En aquel café
Pues resulta que uno está tranquilamente comiendo, ñam ñam, pensando alegremente a dónde va a hacer la próxima escapadita cuando, de repente, escucha que Paula Vázquez ha visitado absolutamente todas las provincias del Reino. Entonces me pico, y mira por dónde, los tallarines me empiezan a hacer cosquillas en la tripa, y digo, nada, que un cambio de planes nunca viene mal, y que al fin y al cabo el Mediterráneo siempre me va a esperar quietecito, a menos que a la madre Tierra le de un arrebato y diga que ya está bien hijosputa, de tocarme los higadillos, ahora os vais a enterar de lo que me estais haciendo.
Dicho y hecho. Así es que decido ir para el Norte, a una de esas ciudades pequeñas y llenas de encanto en las que andar por sus calles es todavía un gusto. Das una vuelta por el centro de la ciudad, limpia y luminosa, y por una parte histórica tan bella como fría, en la que aún se puede sentir la soledad y el silencio que queda tras una de esas duras batallas que guardan sus muros, y descubres una cantidad de sensaciones y contrastes que le ponen a uno la carne de gallina. Y ya les he dicho en anteriores ocasiones, lo aficionado que soy a los barrios, a ésos que un poquito más alejados guardan y reflejan mejor lo que la ciudad es, y donde uno se puede encontrar y observar a hombres y mujeres que hacen que te imagines toda su vida con sólo mirarles a los zapatos y ver lo que beben. El caso, les decía, es que me dirijo a uno de los bares de estos barrios, me siento y observo. Es un bar grande, con amplia barra y muchas mesas. Lo acaban de reformar apenas un año, calculo, dándole un toque de lo que para algunos es ahora una cafetería guay y moderna, pero hay detalles que delatan lo que ha sido toda su jodida vida. Un bar de tomar un café o una copa a cualquier hora del día, con pinchos poco elaborados, donde lo mismo se puede comprar la lotería del sábado que cualquiera de los boletos que cuelgan de la pared para que te toque la bicicleta que rifan los chavales del equipo de futbol o las mujeres del centro social. También hay una máquina de tabaco, nueva y reluciente, con un dibujo de un paisaje muy bonito al lado de una tragaperras enorme, descolorido y oxidado.. Dos camareras jóvenes, vestidas de igual manera, charlan en la barra, una dentro y otra fuera que fuma.
No hay
mucha gente, unas ocho o diez personas. Y en estas estoy, viendo pasar
la vida y terminando mi café mientras ojeo el Semana cuando se me
acerca una chica. Es joven, de pelo corto moreno y tez blanca, con ojos
grandes y brillantes. El caso es que se queda frente a mí, parada
y sin decir nada durante unos quince segundos, hasta que al final articula
a decir educadamente y con voz temblorosa y suave a ver si quiero algo
más. No, muchas gracias, contesto; pero entonces empieza a rajar,
se sienta conmigo y me dice que me conoce, que lee mis libros y que colecciona
mis escritos desde hace más de cuatro años. Que es un placer
levantarse los domingos con el típico dolor de cabeza de después
de una noche de juerga y con ese horrible sabor de boca que dejan los últimos
cigarrillos de la noche y coger mi artículo, y empezar a soñar,
a aprender... Dice que estuvo en Madrid, visitando todos los lugares que
mencioné en "Una horchata en Vistillas" y esperando a verme en el
Café Gijón. Así que ya era hora de poder decirme todo
ésto, con perdón. Les juro a ustedes por mis muertos más
frescos, que me quedé más pasmado que el día que le
oí decir al amigo aquello de España va bien. Y no tuve más
remedio que invitarle yo a otro café y quedarme un rato más
a largar sobre la vida. Dirán ustedes que vaya flor que me he echado
hoy, y maldito lo que me importa, pero mi intención es dedicar la
página a todos y todas aquellos y aquellas que como mi amiga, me
cuidan tan bien, porque consuela comprobar que aún hay gente dispuesta
a reconocer a uno y a agradecerle las cosas. No se me mueran nunca. Muchas
gracias. Ahí queda eso.