“Los
monstruos, somos usted y yo” |
Jueves, 25 de enero de 2007
Antes de ser el famosísimo creador del Capitán Alatriste, novelista de éxito y miembro de la Real Academia Española, Arturo Pérez-Reverte fue reportero de guerra. Para el diario Pueblo, después para la televisión pública española, este hombre, que parece aún un soldado (en forma, dando apretones de manos y con el mismo corte de pelo), ha cubierto los conflictos más sangrientos. De paso por París justo antes de la aparición de su última novela, el escritor-navegante (pasa una gran parte de su vida en el Mediterraneo, su “verdadera vida”, a bordo de un barco donde ha acumulado más de 300 libros), nacido en Cartagena en 1951, evoca el modo en que el horror ha transformado su mirada del mundo.
- Usted ha esperado largo tiempo para introducir en la ficción su experiencia como reportero de guerra.
- Esta novela responde a una parte de mi vida, pero yo nunca he utilizado este tipo de material antes. Sólo han aparecido sobre esto pequeños brochazos dentro de otros libros. Por qué ahora? Puede ser que estoy en un momento de mi vida, pasados los 55 años, en el que empiezo a vaciar los armarios. En todo caso, no hubiera sido capaz de escribir una novela así hace diez años.
- Como la de Faulques, el fotógrafo de guerra –personaje central de su novela-, su mirada al mundo ha cambiado, forzosamente por la experiencia de los campos de batalla. ¿De qué manera?
- Yo fui reportero de guerra durante 21 años, es decir una gran parte de mi vida. Empecé cuando la guerra de Kippour, en 1973, y acabé en Bosnia. Lo hice sin complejos, pero no conté las historias y ya pagué el precio de esta vida. Fui un hijo de puta, aunque honesto en cualquier caso.
No puedo evitar recordar cuántas cosas podría haber evitado, los sufrimientos que podría haber ahorrado. Pero yo no estaba allí para eso. El resultado es que ahora soy consciente en todo momento de estar en territorio hostil. Cuando navego, miro las nubes y pienso que podría desarbolar. Ese oficio me dio una visión diferente de la vida. Mi hija me dice que, en la misma calle, yo me desplazo como un soldado, siempre en guardia. Mi mirada está hecha de los libros que he leído, del tiempo pasado en el barco, pero de esto también. Lo que es seguro, es que yo sé lo que la mayor parte de la gente no quieren saber: que El mundo es un sitio caótico. El 11 de septiembre de 2001 estaba en Buenos Aires. A mi alrededor, todo el mundo exclamabas: “¡Qué horror! Qué horror!” y yo no lo comprendía. Yo pasé 21 años viendo cosas como esa. Y mostrándolas. Tuve ganas de decir: ¿Pero no habéis visto nunca nada? ¿No habéis escuchado nada?
- ¿Ha sido la intimidad con el horror la que ha transformado su mirada?
- El horror que yo he vivido, no me lo ha contado nadie. Cuando estaba en Sarajevo, con mi cámara, nos fuimos de caza, vestidos con nuestros cascos y nuestros chalecos antibalas, para asistir a los bombardeos nocturnos. Después transmitimos, volvimos al Hotel Holiday Inn y, vaya, ya no se habló más. A nuestro lado, había unos periodistas que teorizaban sobre el horror y nosotros no podíamos dejar de pensar: “Esta gente no cuentan nada que sea real”. En mi libro, expreso el desprecio que me provoca estos aficionados al horror.
Un día, en Sarajevo, cayó una bomba en la calle, justo a nuestro lado. Había un niño, destripado pero aún vivo. Lo filmamos. Después lo metimos en el coche para llevarlo al hospital, procurando mantenerlo con vida. Cuando llegamos, estaba muerto. Volvimos a marcharnos y durante los tres días siguientes no encontré ni siquiera agua para lavarme. Todo ese tiempo, estuve, entonces, con la ropa manchada y las uñas sucias con los restos de sangre de aquel niño. Después de aquello, cuando veo a un niño por la calle, como hoy he visto en París, no soy capaz de mirarlos de la misma manera. Eso cambia laminada. No es ni mejor ni peor, sólo diferente.
- ¿Esta experiencia le ha hecho darse cuanta de qué es la monstruosidad?
- Los monstruos somos usted y yo. Sólo los intelectuales y los gilipollas que hacen demagogia del horror trazan una línea de demarcación entre el bien y el mal. Me eduqué en la cultura de Homero y Virgilio. Me formé para ser un caballero y finalmente soy un canalla que vivo en un mundo de canallas. Es algo que destruye la inocencia, pero que da lucidez.
Sé que no importa lo que la gente hace, dependiendo de las circunstancias. Usted, yo. Usted tiene la suerte de que los acontecimientos no te llevarán a cometer un asesinato. Ciertas situaciones nos permiten olvidar que el mundo es como es, y soportarlo así, pero eso no cambia la naturaleza de las cosas. La geometría del horror nos envuelve. Se puede acondicionar el pequeño trozo de tierra que se tiene alrededor para hacerlo más habitable, pero no se podrá impedir que en otro sitio un volcán se despierte ese mismo día. Cada Titanic tiene su iceberg que lo espera.
- Dejando a un lado la fotografía, Faulques emprende el trabajo de pintar un fresco donde quiere mostrar el horror de todas las guerras. Usted mismo, ¿cómo ha integrado el horror?
- Más vale aceptar las reglas del juego con serenidad. O la sociedad contemporánea rechazará el horror. Cuando yo era pequeño, se llevaba a los niños a las cabeceras de los muertos. Ahora, estamos en un mundo que no esta preparado para recibir de lleno la cara de la realidad tal como es, la realidad donde forzosamente tenemos que llegar. Estamos rodeados de comodidad y mentiras. Por lo tanto, si admitimos que este mundo no es un tablero de juego frío e implacable, podremos aceptar las consecuencias serenamente. Solamente se debe saber que Dios no puede hacer nada por nosotros. Si cuando volví de Sarajevo hubiera pensado que existía en alguna parte un dios responsable de todo eso, yo lo habría buscado para romperle las narices. Al final, no hay más que reglas geométricas.
- Las desviaciones modernas de la imagen y su poder mistificador son un punto central de su libro. Es un tema que tratáis después de mucho tiempo.
- En esta novela, ni la esclavitud ni la pasión aparecen en el lenguaje. Está escrito fríamente, serenamente, sin ilusión, pero en el buen sentido de la frase: sin proselitismo y sin dramatización. Lo que intento demostrar es que la imagen está finiquitada después de tanto tiempo. Está totalmente manipulada, totalmente pervertida. Yo lo sé: las fotos que yo he cogido, han sido publicadas en los periódicos. Puedo ver la diferencia enorme que existe entre la obtención de la imagen y su destino final. Se utilizan las imágenes de forma indiferenciada, desprovistas de sentido. Para entenderlo, esto obliga a mirar alrededor, a volver a los viejos maestros, que no mentían nunca, que no banalizaban el horror, ni comercializaban el sufrimiento. Habiendo crecido mirando pintura, sé que todos los cuadros pueden justificar la mayoría de lecturas, pero que la más evidente no es la buena. Es lo que yo he querido demostrar dentro de El Cuadro del maestro flamenco, donde el personaje principal está al fondo del lienzo.
- ¿Se ha vuelto usted pesimista?
- No tengo una buena imagen de la sociedad. Y no se trata de una cuestión ideológica: hablo desde el instinto. ¿Hasta qué punto se puede tener piedad de una colectividad que no es capaz de mirar a la realidad a la cara? De algunos individuos, sí, se puede tener piedad, pero de la sociedad, no. ¿Una sociedad que, novecientos años después de Homero, ha tenido toda la información necesaria sobre el horror y no es capaz de utilizarla de ninguna manera para protegerse? ¿Qué prefiere instalarse en una ficción confortable y sentirse completamente vulnerable? Una vez, entre Lárnaca y Beirut, un rayo cayó sobre el avión en el que yo iba. Todo el mundo se puso a dar unos aullidos espantosos. En ese momento, comprendí que la cultura es la que nos impide gritar cuando el avión cae. Es ella la que nos da las reglas del juego. San Agustín lo sabía, Homero también, y Goya. Pero nuestra cultura, a nosotros, hoy en día, no nos sirve absolutamente de nada.
(traducción
cortesía de Mio Cid y saltimbanqui para el foro Icorso.)