“Efectos propios del amor: Un día de cólera”

 

Viernes, 21 de diciembre de 2007

 

José Belmonte Serrano

 

(cortesía del autor, para el foro Icorso. Este artículo será publicado en la Revista Ágora (Murcia) en enero 2008)

 

Es, para empezar, una verdadera lección magistral para los pocos que aún ponen en duda el exhaustivo y meticuloso trabajo previo de un escritor como Arturo Pérez-Reverte que jamás ha improvisado su labor, sujeta siempre a ese difícil juego con el que trata de poner en equilibrio la realidad y la ficción. Estamos, como él tantas veces ha manifestado en sus comparecencias, ante un lector que escribe novelas. Y un lector privilegiado, muy particular, conocedor de los clásicos y también de la literatura de su tiempo, con una portentosa imaginación, pero con los pies sobre la tierra. Hasta el punto de que incluso cuando inventa se atiene a las más estrictas reglas de la verosimilitud.

 

Cuando el escritor se aproxima aún más a la realidad histórica, como es el caso que nos ocupa, con los tristes sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid, la complejidad va en aumento porque se corre el serio riesgo de caer en lo puramente descriptivo, en lo convencional, con lo que entraríamos de lleno en el trabajo propio de los historiadores quienes, con tozudez e insistencia, suelen pedir la cabeza de ciertos escritores al no resistir la competencia. En la novela que ahora sale a la luz de Pérez-Reverte no hay tesis. Ni tampoco pedagogía al uso, aunque ésta se pueda desprender de la lectura que cada uno pretenda hacer. El autor intenta ponerse al margen. Actuar como si su ojo fuera una cámara objetiva que se limita a dar fe de los acontecimientos. Y, sin embargo –ahí radica la mayor virtud de este relato– , la voz del propio Reverte no se halla ausente en ningún instante, aunque sabe refrenarse a tiempo para que sea el lector quien se comprometa y tome partido, mientras saca sus propias conclusiones, sin intermediarios. Estamos, en definitiva, ante el Reverte de siempre, con un producto marca de la casa, destilado, genuino, que lleva el inconfundible sello de su autor, que no sólo domina a la perfección las más enrevesadas técnicas narrativas, sino que, asimismo, parece divertirse mientras teclea sobre su ordenador. Pérez-Reverte sabe atenerse a un espacio limitado –el centro de Madrid y algunas calles y plazas aledañas– y a un tiempo preciso: el que va desde las siete de la mañana del día 2 de mayo de 1808, hasta las primeras luces del día siguiente. En esas pocas horas caen casi medio millar de personas abatidas por las soberbias armas del ejército invasor, que no duda en emplear los métodos más disuasorios para poner fin a esta revuelta espontánea del pueblo llano y sencillo.

 

Para empezar, Pérez-Reverte deja claro –como ha hecho en tantas otras ocasiones tanto en sus obras de ficción (la saga del capitán Alatriste sería un buen ejemplo), como en sus desenfadados y contundentes textos periodísticos– que el pueblo llano, la gente de a pie, la fiel infantería, a la hora de la verdad, cuando es preciso partirse la cara, batirse el cobre, siempre ha estado por encima de quienes lo gobiernan. En esta ocasión, en esta espléndida obra titulada Un día de cólera, hay un claro mensaje no sólo para quienes ostentan (¿o sería más correcto decir detentan?) el poder, sino también para el resto de las fuerzas vivas de nuestro país que nunca han sabido estar a la altura de las circunstancias, como los intelectuales o la propia Iglesia, como queda reflejado, con absoluta precisión, en la elocuente pastoral escrita en su día por don Marcos Caballero, obispo de Guadix, quien no duda a la hora de calificar el 2 de mayo de “sedición o alboroto del ciego y necio vulgo”. Por su parte, el llamado Consejo de la Inquisición no se queda mucho más atrás: “Semejantes movimientos tumultuarios –se afirma en otra histórica pastoral, que Pérez-Reverte reproduce en letra cursiva– , lejos de producir los efectos propios del amor y la lealtad bien dirigidos, sólo sirven para poner la Patria en convulsión, rompiendo los vínculos de subordinación en que está afianzada la salud de los pueblos”.

 

La novela va creciendo en emotividad conforme avanzamos en sus páginas. Y los nombres de Luis Daoiz y de Pedro Velarde van tomando cuerpo a través de breves pero certeras y magistrales pinceladas en las que se nos refiere la actitud heroica de cada uno de ellos, actuando al margen de sus superiores y poniéndose al frente de un nutrido grupo de ciudadanos que jamás ha tenido un arma de fuego en sus manos. El primero, Daoiz, es un auténtico héroe cansado, como Corso, como Astarloa o Alatriste. El otro, Velarde, un tipo carismático, entusiasta, impetuoso y enérgico. La emotividad llega a su máxima expresión cuando Pérez-Reverte ralentiza la trepidante acción de su novela y relata, con cierto detenimiento, el destino final de los cuerpos, ya sin vida, de estos dos personajes: “Daoiz será puesto en la cripta misma, bajo el altar de la capilla de Nuestra Señora de Valbanera, y Velarde enterrado afuera, con otros muertos de la jornada, en el lugar llamado El Jardincillo. Años más tarde, Herrero atestiguará: ‘Tuvimos la precaución de dejar ambos cuerpos de los referidos D. Luis Daoiz y D. Pedro Velarde lo más inmediato posible a la superficie de la tierra, por si en algún tiempo se trataba de ponerlos en otro paraje más honroso a su memoria”.

 

A la manera barojiana de novelas como La busca, estamos ante un sinfín de historias de corta extensión, pero de una intensidad sobrecogedora. Relatos de gentes humildes, rescatadas ahora del anonimato, pero comprometidas con ese tiempo que les tocó vivir y morir por una causa que ellos consideraron justa. Gente como José Peña, zapatero de diecinueve años, José Juan Bautista, criado del marqués de Perales, el oficial herrero de cuarenta años Julián Duque o el impresor Cosme Martínez del Corral, quien, tras recibir cuatro balazos, confundido entre un montón de ensangrentados cadáveres, pudo ser rescatado y puesto a salvo: “Peleó con los franceses, fue fusilado y regresó de entre los muertos”.

 

José Belmonte Serrano

 

 

*Pérez-Reverte, Arturo. Un día de cólera. Madrid: Alfaguara, 2007. 401 págs.