El
paisaje que queda después de la batalla de Arturo Pérez-Reverte |
Sábado, 1 de abril de 2006
OPINIÓN – EL PLANETA
DE LOS SIMIOS – David Gistau
Pongamos que hablo de Sarajevo.
Una casa en llamas. Gente quebrada que se arrastra por el suelo. Y llegan dos
periodistas, una cámara. Algún miembro de la estirpe actual de reporteros de
guerra, en la que Arturo Pérez-Reverte identifica una vocación samaritana que
ahonda en la distancia generacional, tal vez habría dudado qué hacer, si
arremangarse para socorrer a los dolientes, olvidada la cámara junto a una
piedra, o buscar primero el mejor plano para abrir el informativo, demorando
unos minutos ese instante en que la compasión entorpece el periodismo.
No
así la generación de Arturo: “Eramos mercenarios eficaces”
sin otra causa que la de contar cuanto ocurriera, poco reclamados por
compromisos de los que se escriben con letras mayúsculas: la Verdad, lo de
Cambiar el Mundo. Eran visitantes con billete de vuelta de otros mundos que
están en éste, que parecían obligados por el único consejo que Yor-El dio a su hijo, Superman, antes de enviarlo al
espanto del planeta Tierra: “No te inminscuyas en los
asuntos de los humanos. No trates de cambiar las cosas”.
De esa casa en llamas, de tantas
casas en llamas como ha visto, Arturo Pérez-Reverte salió llevando en brazos a
alguien que tal vez llegara al hospital a tiempo. Pero antes consiguió algo con
lo que abrir el informativo: “Si tan solo te dedicas a socorrer, y no consigues
la imagen, tu redactor jefe elogiará tu calidad humana, tus esfuerzos, tu
implicación. E inmediatamente después, te despedirá”. Suena cruel, ¿verdad?
Pero es que “incluso los que aman a las focas son crueles: sólo necesitan una
oportunidad”. Como Faulques, su personaje de El pintor de batallas. Arturo se ha
pasado demasiadas veces al otro lado de la delgada línea roja como para no
haber aprendido que lo normal, lo propio de la naturaleza humana, no es llevar
corbata y probar el vino con el meñique tieso para calibrar su temperatura,
sujetos los instintos por un frágil
barniz de civilización. “Lo normal sería arrojarnos sobre el tenedor en el
cuello. Eso es algo que siempre estamos a punto de hacer. Y si algo nos detiene
es sobre todo el miedo al castigo. En la guerra no ocurre nada que no esté pasando
cualquier tarde en Madrid. La diferencia es que en la guerra sucede a lo
bestia.”
Arturo Pérez-Reverte vive ahora
replegado. No forzosamente en una torre junto al mar, como ésa en la que Faulques no elige la escritura, sino la pintura, para hacer
más tolerable la memoria de todos los fantasmas que son la estela de lo vivido
y de lo perdido. De lo visto: naves ardiendo en la constelación de Orión.
Atrincherado detrás de un carácter fuerte que le permite decidir las distancias
sin sumisiones protocolarias, no frecuenta los cenáculos literarios ni, atado a
mástil como Ulises, se deja tentar por los neones de las vanidades urgentes.
Como mucho, los jueves se viste de académico en la habitación de un hotel como
los toreros, y saluda a Neptuno mientras va a la plaza a lidiar gramática:
“Siempre fui así, también cuando era periodista de guerra. Siempre fui el tipo
que miraba, no el que se integraba en un grupo. Apenas tengo unos cuantos
amigos escogidos a los que no necesito ver continuamente pero a los que nunca
fallaré. Porque uno de mis principios es no traicionar jamás a quien te ayudó.
Otro consiste en responder a todos los desafíos.”
El “no queda sino batirse”,
obligación casi heráldica de su Quevedo, de su Alatriste,
que por fin será cine encarnado por Viggo Mortensen: “Viggo me preguntó
como preparar el papel. Es un tipo muy leído que conoce el Siglo de Oro. Yo le
dije que se tomara un tiempo para viajar por Castilla y que fuera alguna tarde
a los toros. El torero es el último ejemplar de la casta a la que pertenece Alatriste”.
Hubo un tiempo, y ese impulso le
llevó a la guerra, en que Arturo venía a ser como esos grumetes de Stevenson que buscan en el muelle dónde embarcarse, cómo
escapar de la posada familiar, del destino minifundista. Como es costumbre en
los viajeros que cargan en la mochila un cuaderno con las páginas en blanco, la
llamada de lo salvaje, que decía Jack London, la escuchó en las lecturas: “Yo quería ver si los
libros leídos contaban la verdad. Quería comprobar, amueblar el mundo con una
imaginación literaria que me servía incluso para volver fascinante a la gente.
Nunca me costó descubrir un personaje en cada persona. Y claro, la guerra era
la aventura máxima. Una promesa de chicas, whisky y
viajes que me debían todos los libros que llevaban en la mochila”.
Contaminado de literatura y
todavía limpio de vivencias personales, de cicatrices de las que no se llevan
en la piel sino que se dejan escritas, Arturo salió al mundo. Y necesitó muchos
descensos al infierno para descubrir que, al final, la guerra corrompe la
aventura, la ensucia. Ocurre, dice, cuando el rostro de una niña muerta te
recuerda demasiado al de tu hermana, que está a salvo en alguna parte, tan
lejos pero tan cerca. Ocurre, dice, cuando al editor le parece demasiado crudo
abrir el informativo del mediodía con la morgue del hospital de Sarajevo
después de una escabechina en un mercado, y entonces qué hago aquí. O cuando,
como decía Manu Leguineche,
importa más qué equipo alcanza puesto de UEFA que el horror en el que uno se
está vaciando el alma con tal de contarlo, y entonces qué hago aquí: “No se
puede envejecer como reportero de guerra. No debes convertirte en este veterano
cínico que en un burdel cuenta sus batallitas a los novatos” y que igual, de
tanto enajenarse, luego no sabe ni cómo acomodarse de nuevo al barniz de
cavilación en el que se prueba el vino en vez de degollar al prójimo.
Terminada la fase de aventura,
hastiado de pelear con las redacciones por una concepción descarnada del
periodismo, Arturo se encerró en su torre para pintar su propio mural literario
con todas esas historias que “me revolotean como moscardones que hay que ir
capturando”. Toda una memoria de horrores de los que regurgita unos cuantos en
El pintor de batallas, donde no falta ni una visita procedente del pasado que
irrumpe en su espacio final para arrojarle toda la culpa de haber hecho
periodismo: de haber entendido que un doliente no era sino la fría búsqueda del
mejor plano. Tiene un modo particular de digerir el drama, de dejarse golpear
por lo sutil más que por lo explícito: “Es que lo peor no es patinar en la
sangre o ver un cuerpo desmembrado. Lo peor es un pueblo vacío en lo que antes
vivía gente. Lo peor es ese perro cojo que te sigue porque eres el único humano
que ha visto en semanas. Me ocurre lo mismo cuando veo imágenes del Holocausto.
Mucho más terrible que la pala del bulldozer cargando
cadáveres me parece el montón de gafas y de muelas arrancadas”.
Están también en su mural
literario, que contiene todas las guerras, una sola guerra que es siempre la
misma: “Aunque, de las que yo he vivido, ninguna tan espantosa como la de los Balcanes. Beirut le andaba cerca. Pero había algo en los
Balcanes, con todos los odios soterrados, con el tío que antes te servía el
café ahora torturándote. Y todo tan cerca de nuestro mundo. En ninguna otra
parte he tenido, como allí, la sensación de que nadie se redimía, de que no
había más que hijos de putas”.