“Los argentinos se unen en el motin. Nunca en el trabajo"

 

Sábado, 2 de febrero de 2008

 

El escritor español habla de su nueva novela, Un día de cólera , y comenta su admiración por Borges, Mujica Lainez, Arlt y Soriano

 

Por Silvia Pisani

Corresponsal en España

 

Lo curioso es que todo empezó mal.

 

Era una mañana muy fría y demasiado temprano como para que los bares del casco antiguo de Madrid estuviesen abiertos. El de la cita sí lo estaba, pero solo para que, por la incomprensible y arbitraria orden de su dueño, unos operarios polacos se cargaran las baldosas centenarias y las reemplazaran por otras nuevas, que imitan lo viejo. Triste trueque. “Es el único día del año en que no se atenderá al público”, se excusó el polaco, al que el aliento se le condensaba en volutas por el frío. ¿Será posible? De pronto llega Arturo Pérez-Reverte, sin desayunar, y oculta el contratiempo de ese café reparador que se evapora, mientras el frío se le ceba en el nuevo corte de pelo, tan radical. No dice nada y se somete al fotógrafo.

 

Ha accedido a un largo reportaje con La Nacion. La excusa formal es su nuevo libro, Un día de cólera ,que ahora se lanza en la Argentina. Pero la charla da muchas otras vueltas. Pérez-Reverte habla de la Argentina, de su mala suerte y de su pecado, que él define como “el borreguismo que hace que cualquier cantamañanas o cualquier político populista se lleve la gente al huerto”. Hay dos cosas que no perdona “a la intelectualidad argentina”. La primera, que no hayan logrado una cultura cívica mayor. La segunda, que permitiera que Osvaldo Soriano muriese sin ser reconocido como gran escritor. Y, si se le piden tres nombres imprescindibles de nuestra literatura, responde sin vacilar: Borges, Mujica Lainez y Arlt.

 

La última novela de Arturo Pérez-Reverte narra los hechos del 2 de mayo de 1808, cuando una turba enloquecida cargó contra las tropas de Napoleón, cuya cruel represalia Goya pintó en los famosos lienzos de fusilamientos. “Una pena, cargarnos el modernismo a favor de una monarquía decadente”, dice. Y compara aquellas gestas con las de hoy, en que la ira popular es por el “corralito” o por los vuelos de Ezeiza.

 

Entrevistar a Pérez-Reverte entraña siempre el desafío de lograr que la entrevista “ocurra”. ¿Cómo lograrlo con alguien que está harto de reportajes? Esta vez no hubo mucha tarea: el escritor que más vende en España dejó que la charla discurriera como lo que fue, una conversación en un bar, con “patatas bravas” (papas con salsa picante) por desayuno, en lugar de café con leche. Y con la distensión que hizo que el papel con las preguntas tan cuidadosamente preparadas de antemano resbalara en el olvido. No hubo necesidad.

 

Raro en él, Pérez-Reverte llega de saco y corbata. Y, en un hombre que hace de la camisa celeste de cuello abierto su armadura en la vida, esa corbata fue, naturalmente, lo que abrió la charla. “Es que hoy es jueves, tengo Academia”, explicó, en alusión a su condición, desde hace cinco años, de miembro de la Real Academia Española de la Lengua (RAE). “Y un escritor que vibra con la batalla, ¿está feliz en la Academia o se aburre como un hongo?”, fue la primera pregunta, un poco en broma. Él la contestó bien en serio. Y así empezamos.

 

–Confieso que al principio lo tomé, además de como un gran honor, como un compromiso en el que me metieron unos amigos. Pero, ahora, ya hecho, la verdad es que resulta apasionante y me divierto muchísimo.

 

–¿Con qué se divierte uno en la Academia?

–No puedes ni imaginar lo que se debate entre los mejores filólogos, helenistas, latinistas… Es gente interesantísima.

 

–¿Debaten todo el día?

–Hay como dos cuerpos; de un lado, los filólogos, que son los “generales” de la lengua, los teóricos; y luego la “infantería”, de la que formo parte, que escuchamos la lengua en la calle. Es un choque feroz, entre teoría y práctica, y de él surge la tarea.

 

–¿Su tarea específica cuál es?

–Hay comisiones; yo me encargo del tema náutico, que me gusta. Temas militares, germanías…

 

-¿Desde cuándo te apasiona la lengua?

–Desde niño, desde que soy lector. El lenguaje de las cárceles me interesa mucho.

 

–Entonces, le deben de interesar el lunfardo y el tango…

–¡Naturalmente! He tomado muchas notas en la Argentina; he aprendido de Horacio Ferrer, el autor de tangos. El tango es lenguaje y el lenguaje de América me atrae porque tiene la osadía que el lenguaje no tiene en España, donde ahora solo innovan los jóvenes y los marginales. En América, con esa mezcla de incultura, osadía y mezcla de otras lenguas, innovan sin complejos y llegan a fórmulas lingüísticas que aquí serían imposibles. Eso hace que el lenguaje siga vivo.

 

–Y entonces viene la Academia, contigo en la infantería, y lo prohíbe. ¿Bonito, no?

–¡Hombre! Cuando el lenguaje ya está en uso, la academia lo acepta y lo fija.

 

–¿Termina por aceptarlo todo?

–Tarde o temprano, sí.

 

–Entonces, ¿para qué la Academia?

–Fija lo que es correcto y lo que no. Pero si la gente lo usa, al final lo acepta.

 

–¡Qué permisivos suenan!

–La Academia no es la policía sino el notario del lenguaje, que es muy distinto. Cuando una palabra lleva cinco años usándose, y está en los periódicos, y la han usado Osvaldo Soriano y Vargas Llosa y quién sea… pues termina siendo aceptada y entra, un día, como tal.

 

–¿No dicen que así nos cargamos el idioma?

–No, el idioma es demasiado sabio para eso. Y el español es muy potente, tan vigoroso, tan lleno de energía que se come a las otras lenguas. ¡Mira lo que ha pasado en la Argentina con el italiano! La gente aceptó las expresiones italianas, las incorporó al español y el idioma siguió vivo. Por eso el habla argentina es tan expresiva, porque está reforzada por el italiano, otra lengua latina, con lo cual la mezcla es magnífica.

 

–En el clásico español-inglés, ¿quién gana?

–El español se está comiendo al inglés. Es fantástico, en la Academia, ver cómo bulle, hormiguea y se mueve el español en el mundo y cómo se va adueñando, poco a poco, de las cosas.

 

–El tópico es que hablamos con 300 palabras y que somos unos burros.

–No estoy de acuerdo con eso. Sí, adoptamos mucha muletilla. Ahora, por ejemplo, en vez de decir que se tiene fe, que se cree, que se espera, lo único que se usa es que “se apuesta” por algo. Y eso reduce el espectro. Pero eso cambia en cuanto alguien, con poder, con poder mediático, utiliza un vocabulario más rico que las simplificaciones de los políticos. El problema es el de siempre: no exigimos a quien está en el lugar adecuado que utilice el lenguaje adecuado. Hay veces en que un campesino analfabeto de América habla mejor que un político, porque respeta la tradición oral, que en España ya no se respeta.

 

–¿Por ejemplo?

–Hace poco, el relato de un campesino peruano sobre el terremoto fue impecable. En España, hubiésemos dicho: “¡Joér! ¡Fue la hostia!” Y ya está. Con lo cual, no es cuestión de cultura sino de quién está transmitiendo. En esas aldeas rurales a veces resulta que el lenguaje se respeta porque los padres saben que, si el hijo habla bien, puede mejorar en la vida. Es eso lo que se está perdiendo: el respeto por el lenguaje como herramienta de promoción social y civil.

 

–Cómete una patata. De todos modos, ¿qué tiempo nos queda para leer?

–Mucho menos.

 

–¿Trabajas en un oficio que, a lo mejor, desaparece?

–No en mi vida.

 

–Lo dices porque tus libros se venden igual, como churros calientes…

–No, lo digo porque a mí no me preocupa; no es tema de mi generación. ¡Que en el futuro se las arreglen como puedan! A mí eso de la literatura del próximo milenio y todo eso… ¿quieres que te diga una cosa? Que me da igual que no lean.

 

–Insisto: porque, con el récord de ventas, Pérez- Reverte está a salvo.

–No, mira, es un tema delicado. Pero creo que todo ese afán para que los niños lean, que vayan al museo, que se interesen por la pintura, por las bibliotecas… ¿Sabes qué? Creo que es una batalla perdida. ¡Prefiero estar yo solo en la biblioteca! Si a veces me da la tentación de decir “No leáis, no os sintáis obligados, es igual, no hagáis el sacrificio. Dejadnos a los que nos gustan los libros que estemos solos en la biblioteca, solos en el museo, solos en Florencia, solos en la Biblioteca Vaticana, con los libros. ¡No vengáis a haceros fotos a la biblioteca! Quedaros en casa, ved la televisión, no pasa nada”. Porque yo creo que es una batalla que está perdida.

 

–¿Te quieres cargar a la cultura?

–No, al turismo cultural. Lo que hoy llamamos cultura es solo turismo cultural. Es hacerte la foto sin saberlo que eso te dice. La cultura, la verdadera cultura, será particular, individual.

 

–Suena un poco elitista.

–Sí, pero en el sentido bueno del término. Serán unos pocos los que hagan el esfuerzo que la cultura exige. La cultura exige un esfuerzo.

 

–¿Y por eso abandonamos a quien tiene pereza?

–Una cosa es educar al pueblo y otra cosa es decir que la cultura es democrática. La cultura no es democrática. A la cultura tiene que tener acceso aquel que la merece, aquel que pelea por ella. No es lo mismo un chico que con 15 años carga una mochila y se larga a recorrer Europa y ver museos y catedrales con los ahorros que ha tenido que uno al que su colegio lo lleva por obligación con un profesor que dice “Vamos a ver el Museo del Prado”, que le importa un bledo. La cultura es para aquel que la quiere tener, para el que realiza el largo y penoso camino que lleva hacia ella.

 

–Y esa atracción, ¿no puede generarse desde afuera?

–Lo que no puedes es tratar de igual modo al chico que hace ese esfuerzo y al animal al que hay que llevarle la cultura a su casa para que no se moleste. A ese, que le den por culo y que se vaya al carajo. ¿Por qué quien quiere ser culto tiene que pagar el precio por aquel al que nada le importa? Pues que sean analfabetos los otros, ¡que más da! Yo prefiero dedicarle atencióny simpatía a quien realmente lucha y se esfuerza que tratar por igual a los treinta de la clase, pues no merece la pena. Estamos gastando mucho y mal en hacer democrática la cultura cuando lo que deberíamos hacer es que la cultura fuese accesible para aquellos que realmente valen y no pueden acceder a ella.

 

–¿Una selección?

–Sí, debería haber una selección; siempre la ha habido,salvo ahora, cuando –para que nadie se traumatice– se trata a todo el mundo por igual. Y no es así y lo paga el chico brillante, anulado por la mediocridad del conjunto. Le estamos quitando posibilidad al talento por ese afán de hacer democrática la cultura.

 

–¿Eras un talento en el colegio?

–No. Era bueno en historia y en literatura y en latín y en griego. Y era malo en matemática, química y física.

 

–¿Cómo es hoy tu acto de leer? ¿Lees con placer, con envidia, por diversión, por necesidad, con curiosidad, para tomar ideas, por obligación? ¿Es descanso, es trabajo…?

–El problema es que me hago mayor y cambia la actitud frente al libro. Antes era lector voraz y luego, llega un momento en el cual ya has leído lo que había que leer, salvo alguna sorpresa que surge, de vez en cuando. Lo que haces es releer con otra mirada, más rica y compleja.

 

–¿Lees novelas? ¿Estás al tanto de lo nuevo? –

–¿Novela? Muy poca. Casi todo lo que leo son libros de historia, clásicos griegos y literatura española del siglo XVII. Ahora estoy releyendo a Michel de Montaigne en francés, lengua que domino bien porque me educaron en ella. ¡Y leo a los amigos!

 

–¿A qué amigo lees de la Argentina?

–¿Vivo? No quisiera ofender a nadie..

 

–Háblame de muertos, entonces.

–Era un fan de Osvaldo Soriano. Nunca perdonaré a los argentinos, a la intelectualidad argentina, que lo dejara morirse de tristeza diciendo que no era un escritor lo bastante profundo. Yo lo llamaba de vez en cuando.

 

–¿Cómo se hicieron amigos Soriano y tú?

–Por admiración. Supongo que lo llamé para decirle que algo suyo me había gustado y, desde entonces, de tanto en tanto nos hablábamos para comentar cosas que escribíamos. Nunca nos vimos. Pero nunca perdonaré que en la Argentina lo dejaran morir con la pena del desprecio, de mirarlo por arriba del hombro.

 

–¿Has conocido a Fontanarrosa?

–Sí, claro, otro a quien admiraba muchísimo. Nos queríamos, él hizo un par de bromas conmigo y yo le he hecho algún guiño en un libro mío. Fontanarrosa y Soriano eran mis dos admiraciones contemporáneas en la Argentina.

 

–¿Cuáles son tus tres autores “básicos”, tus imprescindibles en la literatura argentina?

–Borges, Mujica Lainez y Roberto Arlt.

 

–Acabo de visitar la casa de Mujica en Córdoba. Lo estoy releyendo.

–Yo lo he leído todo. Su novela Bomarzo es una obra maestra.

 

–Y de Roberto Arlt ¿qué? ¿Los siete locos?

–Lo he leído como cuatro veces. Es extraordinario.

 

–¿Qué te evoca la Argentina como país?

–Cuidado con la salsa de las papas, que te vas a manchar. Es un país que conozco bien; tengo amigos en distintos niveles sociales y económicos, estuve seis meses cuando la Guerra de Malvinas y voy seguido. Encima, he leído vuestra literatura y, además, soy latino, con lo cual, me van el español y el italiano… Casi podría decirse que “Nada en la Argentina me es ajeno”. Simpatizo con ella y le conozco virtudes y defectos.

 

–¿Hablamos de ellos?

–No, ¡hombre!

 

–Entonces, ¿qué te suscita ese país al que tan bien dices conocer?

–Es un país con mala suerte, infortunado. Porque lo tiene todo para ser estupendo y creo que, en el fondo, es un problema de cultura, y con esto termino porque no quiero hablar del tema. Creo que lo de la Argentina es un problema político, pero que viene de una falta de cultura. Y eso es grave, en un país que ha sido culto, con elites cultas. Llama la atención que esas elites no hayan sabido hacer descender esa cultura a niveles populares.

 

–Hace un rato hablábamos de eso y decías que no te importaba.

–Creo que el problema de la Argentina es que tiene “borreguismo político”, aprovechado por la clase política. Y ese borreguismo es posible porque las capas populares son muy incultas. Hablo ahora de cultura en el sentido crítico, de ciudadano. Esa falta de cultura ciudadana es la que hace a esas masas muy sumisas, muy manejables, muy manipulables por el poder político. Es un problema de cultura ciudadana. Es una opinión personal, puedo estar equivocado.

 

–¿Cómo se corta eso?

–No sé. Yo si veo que alguien sangra, digo que tiene una herida. Pero no sé cómo se sutura. Lo que quiero decir, en todo caso, es que detecto el mal porque en mi país también existe. Es falta de capacidad crítica de una sociedad para analizarse a sí misma y para intentar mejorar. La Argentina carece de ella. Con lo que cualquier político populista, cualquier cantamañanas, puede llevarse la gente al huerto. Que eso le pase a un país culto como la Argentina es más triste.

 

–¿Ocurre ahora?

–No solo ahora, también ocurría con los militares, que ahora todo el mundo dice que no, pero yo los he visto aplaudir. Es que se tiene muy mala memoria también. Y mucha gente decía que, con ellos, venía la tranquilidad. Y un carajo les decían.

 

–Tu último libro, Un día de cólera, describe la rabia, la ira popular, en el histórico 2 de mayo de 1808, cuando esa rabia se terminó cargando a las tropas de Napoleón. Tras leerlo, he pensado que la última rabia argentina, creo, fue la del “corralito”.

–¡Es verdad! Hasta que no les tocan el dinero, no salen.

 

–¿Es lo único que nos mueve?

–Pareciera. Uno mira la historia argentina y ve cosas estupendas. Y uno se dice ¿qué habría sido de esqueta gente con esa inteligencia, con ese coraje cuando lo quieren tener, con esa maravillosa brillantez latino italiano española? Esa gente bien gobernada, bien dirigida, bien educada y con un sentido cívico y solidario, ¡qué no habría hecho y qué estaría haciendo ahora! ¡Qué pena! Y no estoy hablando desde arriba sino en el mismo nivel, porque España es muy parecida en muchas cosas. Solo que a ustedes, cuando están por dar el salto, siempre hay algo que les estalla. Si pienso un poco más, creo que es cuestión de insolidaridad.

 

–¿De no unirse?

–Creo que se unen en el motín. Nunca en el trabajo.

 

–Bueno, si tomamos como referencia tu novela, el cabreo contemporáneo es mediocre: no toma a la tropa de Napoleón sino el aeropuerto de Ezeiza, y empujados, no por Manuela Malasaña, sino por los gremios. Suena poco épico.

–Sí, porque tenemos demasiado. Es cosa de la sociedad moderna, que tiene mucho que perder. Antes no tenían nada y quienes se echaban a la calle eran los humildes. Siempre es así: he visto muchas revoluciones y motines, y siempre ves en la calle a la misma gente: los humildes que no tienen nada que perder. Los que tienen algo se quedan en sus casas. Siempre ha sido así.

 

–Tú, el 2 de mayo de 1808 en Madrid, ¿qué hubieses hecho?

–Cuando era joven pensaba que me habría echado a la calle. Ahora, sabiendo que fue una batalla de los humildes e ignorantes para traer a un rey como Fernando VII, que fue un infame y un corrupto, y para defender una iglesia reaccionaria y caduca, en contra de ideas que eran de luz y de modernidad, supongo que me habría quedado en casa.

 

–¿Haciendo qué?

–Habría salido a mirar.

 

–¿Y el instinto de viejo reportero?

–Por eso, salir a mirar en qué terminaba todo aquello. Lo que pasa es que luego matan al vecino de arriba y, al final, terminas peleando. Pero por eso, no por ideología. Nunca hubiese peleado por ideología en esa guerra.

 

–¿Existe el patriotismo?

–Claro que sí. Pero, ¿sabes qué pasa? Se ha abusado tanto de esa palabra. En España y en la Argentina ha habido tanto canalla que la ha utilizado para hacer su negocio político personal. Tanto se ha abusado que se ha vuelto sospechosa. Pero existe.

 

–¿Cómo existe? ¿En el fútbol, nada más?

–En sentirte a gusto con tu lengua, con tus vecinos, en un partido de fútbol, paseando por la calle. El patriotismo no es morir por la patria sino, más bien, sentir afecto por la tierra de tus antepasados, de tus amigos y del futuro de tus hijos. Eso de los enemigos de la patria, el matar por ella y defender la verdad, todo ese tipo de exaltación constante alrededor de la patria es una patología, una enfermedad. El patriotismo es sereno y es cultura, es memoria, solidaridad. Es la plaza en la que creciste de niño y el cementerio de tus abuelos. Lo demás son milongas.

 

–¿Por eso querías dar el primer golpe con tu versión del 2 de Mayo?

–Sí, porque ahora, con el bicentenario, van a empezar con la puta patria todos: los nacionalistas, los de derecha, los de izquierda. Y con el “Fuimos nosotros; no, tú no fuiste, que fuimos nosotros”. Antes de que empiece toda esa mierda hice mi libro para que la gente lea y entienda.

 

–¿Abordas tú solo la investigación previa?

–Todo libro es un problema narrativo que hay que resolver con el talento que tengas. Con este yo he tenido una ventaja y es que todos los nombres que manejo son reales. Es una novela, pero hecha toda con ingredientes reales. Accedí a los 409 expedientes de muertos y a los 160 de heridos con los que se pagaron las indemnizaciones de guerra. Manejé esos documentos, además de las memorias de testigos españoles y franceses; y los libros de historia, de ensayo histórico. Lo bueno que tiene preparar un libro, para mí como lector, es garantizarme dos años de buena lectura y de investigación, dos tareas que me gustan.

 

–¿Cómo opera esa investigación en el proceso creativo?

–Opera en mí. Aprendo mucho, viajo a los lugares, voy generando un montón de cosas. Es una aventura personal en el curso de la cual me transformo. Al terminar un libro soy alguien distinto del que lo empezó. Mi vida cambia en la medida en que voy trabajando.

 

–Y con todo ese material acumulado, ¿dónde está el chispazo que dice “Aquí está la historia que voy a contar?”

–No hay un chispazo, lo acumulas durante toda tu vida. Ahora, ¿qué es lo que hace que nazca el libro? Pues… de pronto, un día, una conversación, una mirada, un recuerdo, una música. Alrededor de ti eso toma forma y sabes que allí tienes una historia por contar. Vas un tiempo con ella, te acompaña, algunas cosas engordan, otras mueren, otras se desarrollan. Y un día dices… “Bueno, ya está, voy a escribir esto”. Para mí, es así.

 

–Trabajas en muchos registros: novela histórica, thriller, thriller cultural, has hecho hasta el cómic de Alatriste… ¿Has pensado en incursionar en algo nuevo… el teatro tal vez?

–Me lo han propuesto, pero no lo haré. Es una disciplina demasiado específica y soy consciente de mis limitaciones. Uno debe hacer aquello de lo que es capaz y no intentar ya, con cierta edad, cosas que no se pueden hacer. No sé qué tiempo me queda: un año, seis meses, diez años, quince, no mucho más. A lo mejor puedo llegar a hacer cinco, cuatro, seis novelas más. Pero no diez. Tengo que elegir y quiero dedicar mi esfuerzo a aquello que sé que es rentable, no en el sentido económico, sino en el personal. Y yo no hago dos novelas iguales, porque cada una es un desafío diferente en el que busco un ángulo distinto para abordar la historia.

 

–Todas tienen un sello Reverte, sin embargo.

–¡Claro! Yo desconfío de un escritor que hace novelas absolutamente distintas y sin relación unas con otras. Significa que lo miente o que lo roba.

 

–¿No vas a entrar en el thriller religioso, ahora que, desde El Código Da Vinci, el boom sigue dando cuerda?

–Yo tengo una novela pionera en eso: La piel del tambor. Y lo mismo me ocurre con La tabla de Flandes: son novelas que ahora están triunfando muchísimo. Hice thriller cultural y religioso mucho antes y he dejado de hacerlo. No voy a repetir la misma fórmula, como otros, que cada año sacan una novela de esas. Para mí, cada una es un desafío nuevo; hago ahora cosas que antes no hacía. Con esta misma, Un día de cólera, el desafío fue hacer una novela con 430 personajes donde todo es auténtico. Era difícil, por eso la he querido hacer así.

 

–¿Cómo construye sus personajes? ¿Cómo nace la investigadora de La tabla de Flandes, la cartógrafa de La carta esférica, Coy, el marino triste, o el Capitán Alatriste?

–Mirando, leyendo. Ellos son mirada sobre la vida que he llevado. Son la gente que he conocido, los libros que he leído, los amores y los odios que he tenido. Con eso voy construyendo las cosas, con la vida. El auténtico escritor de novelas no se sienta a ver qué libro lee para hacer una historia sino que proyecta su vida en los libros.

 

–¿Una cucharada de autobiografía?

–No, no es contar tu vida sino lo que la vida te ha dejado como botín. Y es que no tiene ningún secreto especial [Risas]. Solamente es hacer lo que vales para hacer y lo hago bien y me siento feliz con esto.

 

–Y si no se te diera el escribir novelas, ¿qué?

–A mí, lo otro que me gusta es navegar. Ahora mismo me voy a hacer un viaje por el Mediterráneo de tres meses. Voy a largarme y a desaparecer del todo y para todos.

 

–¿Sabes a dónde vas?

–Sí, pero siempre dejo margen a los vientos. No tengo vacaciones. Yo estoy trabajando y de pronto digo “Me voy a navegar diez días”, y es un tiempo en el que leo, pienso. Tengo un barco de 46 pies que fue diseñado para mí, navego desde que soy un niño y tengo título de patrón desde hace 16 años.

 

–Hay navegantes que afirman que el Río de la Plata no es tan inmenso: que si no lo conoces, terminas encallando. ¿Lo has navegado alguna vez?

–Sí, lo he navegado y hay sitios mejores. De hecho he navegado la costa de Rocha, un sitio muy peligroso, siguiendo la fantástica historia de La cacería, una novela escrita por el uruguayo Alejandro Paternain.

 

–¿Por qué tus protagonistas suelen tener amores imposibles?

–No siempre. Pero es que al final… siempre se jode, ¿no? O, si no, es la vida la que te jode. Al final, siempre te mueres.

 

–Sí, claro, pero se lo puede pasar mejor antes, ¿no?

–Realmente no lo sé, cada historia tiene sus exigencias. Yo no he sido yo un tipo de vida sentimental problemática.

 

–Se sabe poco de tu vida privada.

–Porque no hablo de ella.

 

–¿Extrañas el periodismo?

–No, para nada. Lo que extraño es la juventud.

 

–¿Cómo es la sensación de ver tu nombre en la vidriera de todas las librerías y de los quioscos de prensa?

–Lo fantástico no es eso, sino tener un velero y tener lectores.

 

–Con el velero ya sé. Pero, ¿cómo estableces relación con los lectores? ¿Te escriben y contestas?

–No en forma directa. Tengo un grupo de gente que me protege de esas cosas. Pero todo me llega y lo leo con mucho interés.

 

–Eres un rostro conocido. De los pocos escritores que no pueden salir a la calle. ¿Cómo te manejas con eso?

–Es incómodo a veces, pero es el precio que hay que pagar. ¿Sabes qué pasa? Son lectores, son amigos, los he acompañado durante muchas horas de soledad. Y yo a un amigo que viene a> decirme algo no puedo mandarlo a la mierda. ¿Comprendes?

 

–¿Y cómo afecta eso a tu vida cotidiana? ¿Te escondes?

–El problema para mí es que me gusta mirar anónimamente y ya no es tan fácil observar de ese modo. Lo otro que ha cambiado es que ahora tengo que tener cuidado con lo que hago: ya no puedo pegarme con un tipo por la calle. Ahora mismo recuerdo un incidente, en Buenos Aires, con un taxista muy grosero. En otro momento, le hubiese abierto la cabeza.

 

– ¿Cómo?

–Hubiera tomado las llaves y ¡raj! le hubiese abierto la cabeza. Pero estábamos en la puerta del hotel Alvear y la gente me hubiese reconocido. Esa es la parte negativa: tragarme cosas. Lo otro es que también la gente es más amable. Y eso es bueno. Y cuando Pérez-Reverte dice eso, en el momento ya de la despedida, es casi imposible que no venga a la memoria su Capitán Alatriste.