La mataron hace
dos años justos. Era Sarajevo en la época dura, agosto de
1992, cuando las bombas en las colas del agua y el pan, con veinte o treinta
muertos diarios y centenares de heridos que se amontonaban, sin luz y sin
medicamentos, en los pasillos del hospital de Kosevo. Aunque de nombre
y origen musulmán, Jasmina era rubia tirando a pelirroja, y tenía
pecas en la cara y en los hombros. Un día estábamos Paco
Custodio y Miguel de la Fuente, cámaras de TVE, y el arriba firmante
sentados contra el muro de una mezquita demolida a bombazos en la plaza
Bascarsija, cuando se acercó Jasmina a pedirnos un cigarrillo. Después
preguntó quién era el jefe y sugirió que echásemos
un polvo.
No había entonces mucha prostitución en Sarajevo, a pesar del hambre y la miseria; la gente se buscaba la vida manteniendo bastante bien la dignidad. Había chicas que ganaban dinero ofreciéndose como intérpretes a los periodistas en el Holiday Inn, y a menudo intercambiaban con ellos algo más que palabras; pero se trataba, a fin de cuentas, de una relación laboral equitativa, y fue justo eso lo que me sorprendió. Conversamos, se comió uno de nuestros paquetes de galletas, se probó mi casco de kevlar y se guardó en el bolso -un enternecedor bolso de plástico como el de las niñas- el segundo cigarrillo sin encenderlo, igual que había hecho con el anterior.
Entonces me contó su historia en mal italiano, una historia que en aquella ciudad fantasma resultaba poco original: veintitrés años, un padre inválido y sin tabaco, la guerra, el hambre. Jasmina no era exactamente una prostituta, sino que se movía un poco de acá para allá, a pesar de los bombardeos -era una experta en intuir la llegada de los morteros serbios-, consiguiendo algo de vez en cuando. Su precio era tan relativo como todo en aquella guerra: una lata de conservas, un paquete de cigarrillos. Nunca dinero. El dinero que Jasmina podía ganar en Sarajevo no valía para nada.
Prometí conseguirle más tabaco para su padre, y por la noche se presentó en el Holiday Inn vestida de negro para eludir a los francotiradores. Le dí un paquete de raciones militares y medio cartón de cigarrillos. Por aquellos días aún había a ratos agua corriente en las habitaciones, el único lugar de Sarajevo que gozaba de ese lujo, y me pidió permiso para darse la primera ducha en más de un mes. Subió a mi habitación, se desnudó en ella y se puso bajo el chorro de agua mientras yo me quedaba apoyado en la puerta, porque era un gustazo mirarla. Tenia un cuerpo blanco y hermoso, con pecas en los hombros y la espalda, y unos pechos pesados y firmes. Nadie es de piedra ni santo varón, e ignoro lo que habría ocurrido en otras circunstancias, pero hay cosas que no se pueden hacer, lujos que uno no debe permitirse a cambio de medio cartón de cigarrillos y una ración de comida. Así que cuando salió de la ducha regresamos abajo, al bar del hotel, y nos bebimos doscientos coñacs con Miguel y Custodio a la luz de una vela mientras los servios sacudían fuerte, afuera. Después, con su medio cartón y su ración de comida, Jasmina nos dió un beso y se largó corriendo, entre las sombras.
Aún nos la encontramos por la ciudad un par de veces, y siempre le dábamos cigarrillos. Y un día de esos con muchos muertos nos fuimos, como cada vez, a filmar la colecta diaria en la morgue del hospital de Kosevo. Y entonces Miguel, que estaba con la cámara al hombre filmando muertos para el telediario de las tres, se vino hacia mi y dijo: echa un vistazo a ver si la conoces. Y eché un vistazo y, en efecto, la conocía. Y Jasmina estaba en la trasera de un Volkswagen Golf, con un vestido de domingo y su bolsito de plástico y las piernas desnudas colgando sobre el parachoques trasero, con una costra de sangre seca a un lado de la cara, y mucho más pálida que bajo la ducha de mi habitación del Holiday Inn. Y tenía los ojos abiertos y ya no sonreía ni volvería a hacerlo nunca.
Miguel, creo, tiene una
foto en que estamos ella y yo, y lleva mi casco. Y Miguel se ofreció
al regalarme esa foto, pero le dije que se la guardase, gracias, la foto
de Jasmina con mi casco puesto. Y hoy he visto en la tele a un ministro
español de Exteriores que se llama Javier Solana diciendo que lo
de Ruanda es intolerable. Recuerdo que, cuando lo de Jasmina, también
oí decir al mismo fulano que aquello era intolerable. A mí,
quienes me parecen intolerables son los bocazas sonrientes que llevan tres
años autojustificando su impotencia con tan escasa vergüenza.
Pero a lo mejor es que yo vi ducharse a Jasmina y ellos no.