Es un regalo de un amigo. Se llama Julio Ollero, y es editor independiente, bigotudo, gordito, malhumorado y gruñón, que , a base de echarle afición e insomnio al asunto, edita los más bellos libros que, en los ratos libres que le dejan sus tareas de edición, los doscientos cigarrillos y los dos mil cafés que cada día se mete entre pecho y espalda, se dedica a husmear por las trastiendas polvorientas de los libreros de viejo, los anticuarios, los baratillos donde van a parar, con la resaca, los restos de los naufragios de tantas vidas. En uno de esos recorridos de los que vuelve con los dedos sucios de polvo y el gozo en el alma, Julio apareció enarbolando la patente de corso que había encontrado bajo toneladas de papeles diversos. Y como además de ser amigo mío y estar al tanto de mi idilio con la cosa náutica tiene un corazón como el sombrero de un picador, me la regaló así, por el morro.
¿Te has fijado -dijo- en que el nombre del beneficiario y de su barco vienen en blanco ?
Me había fijado, por supuesto. Yo el Rey, y el ministro dando fe ; pero lo otro en blanco y perfectamente dispuesto para ser rellenado por el mejor postor. No quiero ni imaginar la pasta que trincarían algunos, incluido ese espejo de monarcas, ese pedazo de sinvergüenza que se llamó Fernando VII, por extender patentes de corso u otro tipo de beneficios y documentos en blanco, para que secretarios, ministros y correveidiles los vendieran a terceros. Imagínense el cuadro : Hombre, don Fulano, tengo un sobrino algo bala perdida, buen marino, a quien por cierto, y para Su Majestad un cinco. Trato hecho. Y mire, casualmente aquí tengo una patente fresca. Así que dígale a su sobrino que buen viento y buenas presas.
Me encanta. Y mientras
tecleo estas líneas el imbécil del hijo de mi vecino tiene
a tope una cinta de bacalao, atronando medio Madrid. Y, mientras analizo
los pros y los contras de comprar en el Corte Inglés una escopeta
de caza con postas como bellotas y convertir la casa de mi vecino en una
sucursal de Puerto Hurraco, miro una y otra vez esa hoja en gran folio
que tengo desplegada sobre la mesa, sin fecha de caducidad, y casi puedo
sentir, pasando los dedos por la superficie del papel recio y amarillento,
el rumor de las velas cuando empieza a rolar el viento, el aroma del café
que el cocinero te sube un poco antes del amanecer a la cubierta escorada
y húmeda por el relente, cuando intentas ganarle barlovento a la
presa durante una caza larga por la popa. Y pienso que no estaría
nada mal mandar a tomar por saco a mi vecino, y a mis editores, y al Semanal
y a la madre que lo parió, poner mi nombre y el de mi velero en
esa línea blanca como una tentación, armar en corso sus diez
metros de eslora y telefonear a tres o cuatro viejos amigos de los que
llevan chirlos y tatuajes, reclutados entre lo mejor de cada casa. Y después,
en una noche sin luna, deslizarme a mar abierto con todo el trapo arriba,
a un descuartelar, con la brisa del sursuroeste susurrando suave en la
jarcia. Con todos los papeles en regla y la firma del rey.