“Un reportero en el Dos de Mayo”

 

 

Martes, 11 de diciembre de 2007

 

Pérez-Reverte cuenta cómo fue la revuelta popular del Dos de Mayo, que inició la guerra contra Francia El autor reproduce en un libro los detalles de aquel episodio histórico en las calles de Madrid

 

11.12.07 - CÉSAR COCA

 

Fueron veinte horas de cólera que cambiaron la historia de España. Las transcurridas entre las ocho de la mañana del 2 de mayo de 1808, cuando unos centenares de personas -artesanos, chisperos, albañiles, rateros, manolas, prostitutas, carniceras- intentaron linchar al edecán del general Murat, que estaba al mando de las tropas francesas, y las cuatro de la madrugada del día siguiente, momento de los fusilamientos en la montaña de Príncipe Pío, elevados a icono universal por Goya. Veinte horas de insurrección de unos miles de hombres y mujeres sin apenas armas ni formación, que se enfrentaron al mejor ejército del mundo y sufrieron después una terrible represión. Veinte horas «más de cabreo que de defensa de la patria», como las define Arturo Pérez-Reverte, autor de 'Un día de cólera' (Ed. Alfaguara), un libro con el que ha pretendido que los lectores recorran las calles de Madrid y asistan a las refriegas de ese día.

 

El episodio es conocido: las tropas francesas han entrado en España y el rey Fernando VII, que ha ocupado el trono de su padre, está en Bayona con la casi totalidad de la familia real. El domingo 1 de mayo la multitud abuchea a Murat y se producen algunos incidentes. Y a la mañana siguiente, el rumor de que también los dos pequeños infantes van a ser trasladados a Francia desata los enfrentamientos entre unos pocos miles de personas, en su mayoría civiles, y el Ejército imperial.

 

«Yo crecí creyendo que el Dos de Mayo fue un movimiento patriótico en el que los militares guiaron al pueblo. Pero no fue así», ha asegurado en declaraciones a este periódico Pérez-Reverte, que ha revisado centenares de libros y documentos para escribir su novela. «Ni siquiera fue el pueblo español quien se levantó. Fue una insurrección local, de las clases populares. Y luego hay algunos militares, mandos intermedios, que se ven arrastrados por esa insurrección».

 

Lo que empieza como un motín callejero, en la actual plaza de Oriente, crece a medida que Murat ordena que sus batallones avancen hacia el centro de Madrid desde las avenidas que llevan a la puerta del Sol. «De siempre, el español ha tenido facilidad para sumarse al motín», explica el autor de la serie 'Alatriste'. Y eso fue exactamente lo que sucedió: a medida que se corre la voz de las refriegas se van formando pequeños grupos sin orden ni disciplina, algo insólito en la historia. «Quizá sólo algo después, en Zaragoza, pase algo parecido». Niños, jóvenes, gente madura y octogenarios, sin más armas que tijeras, martillos, hachas, hoces, espadas de la época de Carlos I, escopetas de caza y navajas, muchas navajas, se lanzan contra miles de soldados bien equipados que venían de aplastar al enemigo en los campos de batalla de toda Europa.

 

La batalla de Monteleón

 

Así hacen frente a la carga de los Mamelucos, en la puerta del Sol. Hasta diez mil personas se han concentrado en la plaza cuando las primeras líneas de la imponente caballería hacen su entrada por San Jerónimo. Muchos de quienes salen con vida de aquel baño de sangre se encaminan hacia el parque de Monteleón (actual plaza del Dos de Mayo), donde un pequeño grupo de soldados desoye las órdenes de los jefes militares que reiteran que no deben inmiscuirse en los enfrentamientos y decide resistir. Al mando, un teniente asmático llamado Jacinto Ruiz, y dos capitanes: Luis Daoiz y Pedro Velarde. «Daoiz es la cabeza fría, quien finalmente y tras muchas dudas, se suma a la insurrección porque no tiene otra opción viendo cómo están matando a sus convecinos; Velarde, en cambio, es una mala bestia, alguien que lo mismo habría estado defendiendo el castillo del Morro que en el 23-F. Podía ser muy bueno o muy malo, dependiendo de dónde lo pusieras».

 

Contra toda lógica, los rebeldes de Monteleón, abandonados por sus jefes, sin apenas munición y rodeados por un ejército que les multiplica en efectivos, resisten hasta tres acometidas y rechazan la posibilidad de pactar los términos de una rendición. «Pelean por vergüenza torera, porque realmente salvo Velarde al principio, nadie cree en la victoria. Los más lúcidos, como Daoiz -explica Pérez-Reverte-, saben que se están suicidando».

 

Tras la caída de Monteleón, lleva la venganza de Murat. Arrestos indiscriminados, juicios sumarísimos sin la presencia de los acusados y fusilamientos en masa. Los de la montaña de Príncipe Pío ponen final a ese día de cólera. Por el libro de Pérez-Reverte desfilan, en segundo término, Blanco White, Goya, Fernández de Moratín y hasta Mesonero Romanos -que sólo tiene 4 años-, testigos espantados y aturdidos. Y aunque ellos no sufren heridas ni se manchan las manos de sangre, el libro refleja quizá por encima de todo su drama: «El punto crucial de ese día es la tragedia de la inteligencia. La gente ilustrada debe elegir entre un pueblo cerril y fanático que lucha por una familia real vil y corrupta, los curas y el oscurantismo, o por los franceses, que serán los enemigos, pero representan la renovación. Por eso, muchos no se sienten de ningún bando. Ese día comienza el divorcio que llevaría luego a las dos Españas».

 

Cuando anochece, entre el ruido lejano de los fusilamientos, el heroísmo de unos y el extraño sentido del honor de otros (medio centenar de presos que habían pedido armas para luchar en la calle contra los franceses vuelven a la cárcel) muchos madrileños ignoran que se ha encendido una mecha: «Ese día empezó una guerra en la que, por primera vez, distintos pueblos de España actúan como si fueran una nación, y eso es un hecho indiscutible. Son una nación que empieza a tener conciencia de serlo». Esa es la lectura positiva del Dos de Mayo que hace Pérez-Reverte. La negativa es que ese pueblo «no sale a luchar por su independencia, sino por la monarquía y la religión, que eran los aspectos más oscuros de aquella sociedad».