No hay un soplo de brisa. Llueve silenciosamente sobre las playas de San
Juan, y los cañones del antiguo fuerte español apunta hacia
el mar Caribe como centinelas melancólicos de hierro y oxido, aún
a la espera de una imposible incursión de filisteos, ingleses cabroncetes
o herejes holandeses. Bajo el cañizo que nos protege de la lluvia,
el viejo profesor don Ricardo Alegría mira la bandera de las barras
y estrellas que cuelga del mástil:
-
No imagina cuánto nos ha costado a los puertorriqueños que
usted y yo estemos hoy aquí hablando español.
Después sonríe, cómplice, bajo el bigote gris. Junto
a nosotros, un matrimonio de turistas gringos se filma mutuamente en vídeo.
Recién salida ella de una teleserie norteamericana. Pantalón
corte él, camisa hawaiana, gorra de béisbol, con la avispada
jeta de un rumiante de Arkansas: todo un intelectual.
-
Cada uno - murmuró- tiene la lengua que se merece.
-
Qué pena que su gobierno no entienda eso.
-
No es mi Gobierno, profesor. Yo, ni dios ni amo.
Acabamos de salir de la Universidad, donde centenares de muchachos ávidos
de español nos han asediado a preguntas y comentarios durante horas.
Y es que hay que joderse. Uno se mete en un avión, cruza miles de
millas de océano Atlántico, y llega a lugares donde todavía
se conserva la memoria de la lengua, de la cultura trimilenaria que nace
en la Biblia, en Gracia, y en Roma, se mezcla con el Islam y florece en
la latinidad medieval, en el Renacimiento y los siglos de Oro, y luego
viaja a América para el mestizaje con lo indígena y lo africano.
O sea, que uno viaja al quinto coño y se encuentra con que en el
Caribe conservan lo hispano con más celo y respeto que en la propia
España. Quevedo, Cervantes, Lope, Moratín, Galdós,
Valle, Clarín, siguen vivos y admirados, mientras nosotros copiamos
teleseries de mierda yanquis o perdemos el culo y la memoria con la idea
de Europa, volviendo la espalda a esa América que debería
ser aliada natural, cómplice y hermana. Sustituyendo irresponsablemente
una cultura rica y mestiza por una cultura -por llamarla de algún
modo- elemental, de diseño. Una cultura técnica y barbara.
-
Tal vez con esto del 98.... -apunta sin demasiada esperanza el viejo profesor.
Me río bajito, entre dientes, con muy mala leche. El 98, respondo,
sólo va a servir para el presidente Aznar y sus mariachis le hagan
otra solemne succión a los Estados Unidos, a quienes con esta moda
de la construcción europea políticamente correcta, son hasta
capaces de pedir perdón por no haber capitulado en el acto cuando
la guerra de hace un siglo. No hay más que fijarse en Cuba, donde
se te cae la cara de vergüenza, pues ni Franco cayó tan bajo
como para poner en manos de Washington la propia política hispanoamericana.
Además -añado-, hablar a estas alturas del español
como algo importante, aunque sea como vinculo con Hispanoamérica,
podría alterar el pulso de los cínicos caciques vascos y
los mercantiles catalanes que el Pepé necesita para seguir haciendo
alehop en el alambre. Así que mucho me temo, profesor , que a mi
gobierno como usted lo llama, el español -que allí decimos
castellano- se la trae bastante floja.
-
¿Y la oposición?
Mi carcajada hace volver a cara al gringo y a su foca en versión
Barbee. Luego me aplico a explicarle al profesor las diversas acepciones
que en España tienen la combinación de las palabras analfabeto
y gilipollas.
-
Como decirle -termino- que un ex ministro de Educación y de Cultura
es ahora secretario general de la OTAN...
Y sin embargo -mueve la cabeza el viejo profesor- la nuestra es una lengua
hermosa. La más hermosa del mundo, la más rica, la que hace
posible los más perfectos versos, la mejor prosa que los hombres
hablaron o escribieron jamás. Una lengua hija de treinta siglos,
intensa y diversa, junto a la que la usada por Shkespeare no es sino un
balbuceo elemental de pueblos bárbaros. Una lengua vehículo
intenso de placer, cultura y memoria ; identidad imprescindible que en
Puerto Rico, y en Cuba, y en el resto de América, cien años
después, sigue siendo símbolo de independencia frente al
gigante bastardo del norte.
Pero ya ven. Y es que a fin de cuentas, y en efecto, cada uno tiene la
lengua que se merece.