“¡Salud,
Arturo!” |
Domingo, 27 de
noviembre de 2011
Antonio Arco
60 años redondos cumple Arturo
(Pérez-Reverte), ¡salud! Las ha pasado putas en su viaje alrededor del mundo y
de sí mismo, llevando al límite su imaginación y su coraje, muerto de miedo a
veces e inmensamente feliz otras, viéndoselas cuerpo a cuerpo con Lestrigones y
Cíclopes y el airado Poseidón, tocando con su manos sangre y fango, ámbar,
ébano, coral y madreperla, y cadáveres de todas las edades y guerras y
calaveras inocentes y bastardas. Miseria a la hora de comer, de respirar y de
irse a dormir. Y un gozo infinito en las entrañas, ese gozo que hizo exclamar a
Shakespeare «esta es la más espléndida y hermosa y
encantadora contemplación», otras tantas veces. A Pérez-Reverte, Kavafis lo tendría por un alumno aplicado y valiente,
porque cuando apenas se tenía en pie emprendió un viaje a Ítaca
del que nunca ha regresado, llenando el mar y el mundo de jirones de inocencia
y del sabor picante de su chulería a cuestas y de un envidiable arrojo.
«No se me escapa ni una migaja de
la vida», dice este lector contador de historias que, enigmático y triunfante,
incansable o agotado, ensalzado o demoledoramente solo, arrastra consigo una
herida abierta, misteriosa e impenetrable, en busca de los mejores vergeles,
abismos y paraísos donde sanarla. Conoció las guerras y los fracasos que siempre
conllevan, sigue campeando a sus anchas en la realidad y en la ficción, y estos
días anda también celebrando que su personaje más popular, Alatriste,
que lleva habitando entre nosotros 15 años, protagoniza 'El puente de los
asesinos'. Me gusta la forma en que me cuenta cómo se inventó al capitán: «He
vivido muchas veces en países en guerra y en lugares en situaciones de crisis,
y en esos lugares siempre he deseado tener a mi lado a un amigo sólido». Alatriste lo es. Hay amigos que te hacen la vida mejor y que,
cuando desaparecen entre la niebla, te dejan desorientado. Vi
a Pérez-Reverte quebrado sin aspavientos cuando perdimos para siempre a José Perona, maestro de Gramática, y agradecido con el destino
por haberle permitido, al menos, conocerle y darse a su lado un buen baño de
inteligencia. Alatriste y su creador comparten
plenamente el saber que «la batalla está perdida desde
hace muchísimos siglos, que no hay nada que hacer». Lo dice también muy claro
Estragón en 'Esperando a Godot', de Beckett: «No hay nada que hacer». Vaya por Dios. Bueno, al
menos habrá que no resignarse, que pelear.
Arturo (Pérez-Reverte) explica
que hay dos formas de resignarse, «como un cordero o como un cerdo», y que él
detesta las dos variantes: «Yo detesto las dos, porque hay que pelear aunque
sepas que no hay victoria posible. ¿Pelear por qué? Pues porque la misma pelea
ya justifica la vida, pelear para que no te confundan con corderos y los cerdos
se queden con la nariz sangrando». Repaso con él su vida -qué apasionante
aventura- y del recorrido por un laberinto de fuego y mar salen fortalecidas y
lustrosas palabras que deberían acompañarnos siempre: compasión, solidaridad,
caridad, sentido común, lealtad, honradez, decencia. Cree en ellas, las
custodia y las mantiene con pulso. Da gusto comprobar el aplomo con que se
enfrenta al paso del tiempo, que casi siempre ha ido jugando a su favor porque
ha sabido conquistarlo, y contemplar la maestría con la que gestiona la
libertad que preside su vida, la independencia que lo envuelve todo a su
alrededor. De pronto, aparece como recién aterrizado en el mundo de los vivos
tras un viaje fantástico, ideal para soñar, al cuadro de Arnold
Böcklin 'La isla de los muertos' -disfruta
estudiando, investigando, con el arte, en los museos...-, y el tono general de
sus palabras, lanzadas a veces como dardos, durísimas, sombrías, certeras,
recuerdan en su lúcida oscuridad y en la riqueza del lenguaje utilizado a 'La
tierra baldía' de Elliot. Ahí lo tienes, hecho todo
un hombre de quien poder fiarte, recomendándote libros y jugando
maravillosamente todo el tiempo mortal con el lenguaje. Tras él, millones de
libros vendidos en varios idiomas y una biografía con solera que parece escrita
por su propia mano.
Su deseo de conocer no ha
desfallecido. Si lee a Virgilio contar que «la aurora del océano surgiendo
estaba», él no quiere perdérselo. Arturo (Pérez-Reverte), que admira a Conrad, sabe que le da un aire al personaje del capitán Marlow, porque ambos pueden confesar en igualdad de
condiciones: «Y sabéis que no soy particularmente tierno; he tenido que golpear
y que esquivar golpes». Ya conocen bien que el escritor no cree en los mundos
de Yupi ni en Mary Poppins ni en Paulo Coelho, que
es más Mary Poppins que Mary Poppins, y que piensa que el
mundo no deja de ser una trampa muy peligrosa y que la gente está cada vez
menos preparada para sobrevivir, entre otras verdades como Australia de
grandes, porque «tristemente, no hacemos caso a las dos cosas que más
consuelan: los libros y la gente sabia, los abuelos, los mayores». Y como todo
eso es cierto, ha buscado para sí mismo y para compartirlos con sus lectores
«mecanismos de compensación». Les recomiendo que lean 'El pintor de batallas',
una historia hermosa y desgarradora, rebosante de dolor y de alivio, cuyo
germen es una frase que se instaló en la cabeza del joven traductor de Homero
que fue y que un día, lejano, pronunció mientras charlábamos en
Cuenta Chavela
Vargas que no poder dormir es lo más horrible que hay, una noche tras otra en
vela. Para Arturo (Pérez-Reverte) lo peor son los amaneceres, que siempre
asocia con los momentos de más miedo, soledad y amargura que ha pasado en su
vida. Cuando estaba en