Gustavo
A Gustavo lo conocí hace muchos años en la cafetería en la que acostumbro a desayunar todos los sábados después de dar un largo paseo. La cafetería se llama Obelix y es pequeña pero con una gran claridad porque tiene forma alargada y un amplio ventanal con vistas a la calle en uno de los lados. Sus paredes están hechas con ladrillos propios de las construcciones viejas, tan viejas como la barra, las fotográficas enmarcadas en la pared y el enorme espejo que descansa detrás de la barra. El espejo tiene las manchas típicas que delatan su edad, y sus orillas están repletas de fotos, notas con números de teléfono y billetes de lotería que nunca tocaron. Este ambiente rescatado del pasado es para mi acogedor porque Lupe, la camarera, se preocupa de cuidarlo con cariño.
Lupe tiene el pelo como la tez muy morenos lo que hace que se destaque aun más su blanca y alegre sonrisa. Sus ropas dejan adivinar las curvas de su cuerpo ágil, firme y vigoroso que se mueve al ritmo de su trabajo y de la música caribeña que tanto le apasiona. Pero lo que recuerdo con más agrado siempre que pienso en Lupe son sus dulces ojos color de miel con los que consigue hacerse entender mejor que con sus palabras. A esos mismos ojos los he visto reír, besar, consolar, insultar o reprochar. Precisamente un reproche había en ellos cuando me los clavó el día que robé sin darme cuenta el periódico propiedad del local que en esos momentos leía otro cliente. Como no podía ser de otra manera, me disculpé ante aquel cliente que se llamaba Gustavo.
Gustavo es un joven delgado, pero fuerte, y con un encanto que consigue despertar algo en las mujeres a juzgar por la forma en la que su imagen se refleja en los ojos de Lupe las veces que ella se acerca a servirle y él casualmente está mirando distraído hacia otra parte. Gustavo es de trato educado, sencillo y serio. La misma seriedad que aplicó en sus estudios, para terminarlos con excelentes notas, y que aplica a su trabajo, en el que se preocupa por ser un profesional competente y responsable. Por aquel entonces, conforme iba conociendo mejor a Gustavo más lo valoraba por ser muy atento con las amistades. Nunca esta lo suficientemente ocupado para desatenderte. Y siempre es lo suficientemente generoso para que no despidas de él de vacío. Siempre tiene al menos un gesto amable, un sabio consejo o una sonrisa de complicidad para regalarte.
Pero lo que más aprecio de Gustavo es su amor por la vida. Es una persona inquieta arrastrada por una tremenda curiosidad. Una vez me contó que desde que aprendió a sumar y restar se dedicó a destripar calculadoras y no paró de hacerlo hasta que su curiosidad se sació al estudiar informática. Le gusta hablar de sus proyectos e ilusiones y a mí me gusta escucharle porque sus palabras me inyectan vitalidad. Un día me habló de Irene.
Coincidieron en un cursillo. Irene se sentó a su lado el primer día de clase y Gustavo no pudo evitar fijarse en sus pendientes extraordinariamente brillantes y azules. Al seguir estudiándola se quedó aun más sorprendido por su reloj enorme, digital y con una correa anchísima de blecro. Su ropa era amplia, cómoda y sin marcas comerciales conocidas. Además su melena corta era rizada y a simple vista parecía despeinada. "¡Que poco se arregla esta chica!", se dijo. Aunque la chica de su lado no era una chica atractiva a Gustavo le gustó porque siempre ha tenido la cualidad de saber el verdadero valor de un diamante en bruto, lo que Gustavo vivía como una maldición. Han sido muchas las veces que me he reído de él mientras me dice: "No sé porque lo que me gusta no es ni lo común ni lo llamativo pero, da la casualidad que, siempre es lo más caro. Y a más trato de cambiar de parecer, más termino convenciéndome que es para mí". ¡Y era verdad!, siempre que mirábamos relojes en un escaparate sin fijarnos en los precios terminaba eligiendo el reloj que resultaba ser él mas caro, aunque no fuera ni el modelo de moda ni el más llamativo. Y esta cualidad la vivía como una maldición porque no se podía permitir esos relojes demasiado caros para un trabajador como él. Irene no era una excepción, ella era un diamante en bruto pero también tenia su precio. Su familia era acomodada.
Irene resultó ser como Gustavo pero en chica: sería, trabajadora y deportista. Gustavo que sabia cuanto la necesitaba, la cuidaba como oro en paño. Y no dejaba de hacer planes para disfrutar de un amor rico en complicidad, risas espontáneas, atardeceres, paseos estrellados, besos y juegos íntimos.
Pero su amor se malogró el mismo día que Irene presentó a Gustavo a su familia en una cena familiar en la que al padre de Irene se le atragantó algo que inicialmente no estaba en el menú de aquella noche tan especial. Y es que la vida no es fácil para nadie y menos para alguien como el padre de Irene que partió de las necesidades de una familia humilde para llegar a su posición a base de trabajar, sufrir mucho y luchar aun más contra toda clase de canallas, cara duras y timadores. En el mundo del padre de Irene no hay sitio para pobres perdedores de alma cándida o corazón sensible y romántico. Simplemente... aquella noche... Gustavo no fue obstáculo.
Recuerdo con tristeza y rabia el día que Gustavo me lo confesó todo. Hice de padre paciente que una vez más escucha la amarga narración de una historia tantas veces contada y tan vieja como el hombre. Aunque no se lo confesé a Gustavo, me alegré por él porque todo fue rápido. Ya se lo pueden imaginar ustedes. Una reunión familiar para hacer entrar en razón a la hija que había perdido el camino recto y sensato. Después, una conversación con Gustavo que con su inexperiencia no supo encajar y perdió los papeles, el norte y hasta el DNI. Aquella fue una mañana larga. Gustavo se avergonzaba por no haber sido capaz de defenderse y de no haber sido capaz de defender a Irene. "Con tan solo encontrar las palabras precisas ahora no estaría solo... pero no supe ni decir, ni hacer nada.", se lamentaba.
Aunque yo lo sabia, nunca me había parado para fijarme y ser consciente de hasta que punto Gustavo es débil y frágil. Esta evidencia sé hacia más palpable semana tras semana conforme la vergüenza y la culpa calaban en su alma por lo que había permitido que le pasará a él y a Irene. Cada vez que terminaba de contar ese capítulo de la vida que todos conocemos y que de alguna forma nos ha tocado vivir, se quedaba callado, con la mirada fija en el infinito y con su mente a mil kilómetros de cualquier sitio. Entonces es cuando preguntaba: "¿Cómo estará Irene?". Como la pregunta no buscaba respuesta yo me reservaba mis pensamientos para mí. Y entonces era yo él que se sentía dolido por sufrir tan de cerca la impotencia y la rabia de mis recuerdos.
Y es que aunque quiera mucho a Gustavo... ¡manda huevos!... uno es padre de una hija y los que tengan alguna saben a lo que refiero sin necesidad de que les diga nada más.
Por eso no puedo tomar partido en este drama a pesar de saber como es y a pesar de lo que siento por él porque en estas plazas ya he peleado en la arena, unas veces como matador y otras como novillo. Y aunque Gustavo no sea una persona para desconfiar, yo no me fío por sí acaso. Porque la distancia entre ser una víctima y un verdugo es muy corta. Y en mis muchos viajes a países en guerra he visto víctimas débiles pasar a ser los peores de todos los verdugos con un simple giro del curso de la guerra. Y es cuando vives esos horrores cuando ves la cara de la verdadera naturaleza humana muy lejos de lo que predica cualquier ley, ideal, ética o moral. Y te planteas muchos valores que hasta ese momento creías ciertos como es el caso del Bien y del Mal. Recuerdo que recientemente asistí a una conferencia en la que el invitado decía que la línea entre buenos y malos era difusa. Al oír esto cambié una mirada de irónico asombro con mi acompañante para decirnos: "¡Ah! ¿pero que hay línea?".
Y es que la vida es muy perra y sobre todo caprichosa a la hora de repartir las cartas con las que luego tienes que jugártela. Y aunque me pese sé que no queda más remedio que Gustavo aprenda a jugar con sus cartas entre las que no hay no oros ni espadas. Y si bien la sensibilidad no ayuda mucho para pelear yo siempre trato de infundir arrojo a Gustavo recordándole aquellas palabras que el Ché Guevara decía a sus hombres: "Por muy dura que sea la batalla nunca hay que perder la sensibilidad". Porque la sensibilidad es él limite entre el ser soldado y ser un asesino. Y aunque al Ché eso de ser sensible no le libró de que lo dejaran listo de papeles en Bolivia, peleó con todas sus fuerzas por aquello que sentía, acumulando tanto derrotas como victorias, ¡con un par!.
Y aunque, tu Gustavo, no seas el mejor soldado del mundo, ni tan siquiera un buen soldado, eres lo único que tienes y si no tienes hígados para luchar como Alatriste al menos lucha como Hamlet.
Por mi parte aquí me tienes, ¡un amigo!. Hasta que la salud
me lo impida o hasta que la vida vuelva a repartir la próxima mano
de cartas y cambien nuestros palos.