Ramona
Su Manolo la dejó viuda estando preñada del octavo. Ella solita les había criado, todos limpios y decentes. Se había multiplicado por mil para llevar unas perricas a casa que no les faltara de comer ni de vestir, y tener atendida a toda la prole.
Ni que no fuera bastante con el servicio a la patria que había prestado ella. Estos pensamientos embargaban a Ramona, nerviosa y sollozando.
Hacía unas horas había recibido un telegrama del cuartel y le hacían saber que estaba de regreso, que le habían licenciado. Los nervios y el sollozo por la alegría hacían que Ramona no parase quieta. Planchaba lo planchado, fregaba lo fregado, barría lo barrido quería que todo estuviese en orden y limpio para cuando llegase con ella.
Una y otra vez Ramona tomaba el pañuelo y secaba sus lágrimas, de ahí a la nariz y de nuevo a secar las lágrimas.
A las doce de la mañana, a las doce, llegaba el ansiado tren y con él su pequeñín. A las once y media ya estaba ella en el andén con su traje negro, pero limpio, sus zapatos relucientes, su bolso nuevo y... su pañuelo, su rugoso y pringoso pañuelo, empapado en un engrudo de lágrimas y mocos.
Pero es que Ramona era una mujer de gran sentimiento y enorme corazón. En esos treinta minutos se asomo treinta veces a la vía para ver si el tren, el esperado tren, llegaba. Sus gruesas piernas y sus 90 kilos de peso, embutidos en un suéter y una falda negra, no hacían justicia al frenesí en el que se encontraba inmersa.
Un pitido a lo lejos hizo que Ramona saltara sobre si misma. Desesperada se acercó al borde del andén para ver si divisaba el tren que llegaba, como si de esta forma el tren fuera a llegar antes. Miraba a la derecha, a la izquierda y vuelta a mirar a la derecha, hasta que al fin lo divisó. El jefe de estación, amablemente, la hizo retirarse unos metros del borde del andén explicándole el peligro que existía. Ella asintió con la cabeza y ganas le daban de explicarle su nerviosismo.
Por fin pasó la locomotora, un vagón, otro, otro más... El tren iba disminuyendo su velocidad y Ramona excitada, iba escudriñando los vagones como podía con la esperanza y el anhelo de adivinar la figura de su hijo. El tren terminó por pararse y del vagón que quedó frente a Ramona se abrió la puerta.
¡¡¡ Ahí !!! ¡¡ Ahí estaba su pequeñín !! ¡¡ que guapo !! ¡¡ que elegante !!
Parecía más delgado pensó. ! Pero estaba como un Capitán General con su bonito y lustroso uniforme militar. Se estrecharon en un fuerte, muy fuerte abrazo. Ramona no paraba de llorar y de exclamar ¡¡Hijo!! ¡¡Hijo mío!!.
Sus fuertes y vigorosos brazos le apretaban contra sus pechos y lloraba, lloraba....lloraba...
Poco a poco, Ramona, iba notando que en el abrazo, a pesar de seguir apretándole con todas sus fuerzas, que no eran pocas, contra sus carnes, iba teniendo menos hijo que abarcar. Hasta que sintió que el uniforme, el flamante y bonito uniforme militar, se deslizaba entre sus brazos y cayendo ingrávido a sus pies.
Asustada, Ramona sintió escalofríos, náuseas, notó como sus fuerzas la abandonaban. Sus piernas, sus gruesas piernas, desfallecían, perdían el control e iban cediendo.
Un sudor frío le iba dominando. Ramona se derrumbaba lentamente. Con la mirada perdida, todavía le dio tiempo a contemplar como, de aquel vagón que había quedado justo en frente de ella, cuatro soldados se esforzaban, intentando mantener el equilibrio, en bajar un féretro cubierto con la bandera nacional...
A servir
a la patria se repetía, a servir a la patria...