“La
derrota del 2 de Mayo” |
Sábado, 1 de diciembre de 2007
Libros Por José María Pozuelo Yvancos
01 de diciembre de 2007 - número: 826
Ignoro si Pérez-Reverte, al poner título a esta novela, ha recordado que la primera palabra de la Iliada es cólera. Nada tendría de extraño en alguien de su generación, que traducía en el preuniversitario a Homero, auxiliado, eso sí, por don Luis Segalá y Estalella y por esa especie extinguida casi, heroica (a la que este país nunca pagará lo debido), de los catedráticos de griego que, como don Julio Cruz, nos enseñaron a amar al vate ciego. Emilio Crespo ha tenido el acierto de hacer figurar el sustantivo cólera como primera palabra de su traducción moderna. ¿Epopeya entonces, aunque no de Troya, sino del Madrid del 2 de mayo de 1808? Nada de eso. Ni la cólera es la de Aquiles, ni hay en la novela de Pérez-Reverte, salvo el homenaje debido a Luis Daoíz y a Pedro Velarde, un mundo de héroes conocidos, ni se ha escrito esta novela-crónica desde lo que vino después, esto es, desde Móstoles, Gerona, Bailén o Zaragoza y todo aquello que Galdós convertiría en grandes Episodios Nacionales como cimiento, entre otros, de la mitología patria que ha convertido el 2 de Mayo en el emblema de la España eterna y luchadora.
Precisión de entomólogo. Si acaso únicamente convendría a la novela de Pérez-Reverte que nos fijáramos en el rostro desencajado y en el grito del personaje anónimo que en Los fusilamientos del tres de mayo de Goya abre los brazos, ofreciendo a las ráfagas del escuadrón de fusilamiento cuanto habían ofrecido el día anterior centenares de madrileños de los que nadie se acuerda y cuya vida, durante aquellas horas de su rebelión espontánea, es reconstruida en esta novela con la precisión de un entomólogo. Como deja dicho en la página de inicio, está a caballo entre la Historia y la crónica, pero resulta pertinazmente resistente a toda ficción. Reconstruye cuanto se puede saber (en una bibliografía amplia que figura al final del libro) de aquellas horas, recorridas en el libro paso a paso, nombre a nombre, según figuran en los listados de documentos oficiales.
Arturo Pérez-Reverte ha acertado a mi juicio sobre todo en algo que destaca en la construcción narrativa de la novela: su tono casi neutro, exento de todo comentario externo o de alharacas patrioteras. Antes bien, si acaso asoma la tristeza de una mirada que arroja la fidelidad del reportero o el talante del notario, aunque a veces se traduzca, y no puede ser de otro modo (pero ya digo que está reprimida y apenas asoma), la emoción del novelista, que va viendo caer, uno a uno, a todos los héroes anónimos que en esta novela han recobrado su nombre. Para que funcione con fiabilidad, que creo que es la marca distintiva de toda la obra, resulta portentosa la cantidad de detalles ofrecidos, ajustados a la precisión de los nombres de sus gentes, del oficio, del número concreto de la calle donde vivían, de dónde estaba situada cada casa y cada palacio de la época. Se evitan los discursos y los antecedentes. La novela se pliega a esas pocas veinte horas, justo las previas a las que pintaría luego Goya. Desde la siete de la mañana del 2 de Mayo, hasta que la luz entra por la ventana de la casa de Rafael de Arango, en la mañana siguiente.
Y esto lo hace Pérez-Reverte antes de que tengan tiempo de venir los centenarios y nos desgañitemos los españoles recordándonos otra vez la mentira necesaria de los mitos sobre los que se ha edificado nuestra magnitud oficial: que aquello fue cosa de todos, un Fuenteovejuna heroico colectivo. En la novela de Pérez-Reverte se ve que no fue así; fue de unos pocos, no muchos, que podrían haber sido, eso sí, muchos más, como luego lo fueron; pero se da también la crónica de cómo los mandos militares de mayor graduación y los políticos porfiaron para que quedaran las tropas españolas acuarteladas, sin munición, a merced de las ordenes de Murat.
Como en el álamo. En esta novela hay por tanto otros españoles que asintieron o colaboraron en el fracaso de la revuelta, condenándola a una especie de El Álamo en que se convirtió el Acuartelamiento del Parque de Monteleón, donde ya a la altura del mediodía del 2 de Mayo ha quedado todo reducido. Hay un caso emblemático, el del cerrajero Blas Molina Soriano, al que la novela ha seguido a lo largo de todo su heroismo, y que fue de los pocos que lograron librarse. Había luchado por Fernando VII, pero no recibe respuesta alguna cuando años después le pide un modesto empleo en la Corte. No puede el lector sino pensar en ese otro héroe de Lepanto, anónimo en lo militar, que no obtuvo ni siquiera humilde escribanía en las Indias.
Ciego y necio vulgo. No se evita por tanto en las últimas cien páginas el rosario de la derrota, y también noticias que ponen los pelos de punta, como la nota del Consejo de la Inquisición o la del obispo de Guadix hablando del ciego y necio vulgo (p. 385). A retazos asoman problemas anexos como la difícil situación de ilustrados, algunos noblemente retratados, como Blanco White; otros con menor estatura, como el caso de Moratín.
Nada de la habilidad narrativa que ya es proverbial en su autor falta aquí, en los lances y en los quiebros de cada suerte personal. Y, si acaso, he visto una condición mejorada, por lo contenida que está: la opción por poner tal habilidad al servicio de una crónica que se quiere sobre cualquier otra cosa leal, verídica, y que leemos asombrados, tanto por lo que dice como por aquello que va revelando de esas varias formas de ruindad, o mediocridad, que los mitos han encubierto. Al final, queda erigida, y es ya una constante ética de su autor, una mirada enaltecedora hacia quienes fueron protagonistas heroicos de una epopeya sin saber que lo era, y que aquella fecha aciaga del 2 de Mayo dejó resuelta únicamente en tragedia, esta sí, de tristes y no merecidos destinos.