Sobre analfabetos e incultos
A veces, desde esta atalaya donde me paro a ver pasar la vida y desde la que me permito la licencia semana tras semana de arremeter contra todo lo que se mueve y donde seguiré mientras me queden fuerzas o ganas, si no se cansan antes los de El Semanal de mí, que esa es otra y cada día se lo pongo más difícil. A veces, les decía, me he referido a esto que algunos aún llamamos España como un país de analfabetos e incultos, amén de insolidarios e hijos de puta, pero ese no es hoy el tema.
Y cada vez que me refiero al poco, o nulo, conocimiento que de nuestra historia reciente y pasada hace gala el más pintado, se llena esta redacción de cartas de lectores indignados que me nombran a los muertos más frescos y me tachan, entre otras lindezas, de chulo, retrogrado y españolista. No es que a uno le molesten especialmente estas misivas, las recibo peores -y mejores, todo hay que decirlo-, pero quizás me hayan hecho reflexionar un poco sobre el fondo del asunto. Tal vez no haya tanto analfabeto como el arriba firmante opina -compensa que en el número de hijos de puta me quedo, seguramente, corto-. Tal vez el problema radica no ya en la falta de conocimientos, sino en la calidad de los mismos. Lo que pasa es que puede que yo sea realmente un españolista cerril y considere que nuestra historia, la historia escrita con la sangre y el sudor de nuestros abuelos - y con la de los abuelos de nuestros abuelos- , y que nos ha hecho como somos y - cada vez lo pongo más en duda- que hará que nuestros hijos sean como acabarán siendo; esa historia, digo, merece mayor consideración que esa otra con la que, por activa y por pasiva, nos bombardea a diario la maquina propagandística del Tio Sam.
Porque, y no me lo van a poder negar, o sí, pero poco, no hay que ser Ministro de Educación para darse cuenta de las carencias de que adolece una gran parte de pobladoros y pobladoras de este país.
Y si no, a ver que opinan ustedes de que en este país se conozca más, verbigracia, a George Washington que a Estanislao Figueras. A Apaches y Mohicanos que a Tartessos y Fenicios. A Benjamin Martin El Patriota (por que lo han visto en una peli del Mel Gibson matando ingleses) que a Juan Martín El Empecinado. Un país, en fin, de gentes que se sabes de memoria la Guerra de la Independencia de los Estates y les suena mucho la Batalla de Gettisburg pero aún se preguntan qué coño pintaban los franceses en las aventuras de Curro Jiménez y a los que de Bailén están seguros haber oído alguna vez en el Telediario que tienen unas minas de mercurio o algo así (¿o eso era Almadén?, qué importa). Que saben perfectamente que existe Florida por que Disneylandia está en Orlando y allí vive el Pato Donald, pero no tienen ni puñetera idea de quién cojones era Don Juan Ponce de León, ni les importa un huevo de pato, gangoso o no. Que saben, les salió un día en el Trivial, que Alaska es uno de los Estados Unidos de Norteamérica del Norte porque se la compraron a los rusos pero no tienen ni pajolera idea de cómo llegó a ondear la bandera de su Graciosa Majestad (Graciosa, si. Por el forro de los cojones), en el Peñon de Gibraltar.
A lo
mejor el problema es que nosotros no tenemos Hollywood o que nos gusta
demasiado que nos den las cosas hechas. Pero piensen un poco en que a usted
y a mí nos parieron en una tierra cuya historia se remonta varios
milenios, un lugar donde se construían catedrales que aún
hoy perduran mientras en otros sitios se vivía en tiendas hechas
de pieles de animales, o donde ya existían Universidades (sin fiesta
toga ni Hermandades Alfa-Teta-Culo, eso sí) al mismo tiempo que,
por otros lares, se transmitían historias del Abuelo Cebolleta con
plumas a base de dibujitos en la arena. Piénsenlo y díganme
si no es para cagarse en el Copón de Bullas que la poca culturilla
de la que más de uno presume se haya obtenido comiendo palomitas
o esperando el intermedio de Cine 5 Estrellas para ir a mear.