En Madrid con Arturo Pérez-Reverte:

“La guerra me ha dado paz”

 

Abril 2006, Nº235

 

EL ESCRITOR HACE UN ALTO EN SU CAMINO LITERARIO PARA REFLEXIONAR SOBRE EL HOMBRE CON UNA NOVELA TAN CERTERA Y DURA COMO LA MEMORIA DE TODAS SUS BATALLAS.

 

POR GEMA VEIGA. FOTOS: ANDREW HABECK

 

HOY ES JUEVES. Por eso Arturo lleva corbata. En cuanto acabe esta entrevista para hablar de su nuevo libro, El pintor de batallas (Alfaguara), acudirá a su tregua semanal en el sillón T que ocupa desde hace tres años en la Real Academia de la Lengua. De lejos, un pantalón beis de pinzas, un chaleco de franela y un cronógrafo Rolex conjugan su pretérito de niño bien amamantado por la literatura, la música y el arte. «Cuando era joven creía que una foto detendría el mundo, que un reportaje pararía una guerra, que los hombres eran buenos», dijo hace tiempo. De cerca, su pelo al cero, sus uñas cortas y la moneda de Caronte que siempre lleva en el bolsillo para que la muerte no le pille sin propina delatan su pasado de reporterismo bélico. «El ser humano es una bestia, lo he visto con mis propios ojos. No me lo han contado», comenta estos días en los que si le pides que salve una sola imagen de sus recuerdos en la guerra se queda con una calle de una ciudad en ruinas, desierta, llena de cristales rotos y el ruido que hacían sus botas al caminar, sobre esos mismos cristales, en completa incertidumbre. Quizá desde ese día Arturo Pérez-Reverte —escéptico, callado, desarraigado, irónico, meticuloso y con algo de mala leche— jamás pudo desclavar de sus pasos la certeza de que la existencia es un territorio comanche. Tal vez gracias a esa lucidez dolorida —a veces pluma, a veces florete, a veces brújula— consiga escribir como los ángeles, batirse en duelo con los demonios del mundo, y saber dónde encontrar a los dioses para retarlos a una partida de ajedrez en su velero. Siempre y cuando no sea jueves.

 

 

Cómo llevas eso de desaparecer entre novela y novela para volver al ruedo público con una tirada inicial de ¡250.000 ejemplares!

Con mucho cuidado. Cuando saco una obra acudo a algunos encuentros con la prensa a lo largo de unos quince días y luego desaparezco. Asumo que hay que acompañar durante un trecho a la novela. En mi caso: el mínimo.

 

Ni siquiera acudes a la Feria del Libro...

No, no. Ya no voy. Si acaso, a la de Guadalajara en México, pero porque son amigos o tengo compromisos personales con mis editores. Entonces, digamos, hago el esfuerzo.

 

Con El pintor de batallas aparcas tus geniales novelas de aventuras para reflexionar sobre el ser humano. ¿Cuáles tu objetivo?

Quería contar una visión personal, no biográfica, del mundo a través de la ciencia, la pintura y la geometría. Como consecuencia, los lectores entenderán mis libros anteriores.

 

¿Qué es una novela?

Una propuesta narrativa.

 

¿Sólo eso?

Un libro es tinta y papel.

 

Pero más interactivo que un ordenador.

Sí, justamente por esa libertad que tiene el lector para reinterpretar con su imaginación y su memoria el texto que tiene delante. El libro que he escrito no es el mismo que tú has leído, eso es lo hermoso y lo mágico de la literatura. Yo sólo le presto mi mirada.

 

¿Y qué te devuelven a cambio las novelas?

Orden. Es un billete de ida y vuelta que me permite mirar mi biografia y mis recuerdos, contrastarlos con la realidad y ordenarlos. Escribir me da lucidez. Mis novelas nunca son autobiográficas, pero nadie puede poner lo que no tiene. Yo no puedo poner amores que jamás pueda imaginar y no puedo imaginar nada que no haya vivido. Por eso, el mal novelista es aquel que tiene la osadía inaudita de escribir sobre lo que desconoce.

 

Por eso tu último protagonista es un gran fotógrafo de guerra desencantado.

Sí. He usado mi experiencia en la guerra como material de trabajo, incluso le he prestado algunos datos de mi vida.

 

Y más allá de tu literatura, ¿la guerra sigue viviendo en ti?

Sí. Pessoa dice: «Hay lugares de los que no se vuelve nunca». La guerra, tener un hijo, un amor trágico o la UCI de un hospital son lugares de los que nunca se vuelve. He estado en la guerra, pero en mi caso no hay traumas, ni paranoias.

 

¿Cuál ha sido tu antídoto?

La formación intelectual, cultural y literaria. La guerra encajó en una plantilla que yo ya tenía preparada por mi familia y mis 3.000 años de memoria grecolatina-islámica-cristiana o como quieras llamarla. Eso me ayudó a asimilarlo todo. Pero es evidente que lo que viví me ha marcado para siempre.

 

¿En qué?

En lo más simple. Hay hasta un sentido de la topografía que da la guerra y no da la paz. Yo me muevo por una ciudad y, desde hace años, busco instintivamente el lado bueno de la calle: el lado de la sombra. Eso es la guerra. Cuando salgo de algún sitio ordeno los cajones por si no regreso. Mi hija dice que parezco un soldado. Y es verdad.

 

«La guerra es una continua vigilancia del paisajes”, escribes en tu nueva novela.

Es que en la guerra tu vida puede depender de que haya o no una colina. Es como el mar, por eso soy marino. Hay que observar-lo continuamente, tener una precaución instintiva por si viene la ola o la tormenta. Esa vigilia ante la supervivencia me mantiene alerta y, con 54 años, todavía me hace ver los coches, la gente que pasa o el viento que sopla al doblar la esquina como elementos ante los que no puedo ir de cualquier manera. He pasado 21 años en territorios extraños, es evidente que he desarrollado una manera de ver el mundo que no tiene mi vecino, que sale a las siete para ir a la oficina. Con eso es con lo que escribo mis novelas y con eso he escrito El pintor de batallas.

 

Al final ¿escribir es un privilegio?

Los primeros meses de una novela son increíbles. Tienes que redescubrir el mundo. El privilegio del novelista es repetir la sensación de enamoramiento una y otra vez. El comienzo siempre es genial, el final es como un matrimonio mal avenido.

 

¿Y cómo te llevas con tus ex?

No me llevo.

 

Pero te cuesta trabajo despegarte de cada personaje...

Sí. Es un esfuerzo, pero hay un aspecto técnico que es muy útil para mí: la corrección. Después de una novela paso meses releyendo, vigilando las comas... llego a aburrirme de mi propio texto, y ese hastío técnico contagia el hastío sentimental y psicológico. Ese proceso de desdén por la obra es lo que hace que me pueda alejar de mis personajes.

 

Menos de Alatriste. En septiembre repites entrega. ¿Qué tiene él que no tengan los demás?

Con Alatriste es diferente. Con él me di-vierto mucho, es una cosa más personal, más íntima. Sé que tras cada novela larga haré un Alatriste. No, de él no me libro. Lo dejo un momento a un lado, lo veo al pasar, lo saludo... Mira, en el despacho del sótano de mi casa en la sierra madrileña tengo muchos libros para documentarme. Casi todos son itinerantes. Pues fíjate que los de Ala-triste siempre están encima de mi mesa.

 

Una curiosidad. ¿por qué te incomoda tanto que te hagan fotos?

Por muchas razones. Me parece que es una incursión en mi intimidad, además trabajé con imágenes y sé lo falsas que son. Ninguna imagen es inocente. Hay mucha hijoputez y poco escrúpulo en este mundo. La famosa foto del miliciano de Robert Capa es mentira. Ese tío no se está muriendo y quien lo diga es que no ha visto una guerra en su puñetera vida. La imagen cada día es más falsa.

 

Ante esa certeza, el fotógrafo de tu novela se convierte en pintor y vuelve hacia los viejos maestros para entender la realidad ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?

Antes, los viejos maestros sabían que el hombre era frágil y vulnerable, que el horror está ahí y nos golpea. El ser humano actual se rodea de confort para que la realidad de la vida no impacte, y cuando impacta decimos: «¡Ay, qué espanto, qué horror, Dios mío!». En otros tiempos, la gente moría de hambre, de pestes, de guerras, tenía más cerca el horror, lo tocaba. El sufrimiento hacía al ser humano más solidario, más caritativo, más comprensivo. Ahora somos arrogantes, estúpidos e inconscientes. Hacemos hoteles de 5.000 plazas donde hay tsunamis desde hace siglos, pensando que la tecnología puede protegernos. Hacemos Titanics que se hunden al tocar un iceberg o Torres Gemelas inteligentes que cuesta evacuarlas cinco horas cuando sólo aguantan el fuego duran-te dos. Los viejos maestros sabían cosas que nosotros hemos olvidado, y eso los hacía mejores, a ellos y a quien miraba sus obras. Siempre me han interesado mucho.

 

¿Quizás porque tu aproximación al sufrimiento de la guerra te identifica con sus miradas y te alivia para poder vivir en paz?

Eso sin duda. De las tres cosas que tengo seguras en la vida, ésta es una de ellas. El haber vivido la guerra, no como aventura, sino como reflexión, me permite administrar mucho mejor mi vida. Tengo más referencias sobre lo que merece la pena y 10 que no. Ahora sé que casi todo es prescindible.

 

¿Casi todo?

Y todo. La juventud, la belleza, el coche y la familia. El día de mañana un virus, un semáforo que te saltas... te lo arrebata todo. Vivir con la certeza de que el despojo, el ex-polio puede ser fácil hace que no me apegue demasiado a las cosas. El día que descubrí que me iba a morir perdí el miedo. Es una paradoja, pero Virgilio ya lo dice, y cuando los guerreros troyanos saben que van a morir piensan: «Pues vale, muramos matando». La única salvación es no esperar salvación ninguna. De eso me di cuenta también yo. Cuando sabes que todo puede terminar en una señora con una guadaña que te corta el cuello, dices: «Voy a vivir de una manera diferente, no voy a guardar las cosas, me las voy a comer».

 

¿Y después qué?

La muerte no me asusta pero me da cierto reparo, porque es una aventura muy singular. Es la oscuridad y después no sabes si hay alguna cosa o no la hay. Yo sólo espero que cuando llegue me encuentre con la ecuanimidad. La vida es un restaurante. La muerte es el camarero con la factura. ¿Has comido a gusto? ¡Pues a pagar y a tomar por saco! Hay gente que termina de comer en los postres y gente que termina de comer en el primer plato. Así es la vida.

 

«Una excursión hacia la muerte», según dice tu pintor de batallas. ¿Cómo afrontas el inevitable peaje de vejez que hay que pagar por ese trayecto?

Con angustia. Pero me angustia la vejez como mutilación de lo que has sido. Yo creo que lo peor en la vida es perder las maneras. Lo malo es cuando eres digno y te obligan a ser indigno, cuando eres valiente y te obligan a ser cobarde. Lo que me angustia es pensar hasta qué punto la vida me va a quitar la compostura. Cuan-do un chaval joven me diga: «¡Viejo de mierda!» y yo no pueda romperle la cara porque ya no tendré fuerzas para sostener con hechos lo que toda mi vida he dicho. A nada le temo más que a eso.

 

 

REVERTE DIXIT

«En mi velero hay 200 libros. Cuando navego no escribo, sigo derrotas de antiguos mapas, usando sextante... ¡Es lo que más me gusta hacer!».

«Para mí, estar con un amigo es estar callado. Una botella entre ambos y no decir nada».

«En literatura no creo en el estilo, creo en el tono».

«Con mi nueva obra quería que el lector se parase estremecido sin efectos de sangre. Creo que es mejor ser lúcido, aunque duela, a no conocer la realidad».

«En septiembre se estrena el filme Alatriste, con Viggo Mortensen. He visto la película y me gusta mucho. Con 4.000 millones de pesetas, es la producción más cara del cine español».

 

 

PARA LEER

El parque del retiro una mañana de sol de invierno.

Creado en el siglo XVII, hoy alberga 23.000 árboles y está considerado jardín de valor histórico artístico (Plaza de la Independencia, s/n)

 

PARA DISFRUTAR DEL ARTE

El Museo del Prado. Una de las mayores y mejores pinacotecas del mundo. En sus salas se encuentran muchos de los geniales cuadros de guerra en los que Pérez-Reverte se ha inspirado para contar el horror en su última novela El pintor de batallas (Paseo del Prado, s/n)

El Reina Sofía. El Museo Nacional Español de Arte del Siglo XX. Su obra más conocida es El Guernica (Santa Isabel, 52)

 

PARA UNA BUENA SOBREMESA

Casa Lucio. Un restaurante castizo en el que se sirven platos sencillos como sus famosos huevos estrellados de toda la vida (Cava Baja, 35, tel 913 65 82 17)

Lardhy. Uno de los restaurantes con más solera, famoso por su excelente cocido (Carrera de San Jerónimo, 8, tel. 915 21 33 85)

Landó. Un clásico en hacer callos a la madrileña. Tiene una exposición permanente de fotos de míticas estrellas del cine y la música. (Plaza Gabriel Miró, 8, tel. 913 66 76 81)

 

PARA PERDERSE

El Madrid de los Austrias. Es el nombre que se da al Madrid de la época en la que reinó la dinastía de los Habsburgo. El escritor siente debilidad por este pícaro escenario donde ambienta sus famosas aventuras de Alatriste.

 

PARA ENSEÑAR

La Plaza Mayor. Día tras día, decenas de artistas exponen sus obras en esta imponente ágora repleta de arcos y también de historia.

 

PARA VER A LOS AMIGOS

Café Gijón. Mítico por las tertulias de los intelectuales de posguerra, todavía rezuma cultura. Pérez-Reverte celebró allí su ingreso en la Academia de la Lengua (Paseo de Recoletos, 21, tel. 915 21 54 25)

Café del Nuncio. Una taberna de madera, terciopelo rojo y espejos con el amable charme de otras épocas (Segovia, 9, tel. 913 66 90 06)