Pérez-Reverte combate en Trafalgar
(Articulo publicado en "El Pais Semanal". Octubre
de 2004)
¡Pumba pumba! ¡requetepumba!
¡raaaca! ¡raaaca! El cuadro, que muestra un realista panorama
de la batalla de Trafalgar, parece una ventana, acaso la porta del cañón
de un navío de tres puentes, y uno siente la imperiosa necesidad
de agacharse, no le vayan a volar, ¡huy!, limpiamente la cabeza como
al pobre capitán George Duff, del Mars, de 74 cañones, cuyo
hijo de 13 años, que navega de guardiamarina en el mismo barco, se
vio obligado a enviar la luctuosa noticia a su madre: “Mi querida mamá,
no sabes lo difícil que es comenzar esta melancólica carta...
“. Después de leer Cabo Trafalgar, la nueva, sensacional novela de
Arturo Pérez-Reverte (Alfaguara), un cruce de La sombra del águila
y El húsar, a la vez jocosa y terrible, que revive como nunca el gran
desastre naval –“¡azotar a esos obenques joder!”, “amarrad, me caso
en mis muelas!”, “cagüentodo, tirad, coño tirad; una panda de
nenazas es lo que sois”- la coqueta sala del Museo Naval de Madrid dedicada
a la batalla parece llena de humo, de alaridos y del acre olor a la pólvora.
Por no hablar de que eso ahí en el suelo, junto a la pequeña
pirámide de mirtiferas balas de hierro recuperadas del pecio del Bucentaure.
El buque insignia francés, donde enarbolaba su insignia el desgraciado
–“cenutrio”, escribe Pérez-Reverte- almirante Villeneuve, parecen,
Dios no lo quiera, los sesos desparramados del segundo oficial Oroquieta,
uno de los personajes del relato (el arrugado objeto resulta ser finalmente
un folleto del que se ha desprendido algún irrespetuoso turista).
Pérez-Reverte se ha inventado un barco español de 74 cañones,
el Antilla, y lo ha metido en el fregado de Trafalgar – “60 navíos,
5940 cañones, 40.000 hombres arrimándose candela”- para mostrarnos,
a través de los ojos de su tripulación, aquella tremebunda
jornada y de paso su visión personal de España ( y cabria añadir
de la vida, y de los asuntos como el coraje y la cobardía, y la pasta
de la que están hechos los verdaderos héroes). “He querido
contar la batalla, la tragedia de la muerte de tanta gente y del fin de la
mariana ilustrada del XVIII, de toda una España que pudo ser y no
fue”, dice el novelista. “Y he querido que la pudiera entender todo el mundo”.
No espere el lector encontrar en Cabo Trafalgar el mismo material que en
las novelas del finado escritor británico Patrick =’Brian: allí,
en las aventuras de Jack Aubrey y Stephen Maturin, los capitanes no se hurgan
la nariz, ni aparecen los oficiales pegando una meadilla bajo el bauprés,
en los jiñaderos de la tripulación; el vigía no afirma
desde la cofa que se ve menos que por el culo de un muerto, ni los suboficiales
sueltan frases de tanta enjundia como "te quitas de ahí, tontolpijo,
o te arranco los huevos y me hago un llavero".
Mientras este enviado especial al desastre del 21 de octubre de 1805 espera
en el Museo Naval al escritor para hablar de su novela, los fantasmas conjurados
por la misma se materializan de manera estremecedora.
Un resplandor espectral parece brotar de la vitrina funeraria de Gravina,
en la que pueden verse su macilento bicornio, sus condecoraciones y su espadín.
La insignia del mismo almirante -jefe de la división española
de la flota hispano-francesa que combatió en Trafalgar- trata de
flamear con un hálito postrero, ajada y perforada en otra vitrina.
Y arriba, en la pared, los angelitos del lienzo La Santísima Trinidad
que presidía la cámara de popa del gran barco español
del mismo nombre, el navío más poderoso del mundo (¡4
puentes!, ¡136 cañones!), revolotean asustados como tratando
de evitar desesperadamente la andanada inglesa que dejó un rotundo
agujero en el ángulo izquierdo de la pintura. En el gran cuadro de
la batalla, con 60 navíos de línea enzarzados en combate,
siguen silbando las balas como en la novela de Pérez- Reverte, ¡raaaaca,
raaaaca! Con un poco de imaginación puede avizorarse la sangre que
chorrea por los imbornales de los barcos. "Acaban de bahá al guardiamarina
má shico; sin piernas iba, el' pobrete, shorreando", relata el primer
carpintero Garlopa, gaditano, en un pasaje de Cabo Trafalgar. Se impone
huir de allí; pero, a la altura del patio central del museo, una sombra
alargada brota amenazadora, pisando fuerte, con cara de pocos amigos, de
detrás de la gran maqueta del San Juan Nepomuceno, el navío
de 74 cañones de don Cosme Churruca. Es Arturo Pérez-Reverte,
y viene del dentista. "Vaya maricanada de sable", dice señalando el
arma ornamental que le regaló Napoleón al malhadado capitán
español, y que se exhibe junto a su barco. Ante Pérez-Reverte,
delgado, correoso, con intenso bronceado de navegar y expresión de
que le han escatimado la anestesia, los fantasmas del Museo Naval palidecen.
"Este salao mandaba el Santa Ana, de 112 cañones", señala ante
el cuadro de Ignacio María de Álava y Sáenz de Navarrete.
"Pelearon de puta madre, las cosas como son", establece. "Ah, Gravina", apunta
hosco ante el retrato del almirante, "a ése le echo yo la culpa del
desastre".
Con familiaridad, el novelista se asoma al cuadro de la batalla de Trafalgar
y lo descifra. "Los primeros momentos del choque. El mar estaba con algo
de marejadilla, soplaba muy poco viento. El cielo tenía ese aspecto
desvaído. Ahí, en primer plano, está el Royal Soverign
de Collingwood rompiendo por el centro la línea de la escuadra combinada
hispano-francesa, y algo más allá puede verse el Victory de
Nelson en trance de hacer lo mismo. Los dos navíos ingleses más
grandes encabezaban las dos columnas de la flota que, con un par, arremetieron
perpendicularmente contra el combinado hispano-francés, dispuesto
desordenadamente, más que en una línea, en un cruasán.
Luego vinieron las melés de barcos; los sartenazos a tocapaños,
penal a penal; los abordajes". ¡Raaaaca, raaaaca!, insiste el cuadro.
¿Suenan de verdad así las balas, como se describe en Cabo Trafalgar?
"Por supuesto, como si se rasgase una tela, eso me lo conozco yo bien", asegura
el novelista sin apartar la mirada del lienzo. "Lo peor eran las astillas,
aguzadas como puñales, que saltaban al impactar un cañonazo
contra el barco".
Uno de los navíos que reciben el embate del Royal Soverign es el
de 74 cañones francés Fougueaux, que hizo los primeros disparos
de la batalla. Lo apresaron los ingleses y acabó hundiéndose.
El Museo Naval exhibe algunas piezas recuperadas del pecio bajo el agua:
un largo perno, una bomba de achique y ¡la empuñadura de un
sable francés! Patrick Q'Brian guardaba como una de sus posesiones
más preciadas -aparte del whisky- un clavo del Victory. Pérez-Reverte
no se impresiona. Él tiene una reliquia equivalente, recalca: un clavo
del casco del Santísima Trinidad que le regaló un amigo buzo,
y además un tornillo de la torreta Berta del acorazado Gra! Spee
obtenido por un buceador uruguayo, ¡toma ya! No le va a impresionar
que su interlocutor posea una insignia de la guerrera del conde Almásy.
Apoyado en una réplica a tamaño natural del palo mayor del
Santa Ana, rodeado de maquetas de barcos, cuadros y modelos de cañones
y carronadas, el escritor proclama su amor apasionado por el mundo de la
navegación a vela de los siglos XVIII y XIX. "Esos barcos son la cima
de la ingeniería naval; ni los portaaviones, ni los submarinos nucleares,
se les pueden comparar. Eran de una belleza y una grandiosidad inenarrables.
Todo estaba en ellos calculado, equilibrado. Y nosotros teníamos los
mejores del mundo".
Unas horas después, tras someterse con semblante de corsario a la
sesión de fotos en el museo, el novelista se acomoda en una mesa
del café Gijón para comer y pide una coca-cola. Como ya se
le ha exprimido mucho en el Museo Naval, poniéndole al límite
de su paciencia, parece el momento de entregarle un pequeño obsequio
propiciatorio: un grabado en el que se ve a un coracero francés muy
chulo, sable en mano, en una calle de Madrid, rodeado de una masa de estrafalarios
personajes nacionales, malcarados y patilludos, entre ellos varios curas,
que tratan de arrojarle del caballo, envidiosos sin duda. A ver si aprecia
la metáfora. "Bonito, éste no lo tengo. Pero no es un coracero,
amigo, es un dragón". Mecachis, es cierto, vaya fallo. En fin, a la
conversación. "Si cualquier persona de la flota cometiera el desnaturalizado
y detestable pecado de sodomía con hombre o bestia, será condenado
a muerte", reza el artículo 29 de las ordenanzas navales inglesas
de 1749, y que eran la ley en los barcos de Nelson -recuérdese el
episodio narrado por Q'Brian entre un marinero de primera clase y una cabra-.
¿Teníamos algo por el estilo nosotros? ¿Pudo afectar
eso a nuestra armada? Pérez-Reverte hace una mueca. "Las ordenanzas
españolas de 1802, las que regían en el momento de Trafalgar,
eran muy estrictas en materia de blasfemia. En eso se insistía mucho,
como aparece en mi novela. Los oficiales españoles eran muy religiosos.
Los ingleses, en cambio, se preocupaban sobre todo de la indisciplina. Eso
muestra lo que interesaba a cada cual. Así les iba a los ingleses
y así nos fue a nosotros. Lo de la sodomía, en respuesta a
tu pregunta, no, no estaba contemplado. Supongo que era algo que resultaba
inimaginable en la flota española".
Nelson, el toque Nelson. Se ha dicho que su maniobra en Trafalgar fue muy
arriesgada: entrando de frente, ellos no podían disparar, y en cambio
recibían todo el fuego de los barcos españoles y franceses.
De haberlos inmovilizado, la maniobra se habría ido al garete. Pérez-Reverte
chasquea la lengua. "Nelson hace ese ataque porque sabe con quién
se juega los cuartos. Sabe que el enemigo no lleva buenos artilleros, que
no mantiene bien la línea que la vanguardia de Dumanoir navega muy
lejos". El francés Dumanoir no dio la vuelta, yeso hizo el combate
aún más desigual. "En Trafalgar hubo mucho mal rollo. Hubo
barcos franceses y españoles que no combatieron nada. Tienes los 205
muertos y los 108 heridos del Santísima Trinidad, o los 100 y 150,
respectivamente, del San Juan Nepomuceno, y el San Justo, con sólo
siete heridos. En esa batalla hubo hostias para todos, y el que no se las
llevó es porque no se acercó bastante, no ayudó a los
suyos, y para eso no hay excusa. Cuando estás, tienes que estar".
"He querido meter al lector en la batalla, que la viviera desde dentro,
combinando un rigor absoluto en lo histórico y en lo naval con una
narración comprensible e interesante para el público no especializado",
está diciendo ya el novelista. "Ése era el desafío. Incluyendo
también una visión de lo español y de España,
de la sombría tragedia de ser español; eso es una constante
en nuestra historia desde los iberos hasta el 11-M. Siempre la pobre gente
paga el pato, a manos de imbéciles, incompetentes y canallas".
El lenguaje de Cabo Trafalgar -lleno de onomatopeyas ("¡garps!",
"¡fiu!"), divertidísimas mezclas de idiomas ("grande poutade",
"yenesepá", "pocapiché", "gou, gou, jarriap"), anacronismos
("espidigonzález". "fashion")- es una de las grandes bazas de la
novela. Hay mucho humor. "He tratado de hacer tragable el pestiño
técnico-naval, y el humor era fundamental. Además, el humor
es la única manera de hablar de un episodio de España como
éste sin llorar; si no, sería insufrible. Te ríes,
sí, pero es un humor negro, trágico. Hay un fondo desolador,
como lo hay en la serie del capitán Alatriste y en La sombra del
águila. Cada vez que hago novela histórica me pongo de mala
leche. Esa mezcla de incompetencia y dejadez... Se le exige todo a la gente
y luego se la deja tirada. Cuando uno analiza lo que fue Trafalgar es para
pegarle fuego a este país, un país que permite que algo así
fuera posible y lo siga siendo. Piénsalo: miles de desgraciados, sin
preparación, sin motivación, metidos a la fuerza en barcos
y llevados a una carnicería. Pues estaba claro que los ingleses, enemigos
implacables y entrenados, nos iban a cortar la línea, y los huevos.
Nos iban a dar hostias hasta en el cielo de la boca. Estaba cantado. Todo
para que Godoy quedara bien con Napoleón, porque ese hijo de puta
que se tiraba a la reina quería estar a bien con el Petit Cabron.
Teníamos barcos cojonudos, los mejores del mundo, y unos oficiales
de marina modernos, eficaces, ilustres, científicos reconocidos. Pero,
en cambio, no teníamos tripulaciones. Así que se llenaron los
barcos de pobre gente con levas forzosas y se los envió a la escabechina.
Fue una monstruosidad. Que cojan al hijo de puta que hizo eso y me lo cuelguen.
Sin humor es imposible tragar eso".
Cabo Trafalgar es una novela coral, con un abanico de personajes inolvidables.
"Fue una batalla que se desarrolló a lo largo de varias horas, en
un arco de cinco millas, casi diez kilómetros. Quería contarla
desde varios niveles, y he tomado cuatro puntos de vista. Un marino francés
en una embarcación ligera (una balandra o cúter), y, a bordo
del navío Antilla, tres personajes: el capitán De la Rocha,
arriba en el alcázar, el guardiamarina de 16 años Falcó,
y el recluta a la fuerza Marrajo, un rufián, en la batería".
El capitán y Marrajo son los dos personajes principales. ¿Por
dónde van las simpatías personales de su creador? "La cuestión
básica es el héroe. Yo he visto héroes. En Beirut Sarajevo,
El Salvador, el Sáhara. Sé de dónde salen, dónde
se forjan y en qué momento. El héroe verdadero no tiene nada
que ver con la iconografía al uso. Yo quería explicar de dónde
salen los héroes de Trafalgar. El marino profesional, funcionario,
que se limita a cumplir con su deber o un borracho embarcado a la fuerza,
en circunstancias determinadas pueden ser lo que la sociedad llama héroes.
Quería que el lector asistiera al nacimiento, la eclosión,
el cuajar del héroe. Lo que los suele llevar a eso, a serlo, es una
mezcla de rabia y vergüenza torera. En Cabo Trafalgar se ve cómo
un tipo sin motivación puede acabar peleando como una fiera. Decide
vender cara su piel y lo hace".
Pérez-Reverte, que ahora ataca un entrecó y se va apaciguando,
tiene un flaco por esa gente que dio el callo en Trafalgar. "Trafalgar es
un ejemplo de lo peor de España, pero también muestra algo
de lo bueno: muestra la dignidad y la decencia con que la gente, la simple
gente, actúa en una tragedia. Trafalgar te hace horrorizarte de ser
español, pero al tiempo, por esa gente, te reconcilia con el hecho
de serlo. Al final. la gente es la gente, en Trafalgar, en el Dos de Mayo
y en el 11-M. Desde Viriato hasta ahora, los políticos de mierda no
se merecen a la gente que les vota"
Trafalgar significa la muerte de la marina ilustrada española del
siglo XVIII. "¡Eran militares que leían! Astrónomos,
matemáticos, ingenieros, naturalistas. Respetados en toda Europa por
sus tratados científicos. Y todo eso se fue pudriendo primero por
la dejadez de los Gobiernos, canallas de ministros, bajeza de reyes. Sólo
quedaba la fachada, los barcos, que eran cascarones vacíos, como lo
era toda España. Las pagas de los oficiales no llegaban. A Churruca,
recién casado con un yogurcito joven, le debían nueve, y tenía
que dar clases para conseguir algo de dinero. Los comandantes pagaron de
su bolsillo, empeñándose, la pintura de sus barcos para no
tener que avergonzarse de su estado delante de los franceses. Trafalgar es
la lápida sobre el siglo XVIII, la Ilustración, las ideas.
Es el fracaso de esa España que pudo ser y no fue. Por eso emana de
la batalla una tristeza tan grande, aparte de la derrota y de los muertos.
Fue el final de una casta ilustre de marinos valientes, quemados en esa hoguera
sin sentido".
Pérez-Reverte describe de una manera estupenda, hilarante en grado
sumo, ese espeluznante consejo de guerra en el que los españoles,
que consideran muy inteligentemente que no hay que salir de puerto para enfrentarse
a la muy superior flota de Nelson, deciden hacerla en última instancia
para que no les tachen de cobardes los franchutes. Cuando el almirante francés
Magan pone en duda el valor español. Alcalá Galiana, comandante
del Bahama, le invita a salir afuera con una espada en la mano y apunta
que a la señora madre del almirante galo se la tiran pagando en el
barrio chino de Marsella. Finalmente, Gravina se pone en pie y dice: "A
la mar ahora mismo todos. Y maricón el último". Frase no atestiguada
por la historiografía al uso, pero elocuente.
"Es mi momento favorito, ese grito de '¡marica el último!'.
Saben que van a morir, que no hay la mínima posibilidad de ganar
a Nelson, ese jabugo, pata negra de los mares; pero salen por vergüenza
torera. Yo culpo a Gravina por eso; debía haber dicho: no". Ah, el
pundonor... "Es un pundonor que no se apoya en nada. Que se lleva por delante
a 5.000 desgraciados y deja un montón de huérfanos y viudas.
Haber salido tú solo a que te volaran los huevos". Ejem, la batalla
está descrita con un realismo digno de Salvar al soldado Ryan. "Tengo
una ventaja: a mí las batallas no me las tiene que contar nadie.
Sé cómo suenan las balas al pasar, cómo suenan al entrar
en la carne. Y eso se nota. También sé que el heroísmo
nace del cabreo y del compañerismo".
Resulta singular eso de que en Trafalgar combatieran 60 navíos -33
en la combinada hispano-francesa-, y Pérez-Reverte, como si no tuviera
bastante con ellos, haya tenido que inventarse uno más, el susodicho
Antilla, para contar la historia. "Paradójicamente, el rigor me hacía
imposible usar uno de verdad", explica el novelista armador. "Hay datos
que no figuran en los documentos, y para no falsear lo que hizo talo cual
barco, para no estar encorsetado, me tenía que inventar el mío.
Ofrezco un relato tan pormenorizado -tantos agujeros en las velas, el color
del pelo del timonel, la caída del mesana- que no podía achacar
todas las acciones que describo a un navío verdadero sin traicionar
la realidad. Por ser riguroso, no he podido usar un barco de verdad". Vaya,
pues Galdós en su Trafalgar escogió el Santísima Trinidad
-"Escorial de los mares", decía-, nada menos. "El relato de Galdós
es excelente, pero comete errores navales y técnicos. Aunque hay
que recordar que él no disponía de todos los datos".
El Antilla -la Surprise de Pérez-Reverte- no existió, "pero
está construido de otros muchos barcos que sí estuvieron en
la batalla. Es un destilado de todos ellos". Pérez-Reverte mete su
barco inventado en la vanguardia de la flota porque así puede ver
la batalla en sus inicios desde fuera. Luego, en un arranque de gallardía
de su comandante, lo hace navegar en apoyo del centro y caer en el peor
de los fregados. "Paso del plano general, metiendo un 200m, al plano corto".
La perspectiva obliga a que uno de los grandes héroes populares de
Trafalgar, Churruca, apenas salga en la novela. "Estaba a la cola, en mi
relato es sólo un barco al final de la línea" .
Es triste pensar que aquel episodio legendario en que Churruca metía
la pierna mutilada en un barril de pólvora para aguantarse de pie
en el alcázar, en realidad corresponde a un capitán francés,
Dupetit-Thouars, del Tonnant, que introdujo las dos piernas, destrozadas
por un cañonazo, en un tonel en la batalla de Aboukir. Al menos sí
será verdad que Churruca ordenó clavar la bandera del San
Juan Nepomuceno para que nadie pudiera arriarla, o lo de la manzana de Collingwood,
que el almirante inglés lanzó a la cubierta del Santa Ana,
de tan cerca como pasaron al romper la línea. "Todas esas cosas...,
en fin, si non e vera... La historia se hace con esos materiales. A mí
me impresiona esa imagen de los fuegos que se van apagando; los barcos que
dejan de disparar, que caen en poder del enemigo. Yo he visto eso. Los amigos
rodeados a los que no puedes ayudar, el fuego que se debilita hasta que
cesa. En Etiopía, en 1977. Yo estaba con los eritreos". Pérez-Reverte
se sumerge en recuerdos que lo llevan muy lejos. La mención de Patrick
O'Brian es un buen cabo para traerle de nuevo al presente, a Trafalgar.
El principio de su novela, con el cúter de 16 cañones Incertain
encontrando al enemigo tras una cortina de niebla y recibiendo una andanada,
recuerda al inicio de la película Master & Commander. "Lo mío
estaba escrito antes de que se estrenara la película, una película
que por otro lado me parece sensacional y con la que me solazo cada día",
replica, de nuevo en plena forma, Arturo Pérez- Reverte. "En todo
caso, ése es un episodio frecuente en el mar y que usa cualquiera".
O'Brian nunca describió en sus novelas la batalla de Trafalgar y siempre
prefirió los combates de pocos navíos. "No sé qué
hubiera pasado si hubiera descrito Trafalgar. O'Brian, espléndido
narrador, el mejor literariamente hablando en el terreno naval, no era bueno
en navegación ni en la descripción del combate. Alexander Kent
[el autor de la serie del marino Bolitho (editorial Noray)] es superior en
ambas cosas, siendo muy inferior en escritura. Trafalgar es una batalla muy
complicada, hace falta conocer muy bien las maniobras navales y la estructura
de los buques, no sé si O'Brian hubiera salido con bien de una gran
batalla naval". Parece que, de experiencia bajo el fuego, Patrick O'Brian
no tuvo mucha. "Te juro yo que no. ¿Has leído a Monsarrat?
[Nicholas Monsarrat, el autor de Mar cruel (Península), el mejor relato
que se ha escrito sobre la batalla del Atlántico, la lucha de los
convoyes contra los submarinos nazis]. Ése sí que estuvo en
combate. También te aseguro que O'Brian jamás manejó
las velas de un barco". Dan ganas de defender a O'Brian, pero, en fin, que
lo haga la escuadra inglesa. Es cierto que sus marinos no hablan como los
de Arturo Pérez-Reverte, pero es que O'Brian prefería ser Jane
Austen, y Jane Austen no hubiera escrito nunca: "Vamos a disparar este puto
cañón para darles bien por el culo y que no vuelvan a joder.
Se la vamos a endiñar hasta las pelotas, y con metralla, que a esta
distancia es mano de santo y lo que más cunde" (Cabo Trafalgar, página
236).
Pérez-Reverte, que ha tardado seis meses en escribir su libro y
otros tantos en preparado, ha acumulado una cantidad ingente de documentación
sobre Trafalgar. "De hecho, es un libro que llevo preparando toda la vida.
Está anunciado ya en La carta esférica, en el que aparece
el sable de abordaje del capitán De la Rocha, y en La reina del sur,
en el que la protagonista tiene un cuadro donde aparece el combate del Antilla
con el Spartiate del capitán sir Francis Laforey. Siempre he estado
interesado por la navegación a vela de la época, enamorado
de los navíos de 74 cañones y obsesionado con Trafalgar. Tengo
y he leído todos, todos los documentos sobre la batalla. Sé
los quintales de pólvora que llevaba cada buque, la cantidad de judías
secas, el nombre de los tripulantes. Pero escribir una novela es como construir
una casa: cuando acabas has de retirar el andamiaje. Ése es el error
de mucha gente al hacer novela histórica, que quieren que les luzca
el trabajo y no quitan el andamiaje".
¿Y qué ha sido de los barcos hundidos? "Están ahí.
El Santísima Trinidad está perfectamente localizado. Pero
estamos en España y no se ha hecho nada. Somos el único país
europeo que parece como si se avergonzara de su pasado. Imagínate
que esos barcos los tuvieran los ingleses. Los habrían excavado. El
año que viene es el 2000 aniversario de la batalla de Trafalgar -al
que yo me adelanto-; seguro que los ingleses preparan un programa apabullante
de actos. En cambio, aquí no dudes de que no se va a hacer nada. En
España, la historia no da votos ni dinero".
En la novela de Pérez-Reverte aparecen retratados con admiración
algunos franceses. Es verdad que el minúsculo capitán Lucas
(1,45 metros) se portó como un león con su Redoutable. "Se
abarloó con el Victory, un navío muy superior, con la cubierta
mucho más alta, iY hasta trató de abordado usando de puente
el penal principal que había atravesado la barandilla enemiga! Si
lo hubiera tomado, hubiera sido una gran hazaña. Sus tiradores mataron
a Nelson. Pero el Temeraire inglés fue en ayuda del Victory y le endilgó
al Redourabie una andanada de aquí te espero con todos sus cañones,
que le causó 200 bajas instantáneas al francés". ¿Qué
le parece al novelista la revisión que se ha hecho en Francia de
la relación de Napoleón con el mar? "A Napoleón le
interesaba el mar sólo como medio de transporte. En realidad, nunca
lo entendió. La operación que condujo a Trafalgar es un ejemplo
claro. Bonaparte diseñó una estrategia global estupenda, con
un engaño, un amago genial, para propiciar el desembarco de sus tropas
en Inglaterra; pero falló en que no entendía que la fortuna
de guerra en el mar es otra, tiene sus propias reglas, diferentes a las
de tierra. Napoleón vio el mar como estratega, no como marino. y
se rodeó de pelotas incompetentes".
El tiempo pasa, pero la pasión de Pérez-Reverte por Trafalgar
no disminuye. Las andanadas por popa, tan destructivas -de una sola, el
Victory le causo 400 muertos y heridos, y le desmontó 20 cañones,
al Bucentaure-; había dos parejas de barcos que se llamaban igual
en Trafalgar, dos por cada bando -un Achilles francés (que explotó)
y uno inglés, y otros tantos Swiftsure-; el teniente Smith, del pequeño
Africa, de 64 cañones, subió al Santísima Trinidad
para hacerse cargo de la presa creyendo que se había rendido, pero
resultó que no y tuvo que salir por piernas... Las historias siguen
y siguen, fascinantes. Es cierto que aún no ha tenido que prodigarse
en promocionar su libro.
Llegado el café, y como su interlocutor tampoco arría el
pabellón, el novelista vuelve al principio de todo, no nos hayamos
perdido algún detalle. Con un gesto digno del general Feversham explicando
en Las cuatro plumas su decisiva intervención en Balaclava -"cañones,
cañones, cañones"-, Arturo Pérez- Reverte aparta de
un papirotazo una patata frita y dispone sobre el arrugado mar blanco del
mantel tenedores y cucharas que ha cogido a puñados de la mesa de
servicio. Ahí está la línea hispano-francesa y por
ahí llega Nelson. Vamos a ello. jPumba, pumba! ¡Requetepumba!
¡Raaaaca, raaaaca!
Por Jacinto Antón. Fotografias:
Guillermo Pascual