Hace algún tiempo una buena amiga, en una breve mención sobre lecturas, me recordó el Territorio Comanche de Pérez-Reverte, un libro -un fantástico libro- que trata sobre corresponsales de guerra y que hacía un par de menciones sobre ingenieros. La crítica más dura la ejercía sobre los ingenieros de armas, los que pasan el tiempo diseñando artefactos para causar el mayor daño posible y que después -creo recordar, me da pereza desempolvar el tomo- iban felices a sus casas, besaban a sus esposas y hacían carantoñas a sus hijos mientras sus engendros dejaban a la gente lisiada (porque en el concepto actual de guerra es mucho más rentable herir al enemigo que matarlo, ya que los heridos ocupan, gastan y minan la moral; pero hablábamos de la ingeniería). Algunos días después, rebuscando en una biblioteca pública, en ese juego inmenso de tirar lomos desconocidos y leer páginas al azar, encontré a un viejo inventor de armas. Se llamaba Henry Shrapnel y tenía una mención muy extensa en esa página, por lo que probablemente su creación había sido muy utilizada y, si me permiten hablar con aterradora seriedad, muy rentable. El nombre me llamó inmediatamente la atención por razones que después serán evidentes. Visto el grosor del volumen, tomé una silla y comencé a leer. "Henry Shrapnel mejora las granadas", decía el texto, no sin cierta enfermiza satisfacción en el uso del verbo mejorar, "añadiendo a la estructura tradicional de carcasa de plomo fundido rellena de bolas de plomo y explosivos un temporizador que permite que las granadas exploten en el aire, dando lugar a que la lluvia de metralla producida caiga desde arriba. Estos nuevos proyectiles se emplean por primera vez en la batalla de Vimeiro, donde queda patente su efecto devastador".
Y entre lineas, aunque leer entre lineas parezca impensable en un libro divulgativo, podía ver al señor Shrapnel en su casa, no sé si con esposa -seguramente sí-, no se si con hijos -seguramente también, pues los amantes de lo bélico también han sido amantes de la familia, otra guerra al fin y al cabo-, tumbado una tarde de sábado, refugiado del sol por la más fresca de las sombras y con la satisfacción del trabajo bien hecho. Tan satisfecho de su obra que incluso le dio su nombre, y desde entonces shrapnel es una palabra que sugiere sangre y carne atravesada y vidas destrozadas. Shrapnel, en inglés, significa metralla. Por eso me fije en el nombre.
Así que cuidense, futuros ingenieros, de crear artilugios destinados al homicidio y a la destrucción, no ya por razones morales -las auténticas razones para las personas cuerdas (porque el señor Shrapnel, como cualquier otro diseñador, fabricante, comerciante o usuario convencido de armas sólo merece desprecio y rechazo)-, sino por el riesgo de que la población entera utilice sus apellidos como sinónimos de asesinato.
La metralla lo asesinó.
Shrapnel killed him.
Esa es la condena del
diccionario.
Puedo pensar en peores torturas, pero no en una peor sentencia