CRÓNICA "UN DÍA EN LA EXPOSICIÓN"

por Sabatini

 

 

Ordeno las ideas poco a poco, intentando tejer con un montón de sensaciones una red que tenga un poco de sentido, algo que convierta lo que es la exposición del 2 de Mayo en “mi” exposición del 2 de Mayo. Ya sabéis a lo que me refiero. Así que empezaré por el final, por aquel momento en el que uno se detiene a mirar los nombres de las personas que han hecho la exposición y… Demontres coronaos, uno de los comisarios científicos es Jesús María Alía. ¿Y quién es Jesús María Alía Plana? Pues uno de los hombres que más sabe de Ordenanzas de la Armada del siglo XVIII. Ando loca buscando uno de sus libros. Concretamente éste:

http://www.centraldellibro.com/Ordenanzas-fundacionales-de-la-Armada-espanola-es1545418.htm

¿A que el precio tira para atrás? Tiene que ser un error, porque si  no lo es, es el autor vivo mejor pagado.

Pero entremos ya. Yo lo hago a las 15:00h y con mi entrada comprada en un cajero. Es una hora estupenda en Madrid en el mes de Julio. Una hora tranquila. Nos sentamos en la sala dónde vemos el primer vídeo.

El Cubo o Túnel en el Tiempo: La exposición se inicia en un espacio audiovisual que actúa como prólogo del recorrido expositivo.  La duración es de, aproximadamente, unos cinco minutos y plantea la situación histórica de España bajo el dominio francés y que fue causa de la sublevación popular. Este espacio expositivo se ha concebido en un gran recinto en forma de cubo cerrado, buscando una intensa sensación de inmersión espacial y temporal. El espectador se encuentra físicamente rodeado por imágenes proyectadas en los cuatro lados del cubo, así como en el techo. Lo mismo y distinto en cada instante. Parece que no pero la exposición no sería lo mismo sin ese vídeo. Es como si alguien te dijera: siéntese, repose, vamos a limpiar sus ojos con el destello de una faca y, una vez olvidado todo lo que hay ahí afuera, ábralos y mire, sólo mire, luego siéntese y, después, piense, si se atreve.

Ya se te empieza a encoger el ombligo. No os quiero ni contar cuando te das de morros con la primera metáfora revertiana: el inmenso tablero de ajedrez en el que el caballo tumba al rey y éste cae con un ruido ensordecedor. Aquí nadie mata al caballo. Es el caballo el que se come al rey.

Cuando salimos una parejita saca sus audioguías. Y la pregunta me sale sin pensar. ¿Dónde las habéis alquilado? En taquillas, es la respuesta. Claro, como yo ya traía la entrada de casa no tengo audioguía. Consejo: no olvidéis pasar por taquillas para alquilar una. Vuelvo sobre mis pasos y cuando aún no había caminado ni cinco metros se abre una puerta. Perdone, ¿adónde va? Explicación al canto. Muy amablemente me meten en la sala de control y allí descubro al ver las pantallas que todo está vigilado y cuidado, que nadie puede hacer maldades sin que se enteren los de seguridad. Una chica encantadora me acompaña a conseguir mi aparatito y vuelvo a empezar. Ahora sí soy toda oídos.

Lo primero que te sorprenden son los sonidos. Te acompañarán durante todo el recorrido y vas pasando de unos a otros sin apenas darte cuenta. Tienen incluso un pequeño toque molesto perfectamente conseguido para crearte la desazón justa. Menos la campana que toca a muertos. Esa te parte en dos.

Una nota más: los colores. Te advierten que los colores de las salas están escogidos con toda la intención del mundo. En la segunda sala ya se te ha olvidado. Pero cuando te faltan tres salas te das cuenta de que el color se te echa encima con toda la fuerza del mundo. En ese momento te das cuenta de que ya estás preso de los acontecimientos, de que eres hombre muerto. Un acierto lo de los colores, os lo aseguro.

Entras en el ámbito 1: los antecedentes. Si uno tiene la paciencia de permanecer de pie delante de las pantallas con los mapas que informan sobre los avances del ejército francés, o los regimientos que estaban en cada punto de Madrid, adviertes que son un síntesis perfecta, que duran lo justo y que le dan a la variable espacial la importancia que tuvo durante ese día, que no fue poca.

 Con los trajes me pasó algo curioso. Al estar mezcladas las reproducciones de los trajes, que representan una vuelta al pasado, al estado en que se encontraría el traje si estuviéramos estrenando el siglo XIX y los trajes reales, que te arrancan de cuajo del pasado y te vuelven a situar en el día de hoy, unas veces te quedas pegada a las vitrinas con la sensación de que estás en el Corte Inglés de la época y otras con la emoción de intentar rozar con los dedos un desgarrón de la casaca de un oficial pensando que corazón latió dentro de esa ropa hace doscientos años. Generosa aportación la de la Asociación Napoleónica y la del museo francés que ha prestado los trajes originales.

 Me encantó el cuadrito de Alenza que representa una tertulia en el café donde cantaba la Zarzamora. ¿Qué queréis que os diga? (parezco Muntaner y sus crónicas: Qué us diré jo? ) Coplera que es una.

 Una reproducción de la familia de Carlos IV de Goya. Van apareciendo poco a poco los personajes. Primero Carlos IV, al que dan ganas de escupirle en un ojo. María Luisa de Parma, con una flecha de diamantes en la cabeza, símbolo de la fertilidad que se había ganado a base de 14 hijos. Fea, pero fea, fea. Fernando VII, cuando aún se le podía mirar a la cara (en los cuadros del resto de la exposición está retratado como era, feo de cojones). El Infante Francisco de Paula y todos los demás. Hasta llegar a Goya, semioculto en un rincón, mirándolo todo, pintándolo todo. Luego volveremos a encontrárnoslo.

Mención aparte merece el espacio dedicado a Murat. La audioguía ya advierte de que era un guapito de cara al que le gustaban los trapos. Y de repente te encuentras con el cuadro y compruebas que el narrador no ha exagerado un ápice. Ricitos al viento, una barbillita con hoyuelo divina de la muerte, carita de ángel. Pero no os perdáis lo mejor. Esos pantalones, fistro de la pradera, marcando paquete y profusamente bordados en oro para enmarcar mejor sus “riquezas”. Vamos, lo que se dice un derroche de glamour de hombre. 

Y pasamos al amarillo claro: la insurrección.

 Lo primero que sorprende es que al pan, pan y al vino, vino. Me explico. Que cuando los madrileños se juegan los cuartos allí pone que se juegan los cuartos. Pero que cuando atacan a soldados franceses solos y desarmados, lo que se dice es que éstos fueron asesinados. Así, sin medias tintas.

"Paisano rematando a un soldado francés" Museo de Historia, Madrid.

 Por cierto, y antes de que se me olvide: que ahora mismo Groupama el asegure gratis las manos a Díaz Galeote, que alguien con unas manos así se lo merece. Sus figuras son de antología. Y si tengo que escoger una para robarla en un momento de enajenación mental transitoria, no dudéis que me llevo bajo la gabardina al cura trabucaire. Sólo le falta ponerse a pegar tiros.

Claro que si queréis pasar miedito os propongo un juego. Acercaros a la figura del paisano armado hasta que vuestra nariz toque el cristal y miradle a la cara. Por un momento imagináoslo a tamaño real a esa distancia, y vosotros vestidos con uniforme francés por aquello de las casualidades de la vida. A ver quién es el guapo que le aguantaría la embestida al paisano sin pestañear.

Y otra figura para robar, la Manola Madrileña. Nada de redecillas goyescas en el pelo, ni zapatitos coquetones, ni un abalorio encima. En su lugar, estameña, esparto en la garrafa, fusil a la espalda y ceño fruncido. Sólo una dulce concesión, el escotazo que le pone Galeote como contrapunto a su fiereza.
 

 

"Cura trabucaire, Manola madrileña y Paisano armado" de M. Díaz Galeote

 Si no me falla la memoria, en esta sección existe un video que muestra como se cargaba un fusil en tiempo real. Una eternidad. Por eso, entre descarga y descarga, daba tiempo a merendarse, cuerpo a cuerpo, a algún que otro enemigo. Por aquello de llenar los tiempos muertos. Nada que ver con los disparos certeros y, sobre todo, rápidos que salen en las películas.

Es extraño como nos funciona el cerebro a los humanos. Me explico. Me encontraba delante del cañón que dispara contra una pantalla. Pedazo cañón, pensé. Y, distraídamente, levanté la vista. Miré el techo del Canal y la parte superior de los plafones que panelan el recorrido. Automáticamente recordé el vídeo que vimos sobre la construcción de la exposición (sí, el de la música que nos gustó tanto). Y al bajar la vista me vino a la memoria. ¡El cañón! Y los vi. Uno, dos, tres, cuatro… y así hasta ocho hombres… y un cañón. Gracias, Pepe, Juan, Manolo, Santi, o como demonios os llamaseis.

Y sin darme cuenta llegué al espacio número 3, la ofensiva francesa.

Y aquí me encontré con la primera ventana al pasado. Resulta que han cogido lo que se podría haber sido y lo han convertido en real, le han puesto algo parecido a una red para que no puedas fijar bien la vista y han jugado con las luces. Y te sueltan allí, en aquel cuarto oscuro, con el corazón encogido mientras espías a Murat. Si tenéis la suerte de ver las escenas completamente solo, como la tuve yo, sabréis de lo que hablo. Ni una conversación, ni una respiración más que la mía. Murat inclinado sobre el plano. Sus rizos, que no sabes si pegarles un tirón o guardarte uno en un prendedor (que guapo lo han puesto al jodío). Y allí una chaqueta tirada sobre una silla. Y en primer plano la escribanía, con el tintero, la pluma, la salvadera medio abierta porque parece que han escrito algo hace un momento. Papeles rotos por el suelo, quizá esos mismos para los que acaban de utilizar la salvadera. Me quedé allí un ratito, deseando y temiendo que Murat levantara la vista.

Sigo caminado y otra vez vuelvo a encontrarme con Murat. Esta vez me mira desde otro cuadro. Y pienso, nos ha jodido el gabacho, lo que le gustaba la ropa de marca. Se ha retratado de perfil, y esta vez lo que le aprieta el pantalón (que mira que lo llevaba repretao el tío) es el culillo respingón que parece el de una mujer, talmente Jennifer López.

Y estamos ya en el color naranja. La cosa se pone de punta.

Y se pone de punta en la puerta a la que le tengo celos. No os perdáis la colección de navajas. Y no sólo por la colección en sí. Poneos las gafas de ver, sí, las de la presbicia, que ya tenemos una edad, y fijaos en dos de ellas, en las inscripciones de su hoja. No puedo citar de memoria lo que ponía, porque de eso no tengo, pero una decía algo así como “viva el honor de mi dueño” y otra “por siempre te seré fiel”. Es entonces cuando te das cuanta que esas facas cabriteras que da miedo hasta verlas fueron más que simples utensilios para sus dueños. Y el artículo del Jefe sobre las navajas tiene ahora más sentido. Para lo bueno y para lo malo.

Los presos de la Cárcel Real ya son viejos conocidos para nosotros cuando llegas a ellos. Los habitantes del edificio de estilo herreriano, que ahora más parece un hotel Relais&Chateau que otra cosa, te guiñan el ojo y te dicen: espere usté un momento que vamos a matar unos cuantos gabachos y venimos enseguida. Nada, cosa de unas horas. Y tú te quedas allí pensando que seguro que vuelven, que tienen cara de buena gente. Se llega a inventar el Jefe el episodio y le dicen de todo, que si vaya demagogo que está hecho, que si ya se sabe como es Reverte. Pena que no hubiera un espejo allí cerca. Seguro que me hubiera visto sonriendo de través. Puritita mala hostia.

Ahora ya estamos llegando al final, al último reducto.

Estupendas las fotografías que se hicieron durante la demolición del parque de Monteleón. No tienen nada que ver con aquel día, ya que se tomaron años después, pero ver sus ruinas tiene un no se qué de guerra y desolación, de ruina y olvido que las liga a lo que sucedió con la fuerza del testimonio gráfico, que es lo único que no podía incluirse en la exposición a modo de testimonio contemporáneo. Allí no había un Márquez que fijase en su retina metálica lo que estaba pasando. Pero esas fotos tienen algo especial.

Parque de Monteleón durante su demolición hacia 1867. En la foto se aprecia el arco de entrada y el convento de las Maravillas detrás.

Y entonces agradecí de veras haberme quedado rezagada, y sola. Los cuadros de Manuel Castellanos, prescindiendo de su preciosismo neoclásico, me recordaron que los defensores de Monteleón eran hombres jóvenes, con toda la vida por delante. Pensé en ello cuando le miraba las piernas a un moribundo Velarde. Eran piernas jóvenes y fuertes. Y muertas.

Si me permitís, otra sugerencia: "Fijaros en las esquinas". Concretamente en las esquinas de los cuadros. Encontrareis detalles interesantes y, contrariamente a lo que pueda parecer, hasta divertidos. Un ejemplo. En uno de los cuadros del ataque al parque de artillería, concretamente uno del mencionado Manuel Castellanos y que me ha dicho un amigo que es uno de los preferidos de Arturo, no por la batalla en si, sino por esa escena de los paisanos tirando de todo, se os irá la vista a la escena central, épica, como no podía ser menos. Pero, insisto, observad el grupo de cinco personas que están en la parte superior izquierda; y no me digáis que no tiene su gracia verlos ahí, pegando tiros con bastante poca traza y tirando todo lo que tienen a mano. Misma lucha, otro mundo.

"Muerte de Daiz y defensa del parque de Monteleón" de Manuel Castellanos 1862

Me gustó el retrato figurado de Velarde, con su frente despejada y el ceño fruncido. En realidad quien me gustó fue Velarde mismo. Y a su lado un Jacinto Ruiz muy parecido a Márquez parecía adelantar su labio inferior en una mueca de desprecio.

Daba miedo entrar en la cripta donde están los cuerpos de Daoíz y Velarde. Si queréis hacer la prueba, esperad a que se apaguen las luces. Y echad entonces a andar con paso lento desde el pasillo hasta la cripta. A cada paso la luz va subiendo, y cuando te asomas, las luces ya se han encendido del todo. Y todo es a tamaño real, y da miedo, y congoja, y rabia.

No es extraño que a estas alturas el retrato de Grouchy que está a continuación me pareciese repulsivo. Con sus ojos claros, como de merluza hervida, exoftálmicos perdidos.

A estas alturas estás derrotado. Caminas más lento que al entrar. Y no te hace ninguna gracia que lo próximo que te espere sea un cuarto oscuro. Pero entras. Y te paras. Miras a un lado y a otro. Instintivamente te retiras hacia la izquierda. A tu derecha tienes al pelotón que te estaba esperando. Te van a fusilar. Junto con el cura, los paisanos y ese personaje de camisa blanca y pantalón amarillo que se parece, sospechosamente, al que está hiriendo al caballo en La Carga de los Mamelucos y que perdió su chaqueta verde durante las horas que van entre uno y otro cuadro. Confieso que en el momento de la descarga busqué con la vista la puerta por la que se sale de la habitación oscura.

Y ya todo es negro y memoria.

Una lista de muertos. En una habitación desnuda.

Una detrás de la otra. Se escurrían mejilla abajo, ordenaditas y en silencio, como si no quisieran molestar a los 413 que un día el Jefe decidió dar vida y muerte otra vez para que no nos olvidásemos nosotros.

Un apunte, quien no se compre el catálogo, que para ser el catálogo de una exposición (suelen ser caros como el fuego) tiene un precio muy ajustado, es tonto de capirote.