Eva
Como
se venía de venir, que diría mi amigo Ángel Ejarque,
las erizas se han puesto en pie de guerra después de lo que escribí
hace unos días en esta misma página. Hablaba yo en aquella
ocasión de las hembras que usan y abusan de la mala leche ante cualquier
hombre para dejar claro que ya no existe un macho sobre la faz de la tierra
que pueda disfrutar de un solo poro de su piel o de su voluntad sin su
consentimiento. Las erizas, como les decía, han sacado sus armas
y la más dulce nos manda a tomar morcillas y nos aconseja que nos
las vayamos arreglando como podamos, que ellas ya no están dispuestas
a ser nuestros sostenes, ni van a seguir cubriendo nuestras primeras necesidades.
Entre toda esta tormenta de atenciones no he podido menos que fijarme en
una dama que se llama Eva y que habla despacio y casi en un susurro. Me
van ustedes a permitir que me vaya con esta mujer a tomar una copa para
poder escuchar su voz suave y tranquila, tan suave y tranquila que los
hombres, acostumbrados a hacer ruido, dar golpes e ir tan deprisa por la
vida , no hemos reparado en ella. Y quizás sea ahí donde
está la clave del entendimiento y la salvación. Estamos en
la terraza de un bar, frente al viejo Mediterráneo (no podía
ser otro) y nos acompaña también mi amigo Musafir, brillante
y lúcido escritor. Eva nos mira a los ojos con una mirada pausada
y sabia y nosotros callamos, esperando sus palabras, sin movernos apenas
para no romper el hechizo en el que nos ha envuelto. “Vosotros sois todo”,
dice por fin, “en vuestras manos está entrar en nuestro territorio
y habitar en él como en vuestro hogar”. Vuelve a callar y Musafir
y yo abrimos cada vez más los ojos y no tocamos nuestras copas por
miedo a que el movimiento la haga desaparecer para siempre. “El problema
es que estáis acostumbrados a una guerra de acosos, derribos, devastaciones,
fuego, violaciones, sangre, ocupación, dominación, que os
ha hecho ciegos. No veis que la única conquista posible es la del
respeto y la palabra sencilla y sincera.” Musafir está pálido
y a mí me tiemblan las manos bajo la mesa. Después de un
rato Eva sigue hablando siempre en el mismo tono seguro pero no amenazador.
En su mirada no hay odio, ni rencor, sólo cansancio. “No veis
que os estamos esperando, que sólo tenéis que encontrar la
única llave que abre sin forzar nuestra puerta. No véis,
los que alguna vez habéis entrado, que aun dentro nada es seguro,
que nuestro territorio es lo único que poseemos y que los gritos,
el fuego y la sangre lo destruyen. No veis que la respuesta está
en vosotros mismos: encontrad en vosotros la clave y nuestro espacio será
vuestro hogar para siempre.” Hace ya mucho rato que Eva se fue y Musafir
y yo aún no hemos intercambiado una sola palabra. Sólo puedo
pensar que no podía llevar otro nombre que el del primer ser humano
que se atrevió a comerse la manzana del conocimiento desafiando
a Dios. Y quién sabe, quizás sea ella.