirles -plaf, plaf- en todo el careto, participando
en su certamen y llevándome el premio al que tanto aspiran. Con
un par. ¿O es que ya han olvidado quién cojones manda aquí?