Días de vino y rosas
Se llamaba Manuel, Manolo para los amigos, y nosotros lo éramos. Manolo era un camarero con solera, de los de siempre, con sesenta y tantos tacos a sus espaldas, sonrisa noble e impecable camisa blanca.
Bayeta en mano, limpiaba la barra con una pulcritud y cuidado que sólo los años tras el mostrador de uno de esos majestuosos templos podían ofrecer. Bares donde se reunían para charlar de sus cosas los amigos de toda la vida, donde se jugaba al dominó, o simplemente se paraba uno a ver pasar la vida.
Casi toda su vida lleva detrás del viejo mostrador, porque, ya se sabe, aquellos no eran tiempos de andarse con gaitas, y los niños se hacían grandes a fuerza de trabajar en el negocio familiar.
El local, sobrio como su propietario, conservaba el aspecto rancio de vieja taberna, mesas y sillas de madera, de esa madera vieja y ajada que el tiempo se encarga de ennegrecer, ayudado por el vaso de vino que cae sobre ella o el paso de los dedos tostados por el trabajo siempre duro de la tierra; un cartel amarillento que recordaba las corridas del Corpus de aquel ya lejano 1965 donde El Cordobés compartía plaza con un tal Antonio Bienvenida; y presidiendo esto, el gran espejo, desgastado por el paso de los años y las miradas.
Lugares que, pese a sus días contados, tienen el don de parar el paso del tiempo a todo aquel fulano que se acerca a su barra. Un tinto, Manolo... y la tapa. Lo de menos es lo que se toma, la excusa. Lo que verdaderamente importa es el sabor de todo aquello, mezcla de nostalgia y rabia por el tiempo que se nos va. Ya poca gente se para a beberse el carajillo antes de ir al trabajo, o tomarse el vino con las anchoas a modo de aperitivo antes de comer.
A Manolo se le ve triste, cansado de años y años viendo pasar la vida, -qué poco me queda ya- parece murmurar mientras recoge el dominó que ha servido como excusa de la última reunión. Lo más triste no es la sensación de que se está volviendo viejo, sino la añoranza de los tiempos de esplendor del local; del intenso olor a puro las tardes en las que había corridas en la Monumental; del aroma penetrante a café recién hecho, acompañado por un buen plato de churros; o del sabor de ese barquillo que los niños conseguían tras convencer a sus padres.
Nos cuenta que cada dos por tres se presenta -casi siempre cuando el local está vacío-, un tipo con chaqueta y corbata engominado hasta las cejas, que quiere comprarle el negocio por cuatro duros para poner otra hamburguesería. Y Manolo se ríe, o al menos hace como que lo hace, porque esa mueca horrible tiene de sonrisa lo que yo de obispo de Astorga.
Lo cuenta para desahogarse, en un intento de explicar lo que se nos va. Cincuenta años de su puta vida sirviendo aguardiente a los amigos y ahora quieren meter a niñatos con un pendiente en los huevos para engullir americanadas. Manda cojones.
Algún
día –dice- cuando todo esto se vaya al carajo, por dignidad y por
respeto a su propia memoria, dejará de pasar por allí, para
dejar de ver ese cartelón de colorines anunciando hamburguesas que
estará puesto, fíjate que puta coincidencia, donde Manolo
colgaba la pizarra en la que anunciaba el menú del día: habas
con jamón, café,copa y puro por 75 pesetas. Ese día
–que llegará como todo aquí- Manolo no habrá perdido
su bar. Ese día, a Manolo se le habrá acabado la vida.