“Los
revolucionarios eran niños pijos” |
Domingo, 7 de marzo de 2010
Begoña Marín
Preguntar a Arturo Pérez-Reverte si es de izquierdas o de derechas es como plantearle a un rebelde si prefiere que le quemen en la hoguera o le entierren en una hornacina plateada. Encasillarle es morir y la política es la manera más lenta y cruel para este cartagenero: “Nací en la zona roja y hubo represión de los milicianos y de los falangistas. No se puede hablar de buenos y malos. El español es históricamente un hijo de puta”.
Así de franco y tirador habla Pérez-Reverte, un bravucón con formación en los Maristas, formado en la guerra de Sarajevo durante 20 años y con las formas del académico de la Lengua que es desde 2003. Su última contienda de plumilla es El asedio, un novelón de 700 páginas ambientado en el Cádiz de La Pepa de 1812. Ya ha sido calificado por algunos como La guerra y paz perez-revertiana.
“Cádiz fue la España que pudo ser y no fue”, se lamenta. Era la ciudad más moderna del país: “Los políticos que formaban las Cortes pertenecían a una élite cultural, muy alejada del analfabetismo que profesa el gremio actualmente; la aristocracia se podía equiparar a la de Inglaterra u Holanda; la clase dirigente era abierta y liberal; y la política estaba supeditada a la economía y no al revés”.
Se nota que ha agotado velas leyendo cientos de documentos como Un siglo llama a la puerta, de Ramón Solís, o Episodios nacionales, de Benito Pérez Galdós. “En la ciudad entraban libros, ideas... pero es falso que el gaditano fuera especialmente culto. Lo que sí fue es especialmente abierto. Su relación ultramarina con las entonces colonias de América la hacían muy especial”, indica.
Y llegaron los franceses
A muchos de los que la rojigualda les sonroja como tomates de ensalada les sorprenderá saber que “mientras que en Francia había censura, en Cádiz tenían libertad de prensa”. Pero tuvieron la mala suerte de ser asediados por los gabachos menos refinados de Napoleón. Se convirtió en una ciudad sometida a un montón de energías exteriores, como la Troya sitiada por los aqueos, el gran cerco de Viena ante los turcos, el Madrid del 36 o la Sarajevo de los noventa”.
La sabiduría popular les salvó, como la de las gaditanas que se hacían tirabuzones con las bombas que tiraban los fanfarrones, en pleno bombardeo francés. “Conocer la historia de España de los siglos XVIII y XIX es ponerte muy triste. España perdió una gran oportunidad de modernizarse. Hicimos una Constitución muy avanzada sin cambiar el país y una revolución sin descabezar a los que estaban en el poder”, sentencia.
Pérez-Reverte no se corta, ni la lengua ni la barba milimétrica que sigue al pelo de su cabeza con la rectitud de una fila de hormigas. Tan apuradas ambas como la velocidad con la que habla. Carga y sigue: “Fernando VII ha sido el peor monarca de nuestra historia”. No apoyó a los que quisieron hacer nuestra particular revolución francesa, que eran “niños pijos”. “Sí, sí – insiste–, niños de buena familia, cultos y viajados”. Pero no sólo ellos. “La Constitución de 1812 también la redactaron militares, clérigos y abogados”. Y matiza: “Entonces también había clérigos liberales”.
“Nos faltó la guillotina”
El autor de la saga del Capitán Alatriste es puro nervio, sin grasa, sin paja: “En la Guerra de la Independencia nos equivocamos de enemigo. Los verdaderos enemigos eran el rey español y los reaccionarios ingleses”. Él tiene claro cuál es su lamento histórico: “Nos faltó la guillotina” en plena Puerta del Sol. “Nos faltó pasar por la máquina de picar carne a media España para hacer libre a la otra media”. Se refiere al siglo XVIII, por si hubiera lugar a confusión. Afilada sentencia para acabar diciendo que en nuestro país acabó fusilándose tarde y mal y que no sirvió para nada.
“¿Si creo que se pude cambiar en algo?”. Silencio. El viento, más que en popa, parece mover en ese momento los arbustos del Cañón Colorado. “Nos hemos cargado todas las oportunidades que nos han dado, todo lo bueno que hemos tenido en las manos y me da miedo que volvamos a hacerlo otra vez”. Al final, revela la fórmula matemática de todos los males: “La suma de ignorancia, estupidez y poder es muy peligrosa”. Y eso, sentencia, es bastante habitual.