Ola Pepe
Pues
eso. Que estaba el otro día el arriba firmante sentado en la terraza
de un bar en Cádiz, viendo pasar la vida, bajo un sol de justicia
que relucía con ímpetu casi primaveral en la plaza. Al lado
de las mesas, un señor mayor con un acordeón, se atrevía
con las notas de un pasodoble. Cántame un pasodoble español,
decía el colega, mientras su mujer, sentada a su lado en una silla
plegable, estiraba las piernas y bostezaba ruidosamente. Sabor añejo,
que digo yo.
Delante mía se alzaba la ostentosa catedral y, a mi derecha, la Casa de los Jesuitas donde, hasta hace poco, una placa de mármol recordaba la estancia de Gravina, el ilustre marino herido en Trafalgar. Ahora, en su lugar, sobre la ruinosa pared, se puede leer un cartel que dice: “Edificio adquirido por la Universidad de Cádiz”. Me da miedo pensar en qué se convertirá el histórico edificio... En este país en el que el más tonto llega a ministro de educación, secretario general de la OTAN o se presenta, un poner, a un concurso por internet de imitadores del que firma estas líneas, un arquitecto es capaz de borrar de un plumazo (o de un planazo) la historia y convencerte de que la intervención efectuada para convertir un edificio tardobarroco en una elegante a la par que funcional residencia de estudiantes logra conjugar las líneas de la arquitectura tradicional con las técnicas vanguardistas más innovadoras que, de forma apriorística, dan una brillante solución al problema urbanístico planteado. Total, que del edificio que fue, ni rastro. Y en el lugar que otrora hubo una placa de mármol que honra nuestra memoria y la de nuestros héroes, a falta de otros recordatorios más dignos, pondrán (hay que joderse) una nueva que conmemore la inauguración del edificio funcionalmente rehabilitado por el político de turno, con muchas afotos y toda la parafernalia.
Pues en esas cavilaciones estaba, disfrutando del sol, y del hombre del acordeón, cuando se instala al pie de la escalinata una tribu de indios arapahoes. Bueno, rectifico: una tribu de indios del Altiplano disfrazados de arapahoes. Así como suena. Con sus penachos de plumas y sus flecos y sus abalorios y sus cassettes. Y en vez de tocar, no sé, “El cóndor pasa” pues van y nos brindan a la forzada concurrencia, a pleno volumen, la banda sonora del Titanic. Así, por el morro y sin anestesia. Y el hombre del acordeón desgañitándose, pero digno, ladeando graciosamente la cabeza cada vez que alguien (sobre todo si es morena y guapa) echaba unas monedas o, simplemente, se ponía a escucharle. Con un par.
My heart goes on -continúan los arapahoe. Y cuando ya me veo con el agua al cuello, glú glú, aparece una pandillita de críos de unos 9 o 10 años, todos con el patinete de turno, dale que te pego, embistiendo a todo bicho viviente, pasándole (varias veces) por encima a un par de señoras que arrastraban su carros de la compra, empujando a un hombrecillo moreno, muy peinado hacia atrás con fijador y con ojos de ranita melancólica, y tirándole el tenderete al vendedor de la ONCE. Y entonces va uno, separándose del grupete, y en un gesto de independencia y de iniciativa, se acerca a la pared, rotulador en ristre y escribe “Ola Pepe”. Y el futuro ministro, o concejal o inaugurador de edificios históricos rehabilitados se aleja orgulloso de su hazaña y se reúne con el resto de la pandilla, que, en espera de su líder, se dedicaba a arrancar unas cuantas flores de los parterres.
Y en
la esquina, el hombre del acordeón a brazo partido en lucha contra
la técnica de los amplificadores. Mi Buenos Aires querido, canta
al ver pasar al de los ojillos de ranita. Y por un momento, se hace el
milagro y los indios callan, o mejor, se les termina, por fin, el cassette.
Y el acordeón acomete su enésima interpretación
castiza, en el café de Levante, entrepalmas y alegría, cantaba
la Zarzamora. Pero esta vez sin interferencias de ningún tipo. Y
se me olvidan en ese momento Di Caprio, la placa, el político, los
flashes, los patinetes y la madre que los parió.
Milady. Febrero de 2001