“Tremenda
novela reportaje” |
Jueves, 13 de diciembre de 2007
Por Luis María Anson, de la Real Academia Española
Arturo Pérez-Reverte ha disparado su nueva novela desde un abrumador arsenal de cifras y datos rigurosos. Seguramente habrá algo de ficción en su relato del 2 de mayo de 1808. Pero no lo parece. Todo es creíble, todo auténtico, todo histórico. Pérez-Reverte ha escrito la crónica de la más desesperada revuelta popular que ha conocido la Historia de España. Con casi todos los aristócratas emboscados, casi todos los militares acobardados, el pueblo llano, puro y duro, se sublevó contra el mejor Ejército del mundo: el que Napoleón instaló en la capital de España, al mando de Murat, el gabacho de botas hannoverianas, dolmán de húsar, alamares bordados, el ceño fruncido, la crueldad a flor de piel, siempre dispuesto a desenganchar las cureñas de los cañones y ametrallar a la muchedumbre. Frente a soldados curtidos en cien batallas, disciplinados y profesionales, los artesanos madrileños, los cereros, los cerrajeros y lacayos, los sastres, los aposentadores, impresores, chocolateros y cocineros, los jardineros, aguadores, esparteros y mancebos, los presbíteros y venteros, los adolescentes de 10 o 12 años, los majos, las manolas, los criados, vertebrados todos por dos capitanes heroicos, ajenos a la cobardía moral de sus compañeros, el entusiasta Velarde, el reticente Daoiz, y el teniente enfermo Ruiz mantuvieron en jaque la gloria militar de Napoleón en la audacia descabellada de Monteleón. Mientras los tiros zurreaban sobre sus cabezas, los desharrapados madrileños se enfrentaban en otro lugar a la carga atroz de los mamelucos y Antonio Méndez, con su navaja cachicuerna de siete muelles, rebanaba el cuello del héroe de Austerlitz, el legendario Mustafá.
La minuciosidad de los datos seleccionados por Pérez-Reverte recrea el clima de aquel día imborrable, en el mejor estilo de la gran novela. Las apariciones brumosas de Francisco de Goya, en su casa de la calle Valverde, 15; del niño Mesonero Romanos, de Moratín, de Alcalá Galiano, de Blanco White, se nublan por el empuje del pueblo altivo, alzado en defensa de su dignidad personal, también de su patria y de su Rey. Arturo Pérez-Reverte, en plena madurez creadora ya, ha escrito su más granada novela. También el mejor reportaje de su vida. Y todo ello friendo en la sartén ese lenguaje preciso, riguroso, labrado, bellísimo a veces, que le ha llevado a la Real Academia. El novelista se derrumba tras la palabra acechante, hace sangre en la carnicería de las metáforas y adjetiva siempre con la naturalidad de la piel pegada al músculo, como el arado uncido a la mancera.
El periodismo además de ser una ciencia de la información es un género literario. Tom Wolfe lo explicó hace cuarenta años de forma certera: “El nuevo periodismo -escribió- no puede ser ignorado por más tiempo en su sentido artístico, porque ha arrebatado el centro de la Literatura a la agonizante novela y se ha convertido en el género literario más vivo de nuestra época”. Si la poesía fue el género predominante en el siglo XVI, el teatro en el XVII, el ensayo en el XVIII y la novela en el XIX, el periodismo se ha alzado con el siglo XX. La literatura es la expresión de la belleza por medio de la palabra que produce un placer puro, inmediato y desinteresado. Ese placer lo ha sentido intensamente el lector en el siglo XX al leer los artículos publicados en los periódicos, las crónicas, los reportajes, los comentarios, las necrologías, los titulares incluso.
Pérez-Reverte, envuelto en la misma estela que destacados escritores norteamericanos y europeos, ha sabido adunar el género literario novela con el género literario periodismo para producir una obra maestra. Lo de menos es su capacidad para conectar con el lector mayoritario, lo de menos es el éxito popular. Lo de más es el rigor y la calidad con que escribe sus novelas. Y sólo está a la mitad de la montaña que va a ascender y coronar pese a quien pese. El novelista tiene una notable capacidad para seleccionar entre aluviones de datos los que interesan al lector. Es la zaranda que separa los escobajos de la casca. Claro que hay alguna espina entre las rosas. Con ese desprecio tan habitual en el novelista por el rigor de la poesía, en Un día de cólera reproduce un poema ripioso y menor, transparenta que no conoce bien a su autor y además cita mal el verso.
Pérez-Reverte, en fin, ha arrancado una página clave de nuestra Historia y la revive para el lector de forma tan apasionante que es imposible levantar los ojos de Un día de cólera, hasta que, en las líneas finales, Rafael Arango, mientras contempla la luz del 3 de mayo que enciende la ventana, susurra: “Nunca se sabe. En realidad, nunca se sabe”. Todavía no había llegado, sin embargo, el tiempo de la desmemoria.
Luis María ANSON