La razón de la deseperanza |
Sábado, 04 de marzo de 2006
EL LIBRO DE LA SEMANA
CRÍTICA
La razón de la desesperanza
Arturo Pérez-Reverte analiza y pregunta, en El pintor de batallas, cuáles son las reglas que sostienen los conflictos armados y el destino del ser humano. Se sirve de la ciencia y la pintura para explicar el horror de la guerra.
JOSÉ MANUEL SÁNCHEZ RON
Una nueva novela de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, Murcia, 1951) es siempre un acontecimiento literario. ¿Qué historia habrá imaginado esta vez? ¿Una situada en algún momento del pasado, un pasado que podemos reconocer y que nos resulta, por alguna razón -tal vez por formar parte de nuestro patrimonio cultural más conocido, más popular-, especialmente atractivo? Y si la ambienta en el pasado, recurriendo en ocasiones a datos históricos, ¿será con una historia plenamente de ficción, como en El maestro de esgrima, o dando vida, imaginada también, claro, que pero que muy bien pudo ser así, de la manera que él nos la cuenta, como sucede con Cabo Trafalgar, y tal vez en la serie de Las aventuras del capitán Alatriste? ¿Acaso mirará al pasado, pero desde el presente, construyendo apasionantes historias de intriga; el caso de El club Dumas? Puestos a preguntarse, ¿habrá elegido una historia inventada que leemos cada vez con más avidez, esperando, ansiosos, el desenlace de la trama, o una historia dura, seguramente verídica, en la que pasamos con rapidez las páginas, pero no sólo para conocer su final, sino también para librarnos de ella, de su amarga realidad o verosimilitud? La nueva novela de Pérez-Reverte, El pintor de batallas, pertenece a esta última clase, la de una historia ambientada en nuestro tiempo, el de finales del siglo XX y comienzos del XXI. Es pariente cercana de Territorio comanche, pero va mucho más allá. En ella y con ella, su autor ha dado probablemente lo mejor, y lo más íntimo, de sí mismo.
El pintor de batallas es, en mi opinión, el libro más descorazonador, más duro y más triste de Pérez-Reverte. Y también seguramente el más lúcido, además del más ambicioso, intelectual y literariamente. En él, no se deja ni un resquicio a la esperanza, a una visión amable y compasiva del mundo, del mundo poblado y protagonizado por nosotros, los humanos, que con frecuencia son caracterizados o calificados en sus páginas con frases como: "Los hombres no son equiparables a los lobos: 'No insulte a los lobos. Son asesinos honrados: matan para vivir"; o "cuando el desastre devuelve al hombre al caos del que procede, todo ese civilizado barniz salta en pedazos, y otra vez es lo que era, lo que siempre ha sido: un riguroso hijo de puta". El único consuelo -doloroso y mezquino consuelo- es "el alivio de saber, cuando todo arde, que no hay gente querida quemándose en las ruinas del mundo". Claro que a ese consuelo sólo acceden unos pocos; no, por ejemplo, esas mujeres vestidas de luto que se mencionan en algún momento, arrodilladas ante míseros féretros que contienen los cuerpos de sus hijos o maridos, canturreando, como si fuese una oración, una de las frases más tristes que recuerdo, una que tardaré mucho tiempo en olvidar (si es que lo logro, porque me gustaría olvidarla): "Es oscura la casa donde ahora vives".
El fotógrafo de guerra convertido en pintor. La historia se centra en un antiguo fotógrafo de guerra, laureado con numerosos premios, que se retira a una destartalada torre al borde del mar para componer, "un panorama mural que desplegase, ante los ojos de un observador atento, las reglas implacables que sostienen la guerra -el caos aparente- como espejo de la vida", él que siempre supo que aunque conocía la manera y controlaba la técnica de la pintura, "carecía del rasgo esencial que separa la afición del talento". Faulques, que así se llama el protagonista, y al que la muerte acecha a través de un croata, Ivo Markovic, al que un día lejano fotografió, ha llegado al convencimiento de que existe una "red oculta que atrapaba el mundo y sus acontecimientos, donde nada de cuanto ocurría era inocente y sin consecuencias". Y quiere saber "si hay una base científica para toda esa carne racional tendida al sol, en espera de que la despachen. Unas leyes ocultas en la vida o en el mundo". "Somos producto", ha llegado a creer, "de las reglas ocultas que determinan casualidades: desde la simetría del Universo hasta el momento en que uno cruza la sala de un museo". Desentrañar ese misterio, encontrar las reglas que gobiernan el destino de los hombres, es lo último que ya tiene, porque en su informada y racional desolación a Faulques, resignado que no endurecido, no le queda nada, ni siquiera amor, o respeto, por su antigua profesión: "Mostrar hoy el horror en primer plano ya es socialmente incorrecto. Hasta al niño que levantó las manos en la foto famosa del gueto de Varsovia le taparían hoy la cara, la mirada, para no incumplir las leyes sobre protección de menores. Además, se acabó aquello de que sólo con esfuerzo puede obligarse a una cámara a mentir. Dejaron de ser un testimonio para formar parte de la escenografía que nos rodea". "El mundo", añade -¡y cuánta razón tiene!-, "está saturado de malditas fotos".