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“En España, a nuestros Leibniz y
Voltaire los machacamos a golpes” |
Sábado,
14 de marzo de 2015
El escritor Arturo Pérez-Reverte presenta nueva novela. Se trata de 'Hombres buenos', una intriga ambientada en el siglo XVIII y que recrea el viaje hecho por dos académicos españoles para traer l'Encyclopédie a España.
Sentado en un mullido sofá con vistas a la fuente de Neptuno, Arturo Pérez-Reverte habla de Hombres buenos (Alfaguara, 2014), su más reciente novela, una historia que narra el viaje a París que hicieron -en la España del siglo XVIII- dos académicos para traer a España los 28 tomos de la primera edición de l'Encyclopédie. Se trata, en efecto, de los que habían sido prohibidos para su lectura aquellos años, los mismos que todavía hoy reposan en la Biblioteca de la Real Academia de la Lengua y que sembraron en el escritor la inquietud de contar una historia dramática a la vez que melancólica, tan optimista como amarga y dolorosa: la de una España, asegura él, que perdió la oportunidad.
En el siglo XVIII España lo tenía todo o casi todo, dice; pero la historia torció el giro y pasó lo que pasó: "El trono y el altar, cerrilmente atrincherados en la vida española, estropearon cualquier proyecto civilizado... La única redención posible es la cultura y con cultura me refiero a educación. Cultura, lo que cultura supone, es que mañana venga Hitler, Stalin, Pinochet o Franco a la universidad y que la gente se siente a escucharlos. Escuchándolos aprendes los mecanismos del mal y a precaverse de ellos. Y justamente la cultura es eso, lo que te permite escuchar a la gente y después ahorcarla o ejecutarla, o apalearla si hace falta", responde irónico, a quemarropa, el periodista, académico de la lengua y escritor.
Una anécdota, un viaje, una metáfora
Hombres buenos, la novela con la que Arturo Pérez-Reverte regresa a las listas de novedades, está contada a través de una estructura doble: por un lado, la narración de un académico que, en pleno siglo XXI desea desentrañar y contar cómo pudieron llegar a España los 28 tomos de una obra que justo en ese entonces había sido prohibida; en el otro, se despliega la historia en sí, ese largo y accidentado viaje que emprendieron el bibliotecario de la Academia, don Hermógenes Molina, un hombre ilustrado que "creía conciliables fe y razón", y el almirante don Pedro Zárate, "científico, frío, racional". Un hecho real que dio para la ingeniería de la ficción, desplegada a conciencia por Pérez-Reverte en estas páginas.
Hermógenes Molina y Pedro Zárate se conocen lo justo: de las sesiones semanales en la academia; y poco más. Tienen ideas distintas, incluso antagónicas. Pero consiguen hacerse entender en esa larga travesía. No lo tendrán fácil, en absoluto. Otros dos académicos intentarán boicotear esta empresa. Ambos, también en las antípodas ideológicas –uno es conservador, se debe a la monarquía y el Rey y el otro es un liberal radical-, se ponen de acuerdo para obstaculizar y frustrar la misión de ambos. Para ello contratan al sicario Pascual Rasposo, un hombre árido, práctico y seco como un cuero que les dará caza hasta su llegada a París.
“Es paradójico, pero se necesitan. El miedo a uno justifica la existencia del otro. Eso forma parte también de esta España. El problema está en que, en este país, cada intento que ha habido de los 'hombres buenos' por romper las barreras, terminan silenciados por la Iglesia, el trono y el altar, los tres grandes frenos que detuvieron a la España del XVIII. Ahora los frena la demagogia, la estupidez, el ruido mediático y la profunda incultura que gracias a los gobiernos sucesivos nos rodea cada vez más. A base de ver a Belén Esteban en el Sálvame y del qué tal le va a Kiko Matamoros, la voz del hombre bueno no se escucha”, ametralla Pérez-Reverte.
Porque en eso, el autor de El tango de la guardia vieja no tiene duda de ningún tipo al respecto: "En España, a nuestros Leibniz y Voltaire los machacamos a golpes". Y no hay mejor prueba que ésta. “Los españoles podríamos haber sido mucho mejor de lo que somos, si el siglo XVIII hubiera sido diferente. Teníamos un Rey ilustrado, Carlos III. Teníamos ministros que, además de llenarse el bolsillo, querían cambiar el mundo. Teníamos intelectuales que podían sacarnos del agujero. Estábamos a punto de caramelo. Pero ocurrió la Revolución Francesa, y en España comenzó a pensarse que todo cuanto olía a modernidad pasaba por degollar al Rey. A eso se suma la invasión de Napoléon y las guerras carlistas…. Esa ocasión de ser buenos, rápidamente la perdimos. Ahora, aunque podríamos serlo o intentarlo al menos, hemos sufrido daños irreparable, los estragos dolorosos y las cicatrices sangrantes de esos dos siglos de errores”.
Una lectura intemporal, ¿la misma España?
La rudeza de Arturo Pérez-Reverte parece un acto reflejo. El gesto aprendido de quien todavía se siente en los Balcanes: hay que ponerse a cubierto o librar un combate, ese permanente cuerpo a cuerpo que le ha quedado en el habla de aquellos años suyos de corresponsal de guerra. Quizá por eso su conversación trasmite esa intensa mezcla de vigor y mala leche; lucidez y apaleamiento. Escucharlo es casi un acto físico. “En España nos gusta mucho gritar. Son los gritos de los extremos los que no permiten escuchar al hombre bueno. Entonces a ese hombre se le tapa la boca, se le exilia; a su mujer se la rapa; a sus hijos se le proscribe y se borra su memoria de los monumentos y las tumbas…”.
Interrumpido ya en tres ocasiones por un reportero que intenta ahondar sobre la relación entre cultura-civilización en Hombres buenos, Pérez-Reverte intenta y procura ser amable... “A ver a ver… que esto es una entrevista. Ahora, si te parece, te cito a Spengler y estamos una mañana entera hablando de eso. No podemos irnos a ese territorio, yo estoy aquí para hablar de mi libro…”, dice Arturo Pérez-Reverte expectorando una risa – rasposa- que espolvorea con humor lo que ha sonado como un esputo.
La cultura a la que él se refiere –una y otra vez- y cuyo espíritu pretende apresar en Hombres buenos- tiene que ver con la educación como idea central: “Por eso es tan grave el desmantelamiento que, desde 1936 para acá, han hecho todos los gobiernos. Desde la pijocultura de Zapatero, que era una frivolidad, facilona y demagógica; y la de los ahora que, con un desprecio olímpico, se están cargando la cultura entera. Eso nos deja en una situación delicada con respecto al futuro. Sin cultura somos democracia de baja calidad”.
Pero… ¿quedan hombres justos? Es la pregunta que más se repite. Pues claro, asegura. “El libro está dedicado a cuatro de ellos”, explica Pérez-Reverte refiriéndose a Gregorio Salvador –el único vivo de los cuatro- y a Antonio Colino, Antonio Mingote y el almirante Álvarez-Arenas. Y justamente porque no todo es tan oscuro y alguna redención existe, Pérez-Reverte asegura que ésta es una novela optimista, que reivindica la amistad y la capacidad de las personas de entenderse a pesar de pensar distinto. “La única redención posible –asegura- es la cultura”.
La tibia de Miguel de Cervantes y el
sicario
Justo en los días previos a la presentación de la nueva novela de Pérez-Reverte, Hombres buenos, el equipo que intentaba recuperar e identificar los huesos de Miguel de Cervantes anunció que los restos hallados en el Convento de las Trinitarias podrían ser –esta vez sí- los del autor del Quijote. La fanfarria cervantina a punto de ebullición. Sin embargo, Arturo Pérez-Reverte, como muchos otros autores, ve el asunto con amarga lucidez.
Para el Pérez-Reverte –quien presentó recientemente la edición popular del Quijote que le encargó la RAE-, el extravío durante siglos de los restos de uno de los autores fundamentales del castellano no es otra cosa que desprecio y desinterés; a diferencia de otras sociedades que han sabido valorar y divulgar a sus autores y pensadores.
“Mientras escribía esta novela, experimenté una profunda melancolía. Hubo momentos incluso en los que pensé… ¡quiero ser francés o inglés! No quería sentirme cerca de nada que me identificara con España”, dice, expansivo, un Pérez-Reverte que se permite la puñalada del humor para quitarle hierro a la conversación. Allí, en el desagüe que ocurre en todo final –el de una entrevista, un encuentro-, una pregunta –y su respuesta, claro- coloca, por sí sola, el irónico broche a la plática sobre una novela, una historia, que podría ocurrir en éste o el siglo anterior.
-¿Es usted un hombre bueno?
-No, soy más bien como un Pascual Rasposo –responde, a secas, Pérez Reverte antes de dar por acabado el encuentro.